Jean Canavaggio |
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Reconstruir en sus etapas sucesivas
la vida de Miguel de Cervantes, más allá de las estampas consagradas
por la posteridad, no deja de plantear múltiples interrogantes. Ciertamente,
la exploración sistemática de los archivos, públicos y privados,
iniciada en el siglo XVIII y proseguida ininterrumpidamente hasta nuestros días,
ha permitido reunir poco a poco una documentación significativa. Sin embargo,
todavía quedan muchas oscuridades, que afectan no sólo a la infancia
del escritor, sino varios momentos decisivos de su existencia, como los años
que, entre 1597 y 1604, van desde su encarcelamiento en Sevilla hasta su instalación
en Valladolid, en vísperas de la publicación de la primera parte del
Quijote. Más aun, si tratamos de ir más allá de la mera
materialidad de los hechos, resulta que ignoramos todo o casi todo sobre las motivaciones
subyacentes a la mayoría de sus decisiones: la partida para Italia en 1569
a los veintidós años; el alistamiento, en 1571, en el ejército
de la Santa Liga; el regreso a España, en 1575, frustrado por su captura en
manos de piratas argelinos y, tres años después de haber contraído
matrimonio en Esquivias, las peregrinaciones por Andalucía, entre 1587 y 1597,
del recaudador de abastecimientos e impuestos; por último, tras volver a Madrid
en 1608, el retorno definitivo a las letras.
Ello explica -aunque no justifica
los abusos- la atención prestada a sus ficciones, para tratar de suplir las
lagunas de nuestra información, buscando, en un intento algo capcioso, si
no un autor cuyo perfil perdido se nos descubre desde un enfoque indirecto, al menos
todo aquello que sea susceptible de iluminarlo. Pero Cervantes rara vez se expresa
en nombre propio, ya que suele delegar sus poderes en narradores imaginarios, como
Cide Hamete Benengeli en el Quijote, o nos ofrece, en sus dedicatorias, sus
prólogos y su Viaje del Parnaso, los fragmentos dispersos de un retrato
de artista cuya verdad se sitúa más allá de cualquier verificación
inequívoca.
Infancia
Si bien sabemos, desde mediados
del siglo XVIII, cuál fue la patria de Cervantes -Alcalá de Henares-,
así como el día en que fue bautizado -el 9 de octubre de 1547-, la
fecha exacta de su nacimiento no se ha podido averiguar. Tan sólo se supone
que podría haber sido el 29 de septiembre, día de San Miguel. Más
llamativo resulta, a la hora de situar este acontecimiento en su debida circunstancia,
el hecho de que ocurriese en una fecha clave: ese año, en efecto, desaparecen
Francisco I en Francia y Enrique VIII en Inglaterra, mientras que el emperador Carlos
Quinto, vencedor en Mühlberg de los príncipes protestantes alemanes,
se encuentra en la cumbre de su poder, y en tanto que se inicia una profunda reforma
de la Iglesia Católica, al inaugurarse los trabajos del Concilio de Trento.
En el ámbito propiamente peninsular cabe señalar, en ese mismo año,
dos decisiones premonitorias de las actitudes características de la España
filipina: la promulgación del primer Índice inquisitorial prohibiendo
los libros sediciosos, y, votada por el cabildo de la catedral de Toledo, la adopción
de los primeros Estatutos de limpieza de sangre.
En este contexto de repliegue,
la ascendencia del escritor ha sido y sigue siendo tema muy controvertido. Aunque
se le tenga por cristiano viejo en el informe preparado a instancias suyas a su regreso
de Argel, nunca presentó la prueba tangible de su limpieza de sangre. Es cierto
que su abuelo paterno, el licenciado Juan de Cervantes, fue abogado y familiar de
la Inquisición, pero la mujer de éste, Leonor de Torreblanca, pertenecía
a una familia de médicos cordobeses y, como tal, bien pudo tener alguna «raza»
de confeso. En cuanto a Rodrigo, el padre de Miguel, se casa hacia 1542 con Leonor
de Cortinas, perteneciente a una familia de campesinos oriundos de Castilla la Vieja;
pero su modesto oficio de cirujano itinerante, así como sus constantes vagabundeos
por la península, durante los años de infancia de sus hijos, no han
dejado de suscitar sospechas, llevando a Américo Castro a considerarlo como
converso, mientras otros cervantistas se negaban a admitir semejante hipótesis.
Así y todo, no debe exagerarse
la trascendencia de esta controversia: caso de probarse algún día que
Cervantes descendiera de cristianos nuevos, este descubrimiento dejaría intacto
todo lo que media -y hay un abismo- entre su visión del mundo y la de un Mateo
Alemán, contemporáneo suyo, y del que se sabe a ciencia cierta que
lo era. El que el símbolo mismo del genio universal de España fuese
un hombre obligado a callar sus orígenes, quizás ilumine tal o cual
aspecto de su universo mental, pero nunca nos entregará la clave de su creación.
Nacido después de dos
hermanas mayores, Andrea y Luisa, Miguel es el tercero de los cinco hijos que tuvo
el cirujano -si se hace caso omiso de dos más, que murieron en la infancia-.
Un hermano menor, Rodrigo, que compartiría su cautiverio en Argel, así
como una hermana, Magdalena, vendrán luego a completar el cuadro. De los veinte
primeros años de su vida y, más especialmente, de su formación
académica, no se sabe nada seguro. Tampoco se puede asegurar que compartiera
las estancias sucesivas de su padre, primero en Córdoba y luego en Sevilla:
el testimonio de Berganza, en El coloquio de los perros, no basta para afirmar
que Miguel fuera alumno del colegio fundado allí por los PP. Jesuitas:
Este mercader, pues, tenía
dos hijos, el uno de doce y el otro de hasta catorce años, los cuales estudiaban
gramática en el estudio de la Compañía de Jesús; iban
con autoridad, con ayo y con pajes, que les llevaban los libros y aquel que llaman
vademécum. El verlos ir con tanto aparato, en sillas si hacía
sol, en coche si llovía, me hizo considerar y reparar en la mucha llaneza
con que su padre iba a la Lonja a negociar sus negocios, porque no llevaba otro criado
que un negro, y algunas veces se desmandaba a ir en un machuelo aun no bien aderezado.
En cambio, se encuentra instalado
con su familia en Madrid en 1566, en un momento en que Felipe II acaba de establecer
allí su Corte.
Tres años después,
Cervantes inicia su carrera de escritor con cuatro composiciones poéticas
incluidas por su maestro, el humanista Juan de López de Hoyos, rector del
Estudio de la Villa, en la Relación oficial que se publica con motivo
de la muerte de la reina Isabel de Valois. En ella el editor le llama «caro
y amado discípulo», sin que esta breve mención nos permita apreciar
el grado de estudios alcanzado por un muchacho que no llegó a matricularse
en ninguna Universidad, recibiendo, en el siglo XVIII, el calificativo, a todas luces
inexacto, de «ingenio lego».
Lepanto
El mismo año en que
esta relación sale de las prensas, Cervantes se va a Roma: partida repentina,
ocasionada tal vez, si hemos de dar fe a una provisión real encontrada en
el siglo XIX en el Archivo de Simancas, por un duelo en el que resultó herido
Antonio de Sigura, un maestro de obras que pasaría más tarde a ocupar
el cargo de intendente de las construcciones reales. A juzgar por el contenido del
documento, el culpable -un tal Miguel de Cervantes, estudiante- había huido
a Sevilla y era condenado en rebeldía a que le cortaran públicamente
la mano derecha y a ser desterrado del reino por diez años. Fuese o no autor
de dicha herida, Miguel, quizá recomendado por uno de sus parientes lejanos,
el cardenal Gaspar de Cervantes y Gaete, pasa unos meses en Roma, al servicio del
joven cardenal Acquaviva, como se infiere de sus posteriores confidencias a Ascanio
Colonna, en la dedicatoria a La Galatea.
Juntando a esto el efecto de
reverencia que hacían en mi ánimo las cosas que, como en profecía,
oí muchas veces decir de V. S. Ilustrísima al cardenal de Aquaviva,
siendo yo su camarero en Roma [...].
