De los agüeros que tuvo don Quijote al entrar
de su aldea, con otros sucesos que adornan y acreditan esta grande historia
A la entrada del cual, según dice Cide Hamete, vio don Quijote que en
las eras del lugar estaban riñendo dos mochachos, y el uno dijo al otro:
-No te canses, Periquillo, que no la has de ver en todos los días de tu vida.
Oyólo don Quijote y dijo a Sancho:
-¿No adviertes, amigo, lo que aquel mochacho ha dicho: «no la has de
ver en todos los días de tu vida»?
-Pues bien, ¿qué importa -respondió Sancho- que haya dicho eso
el mochacho?
-¿Qué? -replicó don Quijote-. ¿No vees tú que
aplicando aquella palabra a mi intención quiere significar que no tengo de
ver más a Dulcinea?
Queríale responder Sancho, cuando se lo estorbó ver que por aquella
campaña venía huyendo una liebre, seguida de muchos galgos y cazadores,
la cual, temerosa, se vino a recoger y a agazapar debajo de los pies del rucio. Cogióla
Sancho a mano salva y presentósela a don Quijote, el cual estaba diciendo:
-¡Malum signum! ¡Malum signum! Liebre huye, galgos la siguen:
¡Dulcinea no parece!
-Estraño es vuesa merced -dijo Sancho-. Presupongamos que esta liebre es Dulcinea
del Toboso y estos galgos que la persiguen son los malandrines encantadores que la
transformaron en labradora; ella huye, yo la cojo y la pongo en poder de vuesa merced,
que la tiene en sus brazos y la regala: ¿qué mala señal es esta,
ni qué mal agüero se puede tomar de aquí?
Los dos mochachos de la pendencia se llegaron a ver la liebre, y al uno dellos preguntó
Sancho que por qué reñían; y fuele respondido por el que había
dicho «no la verás más en toda tu vida» que él había
tomado al otro mochacho una jaula de grillos, la cual no pensaba volvérsela
en toda su vida. Sacó Sancho cuatro cuartos de la faltriquera, y dióselos
al mochacho por la jaula, y púsosela en las manos a don Quijote, diciendo:
-He aquí, señor, rompidos y desbaratados estos agüeros, que no
tienen que ver más con nuestros sucesos, según que yo imagino, aunque
tonto, que con las nubes de antaño. Y, si no me acuerdo mal, he oído
decir al cura de nuestro pueblo que no es de personas cristianas ni discretas mirar
en estas niñerías, y aun vuesa merced mismo me lo dijo los días
pasados, dándome a entender que eran tontos todos aquellos cristianos que
miraban en agüeros. Y no es menester hacer hincapié en esto, sino pasemos
adelante y entremos en nuestra aldea.
Llegaron los cazadores, pidieron su liebre y diósela don Quijote; pasaron
adelante y a la entrada del pueblo toparon en un pradecillo rezando al cura y al
bachiller Carrasco. Y es de saber que Sancho Panza había echado sobre el rucio
y sobre el lío de las armas, para que sirviese de repostero, la túnica
de bocací pintada de llamas de fuego que le vistieron en el castillo del duque
la noche que volvió en sí Altisidora; acomodóle también
la coroza en la cabeza, que fue la más nueva transformación y adorno
con que se vio jamás jumento en el mundo.
Fueron luego conocidos los dos del cura y del bachiller, que se vinieron a ellos
con los brazos abiertos. Apeóse don Quijote y abrazólos estrechamente;
y los mochachos, que son linces no escusados, divisaron la coroza del jumento y acudieron
a verle, y decían unos a otros:
-Venid, mochachos, y veréis el asno de Sancho Panza más galán
que Mingo, y la bestia de don Quijote más flaca hoy que el primer día.
Finalmente, rodeados de mochachos y acompañados del cura y del bachiller,
entraron en el pueblo y se fueron a casa de don Quijote, y hallaron a la puerta della
al ama y a su sobrina, a quien ya habían llegado las nuevas de su venida.
Ni más ni menos se las habían dado a Teresa Panza, mujer de Sancho,
la cual, desgreñada y medio desnuda, trayendo de la mano a Sanchica su hija,
acudió a ver a su marido; y viéndole no tan bien adeliñado como
ella se pensaba que había de estar un gobernador, le dijo:
-¿Cómo venís así, marido mío, que me parece que
venís a pie y despeado, y más traéis semejanza de desgobernado
que de gobernador?
-Calla, Teresa -respondió Sancho-, que muchas veces donde hay estacas no hay
tocinos, y vámonos a nuestra casa, que allá oirás maravillas.
Dineros traigo, que es lo que importa, ganados por mi industria y sin daño
de nadie.
-Traed vos dinero, mi buen marido -dijo Teresa-, y sean ganados por aquí o
por allí, que como quiera que los hayáis ganado no habréis hecho
usanza nueva en el mundo.
Abrazó Sanchica a su padre y preguntóle si traía algo, que le
estaba esperando como el agua de mayo; y asiéndole de un lado del cinto, y
su mujer de la mano, tirando su hija al rucio, se fueron a su casa, dejando a don
Quijote en la suya en poder de su sobrina y de su ama y en compañía
del cura y del bachiller.
