De cómo don Quijote y Sancho llegaron a su
aldea
Todo aquel día esperando la noche estuvieron en aquel lugar y mesón
don Quijote y Sancho, el uno para acabar en la campaña rasa la tanda de su
diciplina, y el otro para ver el fin della, en el cual consistía el de su
deseo. Llegó en esto al mesón un caminante a caballo, con tres o cuatro
criados, uno de los cuales dijo al que el señor dellos parecía:
-Aquí puede vuestra merced, señor don Álvaro Tarfe, pasar hoy
la siesta: la posada parece limpia y fresca.
Oyendo esto don Quijote, le dijo a Sancho:
-Mira, Sancho: cuando yo hojeé aquel libro de la segunda parte de mi historia,
me parece que de pasada topé allí este nombre de don Álvaro
Tarfe.
-Bien podrá ser -respondió Sancho-. Dejémosle apear, que después
se lo preguntaremos.
El caballero se apeó, y frontero del aposento de don Quijote la huéspeda
le dio una sala baja, enjaezada con otras pintadas sargas como las que tenía
la estancia de don Quijote. Púsose el recién venido caballero a lo
de verano y, saliéndose al portal del mesón, que era espacioso y fresco,
por el cual se paseaba don Quijote, le preguntó:
-¿Adónde bueno camina vuestra merced, señor gentilhombre?
Y don Quijote le respondió:
-A una aldea que está aquí cerca, de donde soy natural. Y vuestra merced
¿dónde camina?
-Yo, señor -respondió el caballero-, voy a Granada, que es mi patria.
-¡Y buena patria! -replicó don Quijote-. Pero dígame vuestra
merced, por cortesía, su nombre, porque me parece que me ha de importar saberlo
más de lo que buenamente podré decir.
-Mi nombre es don Álvaro Tarfe -respondió el huésped.
A lo que replicó don Quijote:
-Sin duda alguna pienso que vuestra merced debe de ser aquel don Álvaro Tarfe
que anda impreso en la segunda parte de la historia de don Quijote de la Mancha recién
impresa y dada a la luz del mundo por un autor moderno.
-El mismo soy -respondió el caballero-, y el tal don Quijote, sujeto principal
de la tal historia, fue grandísimo amigo mío, y yo fui el que le sacó
de su tierra, o a lo menos le moví a que viniese a unas justas que se hacían
en Zaragoza, adonde yo iba; y en verdad en verdad que le hice muchas amistades, y
que le quité de que no le palmease las espaldas el verdugo por ser demasiadamente
atrevido.
-Y dígame vuestra merced, señor don Álvaro, ¿parezco
yo en algo a ese tal don Quijote que vuestra merced dice?
-No, por cierto -respondió el huésped-, en ninguna manera.
-Y ese don Quijote -dijo el nuestro- ¿traía consigo a un escudero llamado
Sancho Panza?
-Sí traía -respondió don Álvaro-; y aunque tenía
fama de muy gracioso, nunca le oí decir gracia que la tuviese.
-Eso creo yo muy bien -dijo a esta sazón Sancho-, porque el decir gracias
no es para todos, y ese Sancho que vuestra merced dice, señor gentilhombre,
debe de ser algún grandísimo bellaco, frión y ladrón
juntamente, que el verdadero Sancho Panza soy yo, que tengo más gracias que
llovidas; y, si no, haga vuestra merced la experiencia y ándese tras de mí
por lo menos un año, y verá que se me caen a cada paso, y tales y tantas,
que sin saber yo las más veces lo que me digo hago reír a cuantos me
escuchan; y el verdadero don Quijote de la Mancha, el famoso, el valiente y el discreto,
el enamorado, el desfacedor de agravios, el tutor de pupilos y huérfanos,
el amparo de las viudas, el matador de las doncellas, el que tiene por única
señora a la sin par Dulcinea del Toboso, es este señor que está
presente, que es mi amo: todo cualquier otro don Quijote y cualquier otro Sancho
Panza es burlería y cosa de sueño.
-¡Por Dios que lo creo -respondió don Álvaro-, porque más
gracias habéis dicho vos, amigo, en cuatro razones que habéis hablado
que el otro Sancho Panza en cuantas yo le oí hablar, que fueron muchas! Más
tenía de comilón que de bien hablado, y más de tonto que de
gracioso, y tengo por sin duda que los encantadores que persiguen a don Quijote el
bueno han querido perseguirme a mí con don Quijote el malo. Pero no sé
qué me diga, que osaré yo jurar que le dejo metido en la Casa del Nuncio,
en Toledo, para que le curen, y agora remanece aquí otro don Quijote, aunque
bien diferente del mío.