Pero pronto abraza la carrera
de las armas, en una fecha incierta, aunque parece situarse en el verano de 1571,
alistándose en la compañía de Diego de Urbina, en la que ya
militaba su hermano Rodrigo. Esta determinación, tomada en el momento en que
la Armada de la Santa Liga, a las órdenes de don Juan de Austria, va a hacer
frente a la amenaza turca, acrecentada por la conquista de Chipre, le lleva a embarcarse
en la galera Marquesa, llegando a combatir -«muy valientemente»,
al decir de sus compañeros- en la batalla de Lepanto. En esta circunstancia,
a pesar de padecer calentura, se niega a «meterse so cubierta», ya que
«más quería morir peleando por Dios e por su rey»; y, en
el puesto de combate que se le asigna -el lugar del esquife-, situado en la popa
del navío y particularmente peligroso, recibe dos disparos de arcabuz en el
pecho, en tanto que un tercero le hace perder el uso de la mano izquierda; de ahí
el sobrenombre que le daría la posteridad: «El manco de Lepanto».
Él mismo evocaría, orgulloso contra Avellaneda, el suceso en el prólogo
al Quijote de 1615:
Lo que no he podido dejar de
sentir es que me note de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber
detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido
en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos
pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen
en los ojos de quien las mira, son estimadas, a lo menos, en la estimación
de los que saben dónde se cobraron; que el soldado más bien parece
muerto en la batalla que libre en la fuga; y es esto en mí de manera, que
si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado
en aquella facción prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado
en ella.
Una vez recuperado de sus heridas
en Mesina, Cervantes toma parte en las acciones militares llevadas con desigual fortuna,
en 1572 y 1573, por don Juan de Austria en Navarino, Corfú y Túnez.
Profundamente marcado por sus años de Italia, donde transcurre parte de la
acción de varias de sus novelas (Curioso impertinente, Licenciado
Vidriera, Persiles y Sigismunda, etc.), parece haber conservado especial
recuerdo de los meses pasados en Nápoles: allí se le supone introducido
en varios círculos literarios, llegando tal vez a conocer al pensador antiescólastico
Bernardino Telesio, metamorfoseado, en La Galatea, en la noble y ambigua figura
del sacerdote Telesio:
Y, estando en esto, oyeron el
claro son de una bocina que a su diestra mano sonaba, y, volviendo los ojos a aquella
parte, vieron encima de un recuesto algo levantado dos ancianos pastores, que en
medio tenían un antiguo sacerdote, que luego conoscieron ser el anciano Telesio;
[...] solía él convocar todos los pastores de aquella ribera cuando
quería hacerles algún provechoso razonamiento, o decirles la muerte
de algún conoscido pastor de aquellos contornos, o para traerles a la memoria
el día de alguna solemne fiesta o el de algunas tristes obsequias.
Finalmente, decide regresar a
España para conseguir el premio de sus servicios, con cartas de recomendación
de don Juan y del duque de Sessa. El 26 de septiembre de 1575, la galera El Sol,
en la que había embarcado tres semanas antes, cae en manos del corsario Arnaut
Mamí, no en las inmediaciones de las Tres Marías, como se pensó
hasta hace poco, sino, como ha demostrado Juan Bautista Avalle Arce, a la altura
de las costas catalanas, no lejos de Cadaqués.
Cautiverio
Llevado a Argel como esclavo,
Cervantes padece un cautiverio de cinco años que dejará profunda huella
en su obra, y muy especialmente en sus comedias de ambiente argelino -Los tratos
de Argel y Los baños de Argel- así como en el cuento del
Cautivo, interpolado en la Primera parte del Quijote. Este cautiverio
corresponde a un período que conocemos en sus grandes líneas: gracias
a las declaraciones reunidas en las dos informaciones que, en 1578 y 1580, se hicieron
a petición de Cervantes, las cuales recogen deposiciones de amigos y compañeros
de milicia y esclavitud; gracias también a las pruebas que se conservan de
las gestiones emprendidas por la familia de Miguel para obtener su rescate y el de
su hermano; gracias, por último, a los datos que nos facilita la Topographía
e historia general de Argel, publicada en 1612 a nombre de fray Diego de Haedo,
pero que, en años más recientes, ha sido parcialmente atribuida por
algunos al Dr. Antonio de Sosa, compañero del futuro autor del Quijote,
y por otros al propio Cervantes: una obra de sumo interés, en la que se nos
dice que del cautiverio y hazañas del manco de Lepanto «pudiera hacerse
particular historia».
Entre estas hazañas cabe
destacar sus cuatro intentos frustrados de evasión, dos por tierra, y dos
por mar, en las cuales siempre quiso asumir la responsabilidad exclusiva de las acciones.
La última vez, en noviembre de 1579, es denunciado por un dominico oriundo
de Extremadura, el doctor Juan Blanco de Paz, y comparece ante Hazán bajá,
rey de Argel, que tenía fama de vengativo y cruel. Sin embargo, no se le castiga
con muerte. La razón que se nos da -«porque hubo buenos terceros»-
tal vez remita a una posible colaboración en los contactos de paz que los
turcos intentaron establecer entonces con Felipe II, por medio de un renegado esclavón,
llamado Agi Morato, incorporado más tarde por el escritor a sus ficciones.
Finalmente, en tanto que su familia
realiza grandes esfuerzos por conseguir su libertad, es rescatado el 19 de septiembre
de 1580, al precio de 500 ducados, por los PP. Trinitarios.
Retorno a las letras
A pesar de presentar información
de sus servicios, Cervantes no consigue la recompensa esperada: tal vez por no poder
prevalerse de los apoyos indispensables en un momento en que se agudizaban en la
Corte las luchas de facciones, mientras Felipe II se había ido a ceñir
la corona de Portugal, recién incorporado a sus dominios. A raíz de
un viaje a Tomar, donde el rey había convocado las Cortes portuguesas, tan
sólo se le encarga, en mayo-junio de 1581, una breve misión a Orán,
donde se entrevista con el alcaide de Mostagán y cuya finalidad exacta se
ignora.
Al volver a Madrid, inicia una
vida marcada por varios episodios íntimos: unos presuntos amores con una tal
Ana de Villafranca, también llamada Ana Franca de Rojas, esposa de un tabernero,
que le dará una hija natural, Isabel, nacida en otoño de 1584; y, en
diciembre del mismo año, su unión por legítimo matrimonio con
Catalina de Salazar, hija de un hidalgo recién fallecido de Esquivias, tierra
de viñedos y olivares. Este casamiento le lleva a afincarse en el pueblo de
su mujer, sin perder por ello contacto con los medios literarios de la Corte.
Durante estos años, en
efecto, se sientan las bases de una auténtica industria del espectáculo,
promovida por las cofradías de beneficencia que, gracias al producto de las
representaciones, sagradas y profanas, que comanditan, subvienen en cada ciudad al
mantenimiento de hospicios y hospitales. Este impulso, en el que colaboran las compañías
itinerantes de actores, favorece la construcción en cada ciudad importante
de salas permanentes, los llamados «corrales de comedias». En ellos es
donde los artífices de una tragedia al estilo español -Argensola, Rey
de Artieda, Virués, Juan de la Cueva- tratan de elevarse por encima de las
contingencias de un teatro de puro consumo, para dar a la escena, amparándose
en el ejemplo del «español Séneca», la dignidad que según
ellos le falta.
Cervantes participa en este esfuerzo
que no dio los resultados esperados, con varias piezas, de entre las cuales dos nos
han llegado en copias manuscritas: El trato de Argel, inspirado en los recuerdos
del cautiverio argelino, y la Numancia. Pero mal se puede apreciar, por falta
de testimonios, la acogida que recibieron del público, a pesar de haber sido
representadas, si hemos de creer al autor, «sin que se les ofreciese ofrenda
de pepinos ni de otra cosa arrojadiza». Por otra parte, se ignora el paradero
de las veinte o treinta comedias que Cervantes declara haber compuesto por aquellos
años, limitándose a darnos el título de diez de estas obras.