Don Quijote, sin guardar términos ni horas, en aquel mismo punto se apartó
a solas con el bachiller y el cura, y en breves razones les contó su vencimiento
y la obligación en que había quedado de no salir de su aldea en un
año, la cual pensaba guardar al pie de la letra, sin traspasarla en un átomo,
bien así como caballero andante obligado por la puntualidad y orden de la
andante caballería, y que tenía pensado de hacerse aquel año
pastor y entretenerse en la soledad de los campos, donde a rienda suelta podía
dar vado a sus amorosos pensamientos, ejercitándose en el pastoral y virtuoso
ejercicio; y que les suplicaba, si no tenían mucho que hacer y no estaban
impedidos en negocios más importantes, quisiesen ser sus compañeros,
que él compraría ovejas y ganado suficiente que les diese nombre de
pastores; y que les hacía saber que lo más principal de aquel negocio
estaba hecho, porque les tenía puestos los nombres, que les vendrían
como de molde. Díjole el cura que los dijese. Respondió don Quijote
que él se había de llamar el pastor Quijótiz; y el bachiller,
el pastor Carrascón; y el cura, el pastor Curiambro; y Sancho Panza, el pastor
Pancino.
Pasmáronse todos de ver la nueva locura de don Quijote, pero porque no se
les fuese otra vez del pueblo a sus caballerías, esperando que en aquel año
podría ser curado, concedieron con su nueva intención y aprobaron por
discreta su locura, ofreciéndosele por compañeros en su ejercicio.
-Y más -dijo Sansón Carrasco- que, como ya todo el mundo sabe, yo soy
celebérrimo poeta y a cada paso compondré versos pastoriles o cortesanos
o como más me viniere a cuento, para que nos entretengamos por esos andurriales
donde habemos de andar; y lo que más es menester, señores míos,
es que cada uno escoja el nombre de la pastora que piensa celebrar en sus versos,
y que no dejemos árbol, por duro que sea, donde no la retule y grabe su nombre,
como es uso y costumbre de los enamorados pastores.
-Eso está de molde -respondió don Quijote-, puesto que yo estoy libre
de buscar nombre de pastora fingida, pues está ahí la sin par Dulcinea
del Toboso, gloria de estas riberas, adorno de estos prados, sustento de la hermosura,
nata de los donaires y, finalmente, sujeto sobre quien puede asentar bien toda alabanza,
por hipérbole que sea.
-Así es verdad -dijo el cura-, pero nosotros buscaremos por ahí pastoras
mañeruelas, que si no nos cuadraren, nos esquinen.
A lo que añadió Sansón Carrasco:
-Y cuando faltaren, darémosles los nombres de las estampadas e impresas, de
quien está lleno el mundo: Fílidas, Amarilis, Dianas, Fléridas,
Galateas y Belisardas; que pues las venden en las plazas, bien las podemos comprar
nosotros y tenerlas por nuestras. Si mi dama, o, por mejor decir, mi pastora, por
ventura se llamare Ana, la celebraré debajo del nombre de «Anarda»,
y si Francisca, la llamaré yo «Francenia», y si Lucía,
«Lucinda», que todo se sale allá; y Sancho Panza, si es que ha
de entrar en esta cofradía, podrá celebrar a su mujer Teresa Panza
con nombre de «Teresaina».
Rióse don Quijote de la aplicación del nombre, y el cura le alabó
infinito su honesta y honrada resolución y se ofreció de nuevo a hacerle
compañía todo el tiempo que le vacase de atender a sus forzosas obligaciones.
Con esto se despidieron dél, y le rogaron y aconsejaron tuviese cuenta con
su salud, con regalarse lo que fuese bueno.
Quiso la suerte que su sobrina y el ama oyeron la plática de los tres; y así
como se fueron, se entraron entrambas con don Quijote y la sobrina le dijo:
-¿Qué es esto, señor tío? Ahora que pensábamos
nosotras que vuestra merced volvía a reducirse en su casa y pasar en ella
una vida quieta y honrada, ¿se quiere meter en nuevos laberintos, haciéndose
«pastorcillo, tú que vienes, pastorcico, tú que vas»? Pues
en verdad que está ya duro el alcacel para zampoñas.
A lo que añadió el ama:
-¿Y podrá vuestra merced pasar en el campo las siestas del verano,
los serenos del invierno, el aullido de los lobos? No, por cierto, que este es ejercicio
y oficio de hombres robustos, curtidos y criados para tal ministerio casi desde las
fajas y mantillas. Aun, mal por mal, mejor es ser caballero andante que pastor. Mire,
señor, tome mi consejo, que no se le doy sobre estar harta de pan y vino,
sino en ayunas, y sobre cincuenta años que tengo de edad: estése en
su casa, atienda a su hacienda, confiese a menudo, favorezca a los pobres, y sobre
mi ánima si mal le fuere.
-Callad, hijas -les respondió don Quijote-, que yo sé bien lo que me
cumple. Llevadme al lecho, que me parece que no estoy muy bueno, y tened por cierto
que, ahora sea caballero andante o pastor por andar, no dejaré siempre de
acudir a lo que hubiéredes menester, como lo veréis por la obra.
Y las buenas hijas (que lo eran sin duda ama y sobrina) le llevaron a la cama, donde
le dieron de comer y regalaron lo posible. |