De la cerdosa aventura que le aconteció a
don Quijote
Era la noche algo escura, puesto que la luna estaba en el cielo, pero no en parte
que pudiese ser vista, que tal vez la señora Diana se va a pasear a los antípodas
y deja los montes negros y los valles escuros. Cumplió don Quijote con la
naturaleza durmiendo el primer sueño, sin dar lugar al segundo, bien al revés
de Sancho, que nunca tuvo segundo, porque le duraba el sueño desde la noche
hasta la mañana, en que se mostraba su buena complexión y pocos cuidados.
Los de don Quijote le desvelaron de manera que despertó a Sancho y le dijo:
-Maravillado estoy, Sancho, de la libertad de tu condición: yo imagino que
eres hecho de mármol o de duro bronce, en quien no cabe movimiento ni sentimiento
alguno. Yo velo cuando tú duermes, yo lloro cuando cantas, yo me desmayo de
ayuno cuando tú estás perezoso y desalentado de puro harto. De buenos
criados es conllevar las penas de sus señores y sentir sus sentimientos, por
el bien parecer siquiera. Mira la serenidad desta noche, la soledad en que estamos,
que nos convida a entremeter alguna vigilia entre nuestro sueño. Levántate,
por tu vida, y desvíate algún trecho de aquí, y con buen ánimo
y denuedo agradecido date trecientos o cuatrocientos azotes a buena cuenta de los
del desencanto de Dulcinea; y esto rogando te lo suplico, que no quiero venir contigo
a los brazos como la otra vez, porque sé que los tienes pesados. Después
que te hayas dado, pasaremos lo que resta de la noche cantando, yo mi ausencia y
tú tu firmeza, dando desde agora principio al ejercicio pastoral que hemos
de tener en nuestra aldea.
-Señor -respondió Sancho-, no soy yo religioso para que desde la mitad
de mi sueño me levante y me dicipline, ni menos me parece que del estremo
del dolor de los azotes se pueda pasar al de la música. Vuesa merced me deje
dormir y no me apriete en lo del azotarme, que me hará hacer juramento de
no tocarme jamás al pelo del sayo, no que al de mis carnes.
-¡Oh alma endurecida! ¡Oh escudero sin piedad! ¡Oh pan mal empleado
y mercedes mal consideradas las que te he hecho y pienso de hacerte! Por mí
te has visto gobernador y por mí te vees con esperanzas propincuas de ser
conde o tener otro título equivalente, y no tardará el cumplimiento
de ellas más de cuanto tarde en pasar este año, que yo «post
tenebras spero lucem».
-No entiendo eso -replicó Sancho-: solo entiendo que en tanto que duermo ni
tengo temor ni esperanza, ni trabajo ni gloria; y bien haya el que inventó
el sueño, capa que cubre todos los humanos pensamientos, manjar que quita
la hambre, agua que ahuyenta la sed, fuego que calienta el frío, frío
que templa el ardor y, finalmente, moneda general con que todas las cosas se compran,
balanza y peso que iguala al pastor con el rey y al simple con el discreto. Sola
una cosa tiene mala el sueño, según he oído decir, y es que
se parece a la muerte, pues de un dormido a un muerto hay muy poca diferencia.
-Nunca te he oído hablar, Sancho -dijo don Quijote-, tan elegantemente como
ahora; por donde vengo a conocer ser verdad el refrán que tú algunas
veces sueles decir: «No con quien naces, sino con quien paces».
-¡Ah, pesia tal -replicó Sancho-, señor nuestro amo! No soy yo
ahora el que ensarta refranes, que también a vuestra merced se le caen de
la boca de dos en dos mejor que a mí, sino que debe de haber entre los míos
y los suyos esta diferencia, que los de vuestra merced vendrán a tiempo y
los míos a deshora; pero, en efecto, todos son refranes.
En esto estaban, cuando sintieron un sordo estruendo y un áspero ruido, que
por todos aquellos valles se estendía. Levantóse en pie don Quijote
y puso mano a la espada, y Sancho se agazapó debajo del rucio, poniéndose
a los lados el lío de las armas y la albarda de su jumento, tan temblando
de miedo como alborotado don Quijote. De punto en punto iba creciendo el ruido y
llegándose cerca a los dos temerosos: a lo menos, al uno, que al otro ya se
sabe su valentía.