Pero, sea de ello lo que fuere, el hecho es que él mismo evocaría,
no sin nostalgia y decepción, aquellos tiempos en el prólogo a Ocho
comedias y ocho entremeses, ya en 1615:
Y esto es verdad que no se me
puede contradecir, y aquí entra el salir yo de los límites de mi llaneza:
que se vieron en los teatros de Madrid representar Los tratos de Argel, que
yo compuse; La destruición de Numancia y La batalla naval, donde
me atreví a reducir las comedias a tres jornadas, de cinco que tenían;
mostré, o, por mejor decir, fui el primero que representase las imaginaciones
y los pensamientos escondidos del alma, sacando figuras morales al teatro, con general
y gustoso aplauso de los oyentes; compuse en este tiempo hasta veinte comedias o
treinta, que todas ellas se recitaron sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos
ni de otra cosa arrojadiza; corrieron su carrera sin silbos, gritas ni barahúndas.
Tuve otras cosas en que ocuparme; dejé la pluma y las comedias, y entró
luego el monstruo de naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzóse con la monarquía
cómica; avasalló y puso debajo de su juridición a todos los
farsantes; llenó el mundo de comedias proprias, felices y bien razonadas,
y tantas, que pasan de diez mil pliegos los que tiene escritos, y todas (que es una
de las mayores cosas que puede decirse) las ha visto representar, o oído decir,
por lo menos, que se han representado; y si algunos, que hay muchos, han querido
entrar a la parte y gloria de sus trabajos, todos juntos no llegan en lo que han
escrito a la mitad de lo que él sólo.
[...]
Algunos años ha que volví
yo a mi antigua ociosidad, y, pensando que aún duraban los siglos donde corrían
mis alabanzas, volví a componer algunas comedias, pero no hallé pájaros
en los nidos de antaño; quiero decir que no hallé autor que me las
pidiese, puesto que sabían que las tenía; y así, las arrinconé
en un cofre y las consagré y condené al perpetuo silencio. En esta
sazón me dijo un librero que él me las comprara si un autor de título
no le hubiera dicho que de mi prosa se podía esperar mucho, pero que del verso,
nada; y, si va a decir la verdad, cierto que me dio pesadumbre el oírlo, y
dije entre mí: «O yo me he mudado en otro, o los tiempos se han mejorado
mucho; sucediendo siempre al revés, pues siempre se alaban los pasados tiempos».
Torné a pasar los ojos por mis comedias, y por algunos entremeses míos
que con ellas estaban arrinconados, y vi no ser tan malas ni tan malos que no mereciesen
salir de las tinieblas del ingenio de aquel autor a la luz de otros autores menos
escrupulosos y más entendidos. Aburríme y vendíselas al tal
librero, que las ha puesto en la estampa como aquí te las ofrece.
De modo simultáneo, redacta
la Primera parte de la Galatea, dividida en seis libros y que, en marzo de
1585, sale de las prensas al cuidado del librero Blas de Robles: un hito significativo
en la trayectoria de la narrativa pastoril, inaugurada a mediados del siglo XVI por
La Diana de Montemayor. Cervantes, años más tarde, recordará
con ironía los tópicos del género en El Coloquio de los perros
-ambiente bucólico, eterna primavera, quejas del amante que se enfrenta con
la indiferencia de la amada-:
BERGANZA.- Digo que todos
los pensamientos que he dicho, y muchos más, me causaron ver los diferentes
tratos y ejercicios que mis pastores, y todos los demás de aquella marina,
tenían de aquellos que había oído leer que tenían los
pastores de los libros; porque si los míos cantaban, no eran canciones acordadas
y bien compuestas, sino un «Cata el lobo dó va, Juanica» y otras
cosas semejantes; y esto no al son de chirumbelas, rabeles o gaitas, sino al que
hacía el dar un cayado con otro o al de algunas tejuelas puestas entre los
dedos; y no con voces delicadas, sonoras y admirables, sino con voces roncas, que,
solas o juntas, parecía, no que cantaban, sino que gritaban o gruñían.
Lo más del día se les pasaba espulgándose o remendando sus abarcas;
ni entre ellos se nombraban Amarilis, Fílidas, Galateas y Dianas, ni había
Lisardos, Lausos, Jacintos ni Riselos; todos eran Antones, Domingos, Pablos o Llorentes;
por donde vine a entender lo que pienso que deben de creer todos: que todos aquellos
libros son cosas soñadas y bien escritas para entretenimiento de los ociosos,
y no verdad alguna; que, a serlo, entre mis pastores hubiera alguna reliquia de aquella
felicísima vida, y de aquellos amenos prados, espaciosas selvas, sagrados
montes, hermosos jardines, arroyos claros y cristalinas fuentes, y de aquellos tan
honestos cuanto bien declarados requiebros, y de aquel desmayarse aquí el
pastor, allí la pastora, acullá resonar la zampoña del uno,
acá el caramillo del otro.
No obstante, La Galatea
es más que una obra de mero principiante: expresa en una mezcla de prosa y
versos intercalados, a través de la búsqueda de una imposible armonía
de almas y cuerpos, el sueño de la «Edad de Oro».
Comisiones andaluzas
A principios de junio de
1587, se encuentra Cervantes en Sevilla, tras haberse despedido de su mujer en circunstancias
mal conocidas. Tal vez frustrado en sus aspiraciones literarias, y poco dispuesto
a dedicar el resto de su vida al cuidado de los olivos y viñedos de su suegra,
tal vez atraído por ocupaciones más acordes con su deseo de independencia,
aprovecha los preparativos de la expedición naval contra Inglaterra, decretada
por Felipe II, para conseguir un empleo de comisario, encargado del suministro de
trigo y aceite a la flota, bajo las órdenes del comisario general Antonio
de Guevara.
Proveído con este cargo,
recorre los caminos de Andalucía para proceder a las requisas que le corresponde
cumplir, muy mal recibidas por campesinos ricos y canónigos prebendados, aun
más reticentes después del desastre, en el verano de 1588, de la Armada
Invencible. Deseoso de conseguir un oficio en el Nuevo Mundo, presenta el 21 de mayo
de 1590, acompañada con su hoja de servicios, una demanda al Presidente del
Consejo de Indias, destinada al Rey. En ella menciona, entre «los tres o cuatro
que al presente están vaccos», «la contaduría del nuevo
reyno de Granada», la «gobernación de la provincia de Soconusco
en Guatimala», el de «contador de la galeras de Cartagena» y el
de «corregidor de la ciudad de la Paz», concluyendo que «con qualquiera
de estos officios que V. M. le haga merced, la resçiuirá, porque es
hombre auil y suffiçiente y benemérito para que V. M. le haga merced».
El 6 de junio, el doctor Núñez Morquecho, relator del Consejo, inserta
al margen del documento una negativa expresada en los siguientes términos:
«Busque por acá en que se le haga merced».
Mientras tanto, a los procedimientos
dilatorios que le oponen sus proveedores, especialmente en Écija y Teba, a
la excomunión fulminada contra él, a petición de algún
canónigo reacio, por el vicario general de Sevilla, al encarcelamiento que
le impone, en 1592, el corregidor de Castro del Río, por venta ilegal de trigo,
se suman las acusaciones de sus adversarios y los abusos de sus ayudantes, hasta
abril de 1594, momento en que se pone fin al complejo sistema de comisiones iniciado
siete años antes.
Por cierto, como contrapartida
de esta penosa experiencia, la fascinación que ejerce Sevilla sobre Cervantes
contribuye a explicar sus prolongadas estancias a orillas del Guadalquivir, lejos
de Esquivias y de su esposa: acumula de esta forma un rico caudal de experiencias,
aprovechado por él en la elaboración de sus obras de ambiente sevillano,
como la comedia de El Rufián dichoso o, entre las Novelas ejemplares,
El Celoso extremeño, Rinconete y Cortadillo y El coloquio
de los perros. Ahora bien, a falta de datos concretos, difícil se nos
hace apreciar el proceso que lo llevó de la experiencia viva a la creación
literaria. Por lo que se refiere a su actividad de escritor, los pocos indicios de
que disponemos -si se hace caso omiso de la historia del Cautivo, probablemente
redactada hacia 1590 e incluida ulteriormente en la Primera parte del Quijote-
son alguna que otra poesía de circunstancia y el contrato (a todas luces no
cumplido), firmado en 1592 con Rodrigo Osorio, autor de comedias, por el que se comprometía
a componer seis comedias «en los tiempos que pudiere».