-Yo -dijo don Quijote- no sé si soy bueno, pero sé decir que no soy
el malo. Para prueba de lo cual quiero que sepa vuesa merced, mi señor don
Álvaro Tarfe, que en todos los días de mi vida no he estado en Zaragoza,
antes por haberme dicho que ese don Quijote fantástico se había hallado
en las justas desa ciudad no quise yo entrar en ella, por sacar a las barbas del
mundo su mentira, y, así, me pasé de claro a Barcelona, archivo de
la cortesía, albergue de los estranjeros, hospital de los pobres, patria de
los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades,
y en sitio y en belleza, única; y aunque los sucesos que en ella me han sucedido
no son de mucho gusto, sino de mucha pesadumbre, los llevo sin ella, solo por haberla
visto. Finalmente, señor don Álvaro Tarfe, yo soy don Quijote de la
Mancha, el mismo que dice la fama, y no ese desventurado que ha querido usurpar mi
nombre y honrarse con mis pensamientos. A vuestra merced suplico, por lo que debe
a ser caballero, sea servido de hacer una declaración ante el alcalde deste
lugar de que vuestra merced no me ha visto en todos los días de su vida hasta
agora, y de que yo no soy el don Quijote impreso en la segunda parte, ni este Sancho
Panza mi escudero es aquel que vuestra merced conoció.
-Eso haré yo de muy buena gana -respondió don Álvaro-, puesto
que cause admiración ver dos don Quijotes y dos Sanchos a un mismo tiempo
tan conformes en los nombres como diferentes en las acciones; y vuelvo a decir y
me afirmo que no he visto lo que he visto, ni ha pasado por mí lo que ha pasado.
-Sin duda -dijo Sancho- que vuestra merced debe de estar encantado, como mi señora
Dulcinea del Toboso; y pluguiera al cielo que estuviera su desencanto de vuestra
merced en darme otros tres mil y tantos azotes, como me doy por ella, que yo me los
diera sin interés alguno.
-No entiendo eso de azotes -dijo don Álvaro.
Y Sancho le respondió que era largo de contar, pero que él se lo contaría
si acaso iban un mesmo camino.
Llegóse en esto la hora de comer; comieron juntos don Quijote y don Álvaro.
Entró acaso el alcalde del pueblo en el mesón, con un escribano, ante
el cual alcalde pidió don Quijote, por una petición, de que a su derecho
convenía de que don Álvaro Tarfe, aquel caballero que allí estaba
presente, declarase ante su merced como no conocía a don Quijote de la Mancha,
que asimismo estaba allí presente, y que no era aquel que andaba impreso en
una historia intitulada Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesta
por un tal de Avellaneda, natural de Tordesillas. Finalmente, el alcalde proveyó
jurídicamente; la declaración se hizo con todas las fuerzas que en
tales casos debían hacerse, con lo que quedaron don Quijote y Sancho muy alegres,
como si les importara mucho semejante declaración y no mostrara claro la diferencia
de los dos don Quijotes y la de los dos Sanchos sus obras y sus palabras. Muchas
de cortesías y ofrecimientos pasaron entre don Álvaro y don Quijote,
en las cuales mostró el gran manchego su discreción, de modo que desengañó
a don Álvaro Tarfe del error en que estaba; el cual se dio a entender que
debía de estar encantado, pues tocaba con la mano dos tan contrarios don Quijotes.
Llegó la tarde, partiéronse de aquel lugar, y a obra de media legua
se apartaban dos caminos diferentes, el uno que guiaba a la aldea de don Quijote
y el otro el que había de llevar don Álvaro. En este poco espacio le
contó don Quijote la desgracia de su vencimiento y el encanto y el remedio
de Dulcinea, que todo puso en nueva admiración a don Álvaro, el cual,
abrazando a don Quijote y a Sancho, siguió su camino, y don Quijote el suyo,
que aquella noche la pasó entre otros árboles, por dar lugar a Sancho
de cumplir su penitencia, que la cumplió del mismo modo que la pasada noche,
a costa de las cortezas de las hayas, harto más que de sus espaldas, que las
guardó tanto, que no pudieran quitar los azotes una mosca, aunque la tuviera
encima.
No perdió el engañado don Quijote un solo golpe de la cuenta y halló
que con los de la noche pasada eran tres mil y veinte y nueve. Parece que había
madrugado el sol a ver el sacrificio, con cuya luz volvieron a proseguir su camino,
tratando entre los dos del engaño de don Álvaro y de cuán bien
acordado había sido tomar su declaración ante la justicia, y tan auténticamente.
Aquel día y aquella noche caminaron sin sucederles cosa digna de contarse,
si no fue que en ella acabó Sancho su tarea, de que quedó don Quijote
contento sobremodo, y esperaba el día por ver si en el camino topaba ya desencantada
a Dulcinea su señora; y siguiendo su camino no topaba mujer ninguna que no
iba a reconocer si era Dulcinea del Toboso, teniendo por infalible no poder mentir
las promesas de Merlín.
Con estos pensamientos y deseos, subieron una cuesta arriba, desde la cual descubrieron
su aldea, la cual vista de Sancho, se hincó de rodillas y dijo:
-Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza tu hijo, si no
muy rico, muy bien azotado. Abre los brazos y recibe también tu hijo don Quijote,
que, si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sí mismo, que,
según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que desearse puede. Dineros
llevo, porque si buenos azotes me daban, bien caballero me iba.
-Déjate desas sandeces -dijo don Quijote-, y vamos con pie derecho a entrar
en nuestro lugar, donde daremos vado a nuestras imaginaciones, y la traza que en
la pastoral vida pensamos ejercitar.
Con esto, bajaron de la cuesta y se fueron a su pueblo. |