Encarcelamiento
En agosto de 1594 se ofrece
a Miguel de Cervantes Saavedra que ostenta desde hace cuatro años un segundo
apellido, tomado sin duda de uno de sus parientes lejanos una nueva comisión
que lo lleva a recorrer el reino de Granada, con el fin de recaudar dos millones
y medio de maravedís de atrasos de cuentas. Al cabo de sucesivas etapas en
Guadix, Baza, Motril, Ronda y Vélez-Málaga, marcadas por enojosas complicaciones,
finaliza su gira y regresa a Sevilla. Es entonces cuando la bancarrota del negociante
Simón Freire, en cuya casa había depositado las cantidades recaudadas,
incita a su fiador, el sospechoso Francisco Suárez Gasco, a pedir su comparecencia.
Pero el juez Vallejo, encargado de notificar esta orden al comisario, lo envía
a la cárcel real de Sevilla, cometiendo, por torpeza o por malicia, un auténtico
abuso de poder.
Esta cárcel que, durante
varios meses, le dio ocasión de un trato prolongado con el mundo variopinto
del hampa, verdadera sociedad paralela con su jerarquía, sus reglas y su jerga,
parece ser, con mayor probabilidad que la de Castro del Río, la misma donde
se engendró el Quijote, si hemos de creer lo que nos dice su autor
en el prólogo a la Primera parte: una cárcel «donde toda incomodidad
tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación», y en
la cual bien pudo ver surgir, al menos, la idea primera del libro que ocho años
más tarde le valdría una tardía consagración.
No conocemos la fecha exacta
en que Cervantes recobró la libertad. Pero conservamos la respuesta del rey
a su demanda, por la que se conminaba a Vallejo soltar al prisionero a fin de que
se presentara en Madrid en un plazo de treinta días. No se sabe si éste
cumplió el mandamiento, pero al parecer, se despide definitivamente de Sevilla
en el verano de 1600, en el momento en que baja a Andalucía la terrible peste
negra que, un año antes, había diezmado Castilla.
Entretanto, el 13 de septiembre
de 1598, había muerto el Rey Prudente, acontecimiento que va a inspirar a
nuestro escritor el famoso soneto al túmulo del rey Felipe II en Sevilla:
«¡Voto a Dios que
me espanta esta grandeza
y que diera un doblón
por describilla!;
porque, ¿a quién
no suspende y maravilla
esta máquina insigne,
esta braveza?
¡Por Jesucristo vivo, cada
pieza
vale más que un millón,
y que es mancilla
que esto no dure un siglo, ¡oh
gran Sevilla,
Roma triunfante en ánimo
y riqueza!
¡Apostaré que la
ánima del muerto,
por gozar este sitio, hoy ha
dejado
el cielo, de que goza eternamente!».
Esto oyó un valentón
y dijo: «¡Es cierto
lo que dice voacé, seor
soldado,
y quien dijere lo contrario miente!».
Y luego encontinente
caló el chapeo, requirió
la espada,
miró al soslayo, fuese,
y no hubo nada.
Un soneto que consideraba como
el mejor de sus escritos y que los muchachos españoles, en tiempos no muy
remotos, aprendían de memoria en el colegio. Otro poema en quintillas que
se le atribuye puntualiza con notable ironía el desastre financiero que ensombreció
los últimos años del reinado: «Quedar las arcas vacías
/ donde se encerraba el oro / que dicen que recogías, / nos muestra que tu
tesoro / en el cielo lo escondías».
El ingenioso hidalgo
Como queda dicho, se ignora
casi todo de la vida de Cervantes durante aquellos años decisivos en que se
desarrolla el proceso de redacción de la Primera parte del Quijote.
En agosto de 1600 está atestiguada su presencia en Toledo. En enero de 1602
asiste en Esquivias al bautismo de una hija de un matrimonio amigo, pocos meses antes
de publicarse el último retoño de los libros de caballerías
que tanta acogida tuvieron en la centuria anterior: el Policisne de Boecia,
cuya huella se observa en una de las historias interpoladas.
En el verano de 1604, con toda
probabilidad, se traslada con su mujer a Valladolid, elegida por Felipe III como
nueva sede del reino, donde se reúne con sus hermanas y su hija Isabel, residentes
hasta entonces en Madrid. Allí es donde encuentra a un editor en la persona
de Francisco de Robles, el propio hijo de Blas de Robles, que, en otro tiempo, había
publicado La Galatea. Mientras consigue, el 26 de septiembre, el privilegio
real que necesitaba, se difunde la noticia de la próxima publicación
de su nuevo libro, recogida por Lope de Vega en una carta de su puño y letra,
y por López de Úbeda, el autor de La pícara Justina.
En los últimos días de diciembre de 1604, sale el Quijote de
las prensas madrileñas de Juan de la Cuesta, y muy pronto se observan los
primeros indicios de su éxito: en marzo del año siguiente, en el momento
en que Cervantes obtiene un nuevo privilegio, que extiende a Portugal y Aragón
el que se le había concedido para Castilla, se publican en Lisboa dos ediciones
piratas y entra en el telar la segunda edición madrileña, que sale
a luz antes del verano. Mientras tanto, los primeros cargamentos de la princeps
son registrados en Sevilla y enviados a las Indias. Por las mismas fechas, don Quijote
y Sancho aparecen por todas partes en los cortejos, bailes y mascaradas cuyo pretexto
proporciona la actualidad, desfilando en junio en Valladolid, durante las fiestas
dadas en honor del embajador inglés, Lord Howard, con motivo de la ratificación
de las paces firmadas el año anterior con el rey Jacobo I.
Pocos días después,
a finales de junio, ocurre un extraño suceso en el que aparece mezclado nuestro
autor: la muerte violenta de un caballero de Santiago, Gaspar de Ezpeleta. Herido
a consecuencia de un duelo nocturno, ocurrido en el arrabal donde vivía el
escritor con su familia, es recogido por éste en su casa y fallece dos días
después sin haber confesado el nombre de su agresor. La investigación
emprendida por el alcalde de Corte Villarroel, las deposiciones recogidas en el proceso,
conservado en el archivo de la Real Academia Española, el encarcelamiento,
durante un par de días, del autor del Quijote, a raíz de las
insinuaciones de una vecina en contra de la conducta de sus hermanas y de su hija,
arrojan una curiosa luz sobre la condición y vida del escritor y de sus familiares.
De la deposición de Andrea
de Cervantes se infiere que, en esos años, su hermano era «un hombre
que escribe e trata negocios, e que por su buena habilidad tiene amigos». Entre
estos amigos figuraban un asentista genovés, Agustín Raggio, vinculado
a toda una red de negociantes italianos establecidos en Génova, Amberes y
Madrid, y un financiero portugués, Simón Méndez, tesorero general
y recaudador mayor de los diezmos de la mar de Castilla y Galicia; también
un gentilhombre de cámara de los reyes Felipe II y Felipe III, Fernando de
Toledo, señor de Higares, implicado en proyectos arbitristas que le llevarían
a gastar de manera dispendiosa sus caudales. No deja de llamar nuestra atención
la «otra cara», si se la puede llamar así, del autor del Quijote
y, más concretamente, el hecho de que un ex-recaudador de impuestos mantuviera
relaciones con estos representantes del mundo de los negocios, algunos de los cuales,
debido a sus deudas, tenían dificultades con la justicia, en una coyuntura
marcada por el naufragio de los mercaderes castellanos y el enriquecimiento espectacular
de varios genoveses.
En la Villa y Corte
Tras el regreso de la Corte
a Madrid, Cervantes se establece con su familia en el barrio de Atocha, detrás
del hospital de Antón Martín, donde se le sabe alojado en febrero de
1608. Un año más tarde, se muda a la calle de la Magdalena, cerca del
palacio del duque de Pastrana, y luego, en 1610, a la calle de León, en lo
que se llamaba entonces el «barrio de las Musas», donde también
vivieron, entre otros escritores, Lope de Vega, Francisco de Quevedo y Vélez
de Guevara. En los primeros meses de 1612, se traslada a una casa próxima,
detrás del cementerio de San Sebastián, en la calle de las Huertas,
«frontera de las casas donde solía vivir el príncipe de Marruecos».
Por fin, en el otoño de 1615, abandona esta morada por otra, situada en la
esquina de la calle de Francos y de la calle de León.
Durante aquellos ocho años
que le quedan de vida, no se aventura mucho fuera de la capital, salvo para breves
estancias en Alcalá y Esquivias. La única circunstancia en la que su
destino estuvo a punto de tomar otro rumbo fue, en la primavera de 1610, el nombramiento
del conde de Lemos, protector suyo, como virrey de Nápoles. Cervantes, lo
mismo que Góngora, abrigó el sueño de formar parte de su corte
literaria; y de los indicios sacados por Martín de Riquer de un minucioso
examen de los capítulos que, en la Segunda parte del Quijote, refieren
la estancia del caballero manchego en Barcelona, se infiere que bien pudo el escritor
emprender el viaje a la ciudad condal, en vísperas de la partida de Lemos,
para defender sus pretensiones. Pero no consiguió del secretario del virrey,
el poeta Lupercio Leonardo de Argensola, ni tampoco de su hermano Bartolomé,
la confirmación de sus promesas. Como dirá en el Viaje del Parnaso,
con cierta ironía melancólica:
«Que no me han de escuchar
estoy temiendo»,
le repliqué; «y
así, el ir yo no importa,
puesto que en todo obedecer pretendo.
Que no sé quién
me dice y quién me exhorta
que tienen para mí, a
lo que imagino,
la voluntad, como la vista, corta.
Que si esto así no fuera,
este camino
con tan pobre recámara
no hiciera,
ni diera en un tan hondo desatino.
Pues si alguna promesa se cumpliera
de aquellas muchas que al partir
me hicieron,
lléveme Dios si entrara
en tu galera.
Mucho esperé, si mucho
prometieron,
mas podía ser que ocupaciones
nuevas
les obligue a olvidar lo que
dijeron.
(III, vv. 175-89)
Varios acontecimientos de índole
familiar marcan la vida del escritor durante esos años: en primer lugar, sus
desavenencias con su hija Isabel y sus dos yernos sucesivos, Diego Sanz y Luis de
Molina, por asuntos de dinero y por la posesión de una casa situada en la
calle de la Montera, cuyo legítimo dueño era un tal Juan de Urbina,
secretario del duque de Saboya, quien, al parecer, mantuvo con Isabel un trato no
exento de sospechas; luego, una sucesión de muertes: la de su hermana mayor,
Andrea, ocurrida súbitamente en octubre de 1609, la de su nieta Isabel Sanz,
seis meses más tarde, y la de Magdalena, su hermana menor, en enero de 1610.
Tal vez deban relacionarse estos
sucesos con un acercamiento cada vez mayor del escritor a la vida de devoción:
en abril de 1609, se afilia a la Congregación de los Esclavos del Santísimo
Sacramento, sin que sepamos si llegó a acatar las estrictas reglas que ésta
imponía a sus miembros, como ayuno y abstinencia los días prescritos,
asistencia cotidiana a los oficios, ejercicios espirituales y visita de hospitales;
en julio de 1613, se le admite como novicio de la Orden Tercera de San Francisco,
a semejanza de su mujer y de sus hermanas; el 2 de abril de 1616, poco antes de morir,
pronuncia sus votos definitivos.
A primera vista, esta gravitación
no concuerda con las pullas irónicas y las alusiones impertinentes a las cosas
de la Iglesia que recorren los textos cervantinos; parece contradecir su crítica
de ciertas prácticas supersticiosas -observancia formal de los ritos, devoción
interesada en las almas del Purgatorio- habituales entre sus contemporáneos.
En realidad, en este desacuerdo con el tono medio de su época se trasluce
a veces el influjo de determinadas corrientes de pensamiento: pudo proceder ocasionalmente
de la lectura de Erasmo, así como de ciertos aspectos de la espiritualidad
franciscana, muy adicta a la devoción interior; pero el humanismo de Cervantes,
formado muy lejos del polvo de las bibliotecas, se fraguó en gran parte en
la escuela de la vida y de la adversidad. Por otra parte, en cuanto salimos del terreno
de su ideario, es empresa azarosa la de captar la espiritualidad del autor del Quijote,
sabiendo que ésta hubo de trascender, por definición, las operaciones
del entendimiento: a fin de cuentas, se nos escapa irremediablemente, lo mismo que
el «yo» secreto del creyente que fue Cervantes. Por eso, el fervor que
pregona al final de su vida no ha de interpretarse como una mera precaución
frente a los guardianes de la ortodoxia o una concesión dispensada a sus hermanas.
Por cierto, la Congregación del Santísimo Sacramento, fundada bajo
el doble patrocinio del duque de Lerma y de su tío, el cardenal de Sandoval,
era también una academia literaria a la que asistieron Vicente Espinel, Quevedo,
Salas Barbadillo y Vélez de Guevara, y en la que se cortejaba a las Musas
con la bendición de Nuestro Señor. Pero las formas que reviste su compromiso
se nos aparecen ante todo como el fruto de una decisión meditada, la de un
hombre que trató de unir la fe y las obras en el crepúsculo de su vida.
El taller cervantino
Ahora bien, lo que más
llama nuestra atención, durante estos años, es el retorno definitivo
del escritor a las letras, en un momento en que su fama empieza a extenderse más
allá de los Pirineos. Participa en las justas literarias que se celebran en
la Academia Selvaje, fundada por don Francisco de Silva y Mendoza, cuyas sesiones
tenían lugar en su palacio de la calle de Atocha y donde, un día de
marzo de 1612, Lope de Vega le pedirá, para leer sus propios versos, unos
antojos «que parecían -según nos dice el Fénix- huevos
estrellados».
Mientras, salen a luz nuevas
ediciones del Quijote -en Bruselas en 1607, en Madrid en 1608-, Thomas Shelton
pone en el telar The Delightful History of the Valorous and Witty Knigh-Errant
Don Quixote of the Mancha, en una sabrosa versión inglesa que aparecerá
en 1612. Por su parte, en 1611, César Oudin comienza a verter el Quijote
a lengua francesa: necesitará cuatro años para rematar su tarea.
Entretanto, Cervantes acaba de
componer las doce obras que van a formar la colección de las Novelas ejemplares:
algunas, con toda probabilidad, fueron escritas en el período de sus comisiones
andaluzas, como Rinconete y Cortadillo y El celoso extremeño,
ya que se incorporaron, en una primera versión, a una miscelánea compuesta
por un racionero de la catedral de Sevilla, Francisco de Porras, para entretener
los ocios de su amo, el cardenal Niño de Guevara; otras parecen contemporáneas
de su estancia en Valladolid; otras, como La Gitanilla o El coloquio de
los Perros, resultan a todas luces más tardías, a juzgar por las
alusiones que encierran al retorno de la Corte a Madrid o a la hostilidad creciente
de la opinión contra los moriscos, cuya expulsión fue decretada en
1609, pero sin que la cronología de estas obras pueda establecerse de modo
certero. Conseguida la aprobación oficial en julio de 1612, el volumen sale
de las prensas de Juan de la Cuesta en julio del año siguiente, con una dedicatoria
a aquel conde de Lemos al que Cervantes había esperado acompañar a
Italia. Mención especial merece el prólogo, obra de un escritor cuyo
rostro, en su vida, no inspiró a ningún pintor, pero que se complace
en bosquejar un admirable autorretrato:
Éste que veis aquí,
de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada,
de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata,
que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña,
los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis [...]; el cuerpo entre
dos extremos, ni grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena;
algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro
del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha [...]. Llámase
comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y
cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades.
Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo;
herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa por haberla cobrado
en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos ni
esperan ver los venideros [...].
Tan significativo como este trozo
de antología -el único retrato digno de fe que se conserve del escritor-
viene a ser el modo como Cervantes reivindica en este prólogo su primacía:
«Y más que me doy a entender, y es así -declara- que yo soy el
primero que he novelado en lengua castellana, que las muchas novelas que en ella
andan impresas, todas son traducidas de lenguas extranjeras, y éstas son mías
propias, no imitadas ni hurtadas, y van creciendo en brazos de la estampa».
Efectivamente, lo que se había
escrito antes del siglo XVII en España, eran cuentos y apólogos en
la estricta observancia de las formas canónicas que la Edad Media había
legado al Renacimiento, y según un patrón mantenido por las llamadas
patrañas de Joan Timoneda. Fuera de la singular excepción de
la Historia del Abencerraje y de las cuatro narraciones interpoladas por Mateo
Alemán en su Guzmán de Alfarache, las obras características
del género habían sido importadas de Italia: los cuentos del Boccaccio,
previamente expurgados por la Inquisición romana, y las fábulas de
sus émulos, como las Historias trágicas y ejemplares de Matteo
Bandello o los Hecatommithi de Giraldi Cintio que, en versión castellana,
habían adquirido carta de ciudadanía en España.
Nada más salir de la imprenta,
las novelas cervantinas van a conocer un éxito fulgurante: mientras se publican
en España cuatro ediciones en diez meses, a las que seguirán veintitrés
más al hilo del siglo, los lectores franceses le rinden un auténtico
culto: traducidas en 1615 por Rosset y d'Audiguier, reeditadas en ocho ocasiones
durante el siglo XVII, las Novelas ejemplares, abiertamente preferidas al
Quijote, serán el libro de cabecera de todos los que presumen de practicar
el español.
Contemporáneo de las Novelas
es el Viaje del Parnaso, compuesto «a imitación del de César
Caporal Perusino», cuyo prólogo data de 1613, y que no será publicado
hasta noviembre de 1614. La odisea imaginaria que nos cuenta Cervantes, inspirada
efectivamente en el Viaggio in Parnaso de Cesare Caporali, un escritor menor
oriundo de Perugia, lo lleva desde Madrid hasta Grecia, tras haber embarcado en Cartagena
y costeado Italia. Allí presta ayuda a Apolo para desbaratar un ejército
de veinte mil poetastros, antes de volver a Nápoles y encontrarse finalmente
en Madrid, donde descubre que todo fue un sueño. Epopeya burlesca de más
de tres mil endecasílabos, complementada por una Adjunta en prosa donde
Cervantes nos refiere un supuesto encuentro, ante su casa de la calle de las Huertas,
con un tal Pancracio de Roncesvalles, el Viaje del Parnaso contiene desde
luego partes muertas, y el desfile de poetas enumerados en él va acompañado
de alusiones difíciles de descifrar. En cambio, resalta lo que nos dice el
autor de sus propios escritos, así como lo que nos deja entrever de sus ideas
y preferencias literarias, al hilo de una peregrinación a las fuentes cargada
con el recuerdo de sus aventuras pasadas. En este espacio remodelado por la memoria
emerge poco a poco un hombre que, más allá de la comprobación
lúcida de sus desilusiones, construye e impone su propio yo a través
de sus contradicciones mismas, en la confluencia de lo vivido y de lo imaginario.
Cervantes prosigue esta labor
creadora en un momento en que la pasión por el teatro, vivida por él
desde la adolescencia, se ha apoderado de España entera. Tras la reapertura
de los corrales, cerrados durante varios meses tras la muerte de Felipe II, el retorno
de la Corte a Madrid había creado las condiciones para el nuevo impulso que
poetas y comediantes, artífices de una auténtica producción
masiva, iban a dar a la farándula. Respaldado por una cohorte de discípulos,
Lope de Vega, con su fecundidad y su invención, se ha convertido en el ídolo
del vulgo y de los discretos. Atento a guiar la demanda del público, en vez
de limitarse a responder a ella día a día, el Fénix vigila ahora
la publicación de sus comedias, reunidas en Partes, mientras acaba
de ofrecer a la Academia de Madrid las primicias de su Arte nuevo de hacer comedias,
compuesto entre 1605 y 1608, donde declara «hablar en necio» para enunciar
y defender sus innovaciones, subrayando la eficacia de su fórmula. En 1605,
Miguel, por boca del Canónigo y del Cura del Quijote, le había
reprochado, aunque sin nombrarlo, sus complacencias y su facilidad, dedicando unas
frases agridulces a «un felicísimo ingenio de estos reinos, cuyas comedias,
por querer acomodarse al gusto de los representantes, no han llegado todas, como
han llegado algunas, al punto de la perfección que requieren». Ahora,
a juzgar por lo que se nos dice al principio de la segunda jornada del Rufián
dichoso, parece admitir que «los tiempos mudan las cosas y perfeccionan
las artes». Pero no cabe exagerar el alcance del cambio operado, puesto que
«añadir a lo inventado no es dificultad notable». Y, a la hora
de reconocer, al final de su vida, la manera como Lope supo avasallar y poner «debajo
de su jurisdicción a todos los farsantes», la monarquía ejercida
por el Fénix se le aparece como la de un hábil negociante y el éxito
de su repertorio no tiene, según él, más explicación
que su perfecta adecuación con el gusto reinante.
Las reticencias de Cervantes
ante la comedia lopesca nos permiten entender el rechazo que, desde de su regreso
a Madrid, recibió de los profesionales del gremio -los todopoderosos «autores
de comedias»- que se negaron a incorporar a su repertorio las obras que había
compuesto al volver a su «antigua ociosidad». Según vimos más
arriba, queda patente su desilusión, tal como la confiesa con acento conmovedor
en lo que será el prólogo a sus Ocho comedias: «pensando
que aún duraban los siglos donde corrían mis alabanzas, volví
a componer algunas comedias; pero no hallé pájaros en los nidos de
antaño; quiero decir que no hallé autor que me las pidiese, puesto
que sabían que las tenía, y así las arrinconé en un cofre
y las consagré y condené al perpetuo silencio». Así se
nos explica su decisión de prescindir de los comediantes. El 22 de julio de
1614, en la Adjunta al Parnaso, había revelado su nuevo designio: en
vez de hacer representar sus piezas, darlas a la imprenta, ofreciéndolas a
un público de lectores adictos, «para que se vea de espacio lo que pasa
apriesa, y se disimula, o no se entiende, cuando las representan». En septiembre
de 1615, se cumple esta insólita determinación que, en contra de los
usos establecidos, invertí a los procedimientos habituales de difusión:
el librero Juan de Villarroel pone en venta un volumen titulado, de modo significativo,
Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados.
Las obras así reunidas
se compusieron, al parecer, en distintos momentos, sin que nos sea posible reconstruir
su cronología. Pero no hay duda de que su publicación las salvó
de un irremediable olvido, en tanto que el admirable prólogo que abre la colección
nos ofrece un testimonio de primera importancia: no sólo sobre el divorcio
de Cervantes con el mundo de la escena, sino sobre la visión que tuvo del
advenimiento de uno de los tres grandes teatros que conoció la Europa clásica,
y sobre la forma en que se resignó a no ser más que su precursor.
Avellaneda
Empresa de más altos
vuelos va a ser, durante aquellos años, la continuación de las aventuras
de don Quijote y Sancho: una Segunda parte anunciada por el autor al final de la
Primera, con la promesa de que la última salida del ingenioso hidalgo acabaría
con su muerte. Se suele afirmar que inició su redacción pocos meses
después del regreso a Madrid, tal vez a petición de Robles; pero tuvo
a buen seguro que suspenderla en varias ocasiones, para llevar a cabo las demás
obras que tenía en el telar. En el prólogo a las Novelas ejemplares,
redactado en 1612 y publicado, como ya vimos, en el verano de 1613, Cervantes informaba
a su lector que pronto iba a ver, «y con brevedad dilatadas, las hazañas
de don Quijote y donaires de Sancho Panza». Un año más tarde,
pone fecha del 20 de julio de 1614 a una carta de Sancho a su mujer Teresa, incluida
a medio camino, en el capítulo 36. Durante el verano, en poco más de
dos meses, no redacta menos de 23 capítulos. Es entonces cuando aparece en
Tarragona, al cuidado del librero Felipe Robert, el Segundo tomo de las aventuras
del ingenioso hidalgo Don Quixote de la Mancha, compuesto por el licenciado Alonso
Fernández de Avellaneda, natural de Tordesillas.
No era la primera vez que un
libro de éxito suscitaba émulos: La Celestina, el Lazarillo
de Tormes, la Diana de Montemayor habían inspirado, en el siglo
XVI, continuaciones más o menos fieles al original. En años más
cercanos, Mateo Luján de Sayavedra había dado a luz una Segunda parte
del Guzmán de Alfarache, mientras Mateo Alemán trabajaba en
la finalización de la suya. Ahora bien, este Quijote apócrifo
era producto de una superchería, corroborada por una cascada de falsificaciones
que afectan a la vez a la aprobación del libro, al permiso de impresión,
al nombre del impresor y al lugar de publicación. Además, el nombre
de Avellaneda no era más que una máscara, detrás de la cual
se escondía un desconocido que, hasta la fecha no se ha podido identificar.
Hace algunos años, Martín de Riquer abrió una pista a partir
de varios indicios -tics de escritura, incorrecciones y torpezas de estilo, repetidas
alusiones al rosario- que denunciarían a Jerónimo de Pasamonte, soldado
y escritor que, en el capítulo 32 de la Primera parte, parece haber inspirado
el personaje del galeote Ginés de Pasamonte, metamorfoseado, en la Segunda,
en Maese Pedro, el famoso titiritero.
De origen aragonés, Jerónimo
de Pasamonte habría puesto su pluma al servicio de Lope de Vega para cortar
el camino a Cervantes. Con todo, como ha mostrado el llorado Edward C. Riley, esta
hipótesis carece de argumentos realmente probatorios. No obstante, cualquiera
que sea la identificación propuesta, el prólogo de Avellaneda, atribuido
por algunos a Lope de Vega, hirió profundamente a Cervantes, al invitarle
a bajar los humos y mostrar mayor modestia, además de burlarse de su edad
y acusarle, sobre todo, de tener «más lengua que manos», concluyendo
con la siguiente advertencia: «Conténtese con su Galatea y comedias
en prosa, que eso son las más de sus Novelas: no nos canse».
Cervantes contestó con
dignidad a estas acusaciones. Mateo Alemán, en la Segunda parte del Guzmán
de Alfarache, llega a contarnos cómo Mateo Luján roba a Guzmán
antes de hacerse su cómplice y, tras embarcar con él rumbo a Barcelona,
enloquece y se arroja al mar. Nuestro escritor prefirió buscar otro camino:
primero, reivindica en el prólogo su manquedad, nacida, según adelantamos,
«en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes,
ni esperan ver los venideros»; luego, en la misma narración, hace que
don Quijote llegue a hojear el libro de Avellaneda, al coincidir en una venta con
dos de sus lectores, decepcionados por las necedades que acaban de leer; por fin,
incorpora a la trama del suyo a don Álvaro Tarfe, uno de los personajes inventados
por el plagiario, dándole oportunidad para conocer al verdadero don Quijote
y comprender que el héroe de Avellaneda se hizo pasar por otro que él.
Este último episodio es
inmediatamente anterior al fin de las aventuras verdaderas del caballero. En enero
de 1615, quedan concluidos los últimos capítulos del libro. A finales
de octubre, están redactados el prólogo y la dedicatoria al conde de
Lemos. En los últimos días de noviembre sale a luz la Segunda Parte
del Ingenioso Caballero Don Quixote de la Mancha. Por Miguel de Cervantes, autor
de su primera parte: una segunda parte «cortada del mismo artífice
y del mesmo paño que la primera», pero en un relato «dilatado»
de sus nuevas aventuras, es decir prolongado, llevado hasta su término y,
también, ampliado y agrandado; una segunda parte que llevó la novela
a su perfección, asegurándole una consagración inmediata, confirmada
en adelante por la posteridad.
De la fama que Cervantes había
llegado entonces a tener, más allá de los Pirineos, se hace eco una
anécdota recogida en su aprobación por el licenciado Francisco Márquez
Torres, uno de los censores de la Segunda parte. En febrero de 1615, unos caballeros
franceses que acompañaban al embajador Sillery, enviado a España para
negociar la unión de Luis XIII con Ana de Austria, fueron a visitar al cardenal
Sandoval y Rojas, protector de nuestro escritor. Al enterarse de la labor que Márquez
Torres estaba desempeñando, «apenas oyeron el nombre de Miguel de Cervantes,
cuando se comenzaron a hacer lenguas, encareciendo la estimación que así
en Francia como en los reinos sus confinantes se tenía de sus obras: la Galatea,
que alguno dellos tiene casi de memoria, la primera parte désta, y las Novelas
[...]». «Preguntáronme muy por menor de su edad, su profesión,
calidad y cantidad -prosigue Márquez Torres-. Halléme obligado a decir
que era viejo, soldado, hidalgo y pobre».
Agonía y muerte
Durante los últimos
meses de su vida, Cervantes dedica las pocas fuerzas que le quedan a concluir otra
empresa iniciada hace tiempo, quizá durante el período andaluz, luego
suspendida durante años, y que quiere ahora llevar a su término: Los
trabajos de Persiles y Sigismunda, «historia septentrional» cortada
por el patrón de la novela griega. Ésta había sido exhumada
por los humanistas del Renacimiento, al traducir o adaptar al castellano Teágenes
y Cariclea, de Heliodoro y Leucipe y Clitofonte, de Aquiles Tacio, abriendo
a la imaginación las dos vías de acceso -la de lo insólito y
la del azar y de la sorpresa- a lo que Aristóteles, en su teoría de
lo verosímil, llamaba «lo posible extraordinario».
Tras prometer el Persiles,
año tras año, en el prólogo de las Novelas ejemplares,
el Viaje del Parnaso y la dedicatoria de la Segunda parte del Quijote,
Cervantes concluye su redacción cuatro días antes de su muerte. Será
su viuda la que entregue el manuscrito a Villarroel, quien lo publicará póstumo,
en enero de 1617.
En cambio, no sabemos si Cervantes
llegó a concretar otros proyectos, de los que dan cuenta prólogos y
dedicatorias: una comedia, titulada El engaño a los ojos, una novela,
El famoso Bernardo, una colección de novelas, Las semanas del jardín,
sin olvidar la siempre prometida segunda parte de La Galatea.
Algunas de las anécdotas
relativas a sus últimos momentos deben ser examinadas con precaución.
Se sabe, por ejemplo, gracias a Antonio Rodríguez-Moñino, que la conmovedora
carta del 26 de marzo de 1616, dirigida al cardenal Sandoval y Rojas, es una falsificación.
Por lo que se refiere al viaje de Esquivias a Toledo, referido por Cervantes en el
prólogo del Persiles, así como el encuentro con un estudiante
admirador de su persona, es más bien efecto de una fantasía literaria
si nos atenemos a las circunstancias precisas en que se supone que tuvo lugar. El
18 de abril, fecha en que recibe los últimos sacramentos, nuestro escritor
se sabe condenado. La sed inextinguible de que él mismo da cuenta en esta
relación parece síntoma de una diabetes, enfermedad sin remisión
en aquella época, más que de la hidropesía diagnosticada por
el supuesto estudiante. Al día siguiente de la ceremonia, aprovecha un breve
respiro para dirigir al conde de Lemos una admirable dedicatoria:
Aquellas coplas antiguas, que
fueron en su tiempo celebradas, que comienzan: Puesto ya el pie en el estribo,
quisiera yo no vinieran tan a pelo en esta mi epístola, porque casi con las
mismas palabras la puedo comenzar, diciendo: Puesto ya el pie en el estribo
/ Con las ansias de la muerte, / Gran señor, ésta te escribo.
Ayer me dieron la Extremaunción, y hoy escribo ésta. El tiempo es breve,
las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo esto, llevo la ida sobre el
deseo que tengo de vivir, y quisiera yo ponerle coto hasta besar los pies a vuesa
Excelencia; que podría ser fuese tanto el contento de ver a vuesa Excelencia
bueno en España, que me volviese a dar la vida. Pero si está decretado
que la haya de perder, cúmplase la voluntad de los cielos, por lo menos sepa
vuesa Excelencia este mi deseo.
El 20 de abril, dicta de un tirón
el prólogo del Persiles, y concluye dirigiéndose al lector:
Mi vida se va acabando y al paso
de las efemérides de mis pulsos, que, a más tardar, acabarán
su carrera este domingo, acabaré yo la de mi vida [...]. Adiós gracias;
adiós donaires; adiós, regocijados amigos: que yo me voy muriendo,
y deseando veros presto contentos en la otra vida.
El viernes 22 de abril, Miguel
de Cervantes rinde el último suspiro. Al día siguiente, en los registros
de San Sebastián, su parroquia, se consigna que su muerte ha ocurrido el sábado
23, de acuerdo con la costumbre de la época, que sólo se quedaba con
la fecha del entierro: como se sabe, es ésta última la que se conoce
hoy en día, y en que se celebra cada año en España el Día
del Libro. Cervantes fue inhumado en el convento de las Trinitarias, según
la regla de la Orden Tercera, con el rostro descubierto y vestido con el sayal de
los franciscanos. Pero sus restos fueron dispersados a finales del siglo XVII, durante
la reconstrucción del convento. En cuanto a su testamento, se perdió.
Quedan las obras del «raro inventor», como él mismo se llama en
el Viaje del Parnaso, a quien el Quijote le valió entrar en
la leyenda.
Posteridad
A los cervantistas de la
Ilustración -Mayans y Siscar, Vicente de los Ríos, Juan Antonio Pellicer-
se debe un primer acopio de datos, sacados en su mayoría de la obra del Manco
de Lepanto, a partir de los cuales van a elaborar una narración de su vida
no exenta de errores. Durante el reinado de Fernando VII, Fernández de Navarrete
encuentra y publica una serie de documentos, profundizando su examen crítico
en un alarde de erudición que se sistematizará en los años posteriores.
Pero, si bien se hace así más densa la trama de los acontecimientos,
el perfil que se bosqueja ahora de Cervantes permanece sin cambiar: para decirlo
con frase de Navarrete, éste se impone como «uno de aquellos hombres
que el cielo concede de cuando en cuando a los hombres para consolarnos de su miseria
y pequeñez». Escritor clásico por antonomasia, trasciende gustos
y modas, sin padecer, como Góngora, Quevedo o Calderón, la condena
del barroco. Así es como llega a encarnar el genio hispano, en su vertiente
nacional y universal, en un momento en que España se esfuerza en reivindicar
el lugar que ha de corresponderle en el concierto de las naciones civilizadas.
Durante el siglo XIX, en la estela
de la escuela romántica inglesa que se mostró capaz, con Boswell y
Carlyle, de abrir nuevos caminos al género biográfico, se adscribe
como finalidad a los cervantistas la representación auténtica del autor
del Quijote, al que se pretende captar en su totalidad y su intimidad a la
vez. En los inicios de la Restauración expone Ramón León Máinez,
en 1876, un proyecto de biografía total. Pero no consigue poner en obra su
ambicioso programa, a falta de poder alcanzar por vía racional la verdad íntegra
de una existencia singular. Tan sólo perdura, como legado del biografismo
romántico, la voluntad de someter la representación de la vida de Cervantes
al imperialismo del testimonio autentificador. Así es como se hace cada vez
más patente, en este proceso de reconstrucción, el peso de las fuentes,
hasta tal punto que, con el triunfo del positivismo erudito, la pesquisa documental
acaba por cobrar plena autonomía. Especial mención merece, en este
particular, la benemérita labor de Cristóbal Pérez Pastor y
de Francisco Rodríguez Marín, en los primeros años del siglo
XX. Así y todo, ninguno de ellos pretende compendiar los frutos dispersos
de sus descubrimientos, para reconstruir la concatenación de los acontecimientos
e incorporarlos a la misma sustancia del vivir cervantino.
El que pretende cumplir, con
notable retraso, las aspiraciones difusas de los románticos será, a
mediados del siglo pasado, Luis Astrana Marín, con su Vida ejemplar y heroica
de Miguel de Cervantes. Esta obra monumental continúa siendo referencia
insustituible por la cantidad de informaciones que nos proporciona. Con todo, sigue
perpetuando un tipo de aproximación totalmente anacrónico, limitado
a la mera suma de las actividades controladas y conscientes del autor del Quijote.
Aunque venga acumulando datos, Astrana Marín no elabora ningún esquema
capaz de llevarnos más allá de la estampa estereotipada de un ser heroico
y ejemplar. Cervantes, según sus propios términos, resulta para él
«todo un hombre o, más bien, un superhombre que vive y muere abrazado
a la Humanidad». Esta supuesta verdad esencial del Cervantes en sí
acaba por eliminar la verdad efectiva del Cervantes para sí, en una
trasfiguración que desemboca, en última instancia, en una desfiguración
del biografiado.
La labor desempeñada por
los actuales biógrafos de Cervantes tiende, por el contrario, a asentarse
en una metodología rigurosa: primero estableciendo, con todo el rigor requerido,
lo que se sabe de su vida y separando lo fabuloso de lo cierto y de lo verosímil;
también situándolo en su época, en tanto que actor oscuro y
testigo lúcido de un momento decisivo de la historia de España; por
último, siguiendo hasta donde sea posible el movimiento de una existencia
que, de proyecto que fue inicialmente, se ha convertido en un destino que nos esforzamos
por volver inteligible. Pero el laconismo de los documentos, en lo que toca al cómo
de la vida del autor del Quijote, se convierte en mutismo cuando tratamos
de indagar su porqué. De ahí la fascinación que sus obras ejercen
sobre nosotros, en nuestro deseo de acercarnos a su intimidad, llevándonos
a aventurarnos en el terreno resbaladizo del conocimiento de un ser inasequible que,
en otro tiempo, se proyectó en un acto de escritura. Así es como se
ha intentado encontrar el misterio del «yo» de Cervantes, o bien en su
presunta «raza», o bien en una homosexualidad latente. Pero, fuera de
que ni ésta ni aquélla están documentalmente comprobadas, los
modelos explicativos así propuestos tienden a convertir al individuo y su
conciencia en un mero epifenómeno, una superestructura reductible a unos cuantos
elementos. En vista de lo cual, las figuraciones simbólicas que nos proporcionan
las ficciones cervantinas pueden dar pie a todo un abanico de argumentos fundadores
y, de esta manera, cualquier sistematización de las metáforas obsesivas
que se busque en ellas desemboca, inevitablemente, en una triste reunión de
fantasmas, dispuestos al gusto del clínico.
Cervantes, cabe afirmarlo con
fuerza, estará siempre más allá de cualquier esquema reductor
y no hay narración que pueda restituir su expansión vital. Los futuros
biógrafos que se adentren por este camino sembrado de escollos siempre tendrán
que desconfiar de cualquier clave interpretativa deducida de un modelo teórico
formalizado de antemano, aceptando, con plena clarividencia, los compromisos y sacrificios
que exige cualquier forma de inteligibilidad de la compleja trama de un determinado
vivir.
Bibliografía selecta
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Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes Saavedra, Madrid: Reus, 1948-1958
(7 vols.).
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CLOSE, Anthony, «Cervantes:
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