Es, pues, el caso que llevaban unos hombres a vender a una feria más de seiscientos
puercos, con los cuales caminaban a aquellas horas, y era tanto el ruido que llevaban,
y el gruñir y el bufar, que ensordecieron los oídos de don Quijote
y de Sancho, que no advirtieron lo que ser podía. Llegó de tropel la
estendida y gruñidora piara, y sin tener respeto a la autoridad de don Quijote,
ni a la de Sancho, pasaron por cima de los dos, deshaciendo las trincheas de Sancho
y derribando no solo a don Quijote, sino llevando por añadidura a Rocinante.
El tropel, el gruñir, la presteza con que llegaron los animales inmundos,
puso en confusión y por el suelo a la albarda, a las armas, al rucio, a Rocinante,
a Sancho y a don Quijote.
Levantóse Sancho como mejor pudo y pidió a su amo la espada, diciéndole
que quería matar media docena de aquellos señores y descomedidos puercos,
que ya había conocido que lo eran. Don Quijote le dijo:
-Déjalos estar, amigo, que esta afrenta es pena de mi pecado, y justo castigo
del cielo es que a un caballero andante vencido le coman adivas y le piquen avispas
y le hollen puercos.
-También debe de ser castigo del cielo -respondió Sancho- que a los
escuderos de los caballeros vencidos los puncen moscas, los coman piojos y les embista
la hambre. Si los escuderos fuéramos hijos de los caballeros a quien servimos,
o parientes suyos muy cercanos, no fuera mucho que nos alcanzara la pena de sus culpas
hasta la cuarta generación; pero ¿qué tienen que ver los Panzas
con los Quijotes? Ahora bien, tornémonos a acomodar y durmamos lo poco que
queda de la noche, y amanecerá Dios y medraremos.
-Duerme tú, Sancho -respondió don Quijote-, que naciste para dormir;
que yo, que nací para velar, en el tiempo que falta de aquí al día
daré rienda a mis pensamientos y los desfogaré en un madrigalete que,
sin que tú lo sepas, anoche compuse en la memoria.
-A mí me parece -respondió Sancho- que los pensamientos que dan lugar
a hacer coplas no deben de ser muchos. Vuesa merced coplee cuanto quisiere, que yo
dormiré cuanto pudiere.
Y luego, tomando en el suelo cuanto quiso, se acurrucó y durmió a sueño
suelto, sin que fianzas, ni deudas, ni dolor alguno se lo estorbase. Don Quijote,
arrimado a un tronco de una haya, o de un alcornoque (que Cide Hamete Benengeli no
distingue el árbol que era), al son de sus mesmos suspiros cantó de
esta suerte:
-Amor, cuando yo pienso
en el mal que me das terrible y fuerte,
voy corriendo a la muerte,
pensando así acabar mi mal inmenso;
mas en llegando al paso
que es puerto en este mar de mi tormento,
tanta alegría siento,
que la vida se esfuerza, y no le paso.
Así el vivir me mata,
que la muerte me torna a dar la vida.
¡Oh condición no oída
la que conmigo muerte y vida trata!
Cada verso destos acompañaba con muchos suspiros y no pocas lágrimas,
bien como aquel cuyo corazón tenía traspasado con el dolor del vencimiento
y con la ausencia de Dulcinea.
Llegóse en esto el día, dio el sol con sus rayos en los ojos a Sancho,
despertó y esperezóse, sacudiéndose y estirándose los
perezosos miembros; miró el destrozo que habían hecho los puercos en
su repostería y maldijo la piara, y aun más adelante. Finalmente, volvieron
los dos a su comenzado camino y al declinar de la tarde vieron que hacia ellos venían
hasta diez hombres de a caballo y cuatro o cinco de a pie. Sobresaltóse el
corazón de don Quijote y azoróse el de Sancho, porque la gente que
se les llegaba traía lanzas y adargas y venía muy a punto de guerra.
Volvióse don Quijote a Sancho y díjole:
-Si yo pudiera, Sancho, ejercitar mis armas y mi promesa no me hubiera atado los
brazos, esta máquina que sobre nosotros viene la tuviera yo por tortas y pan
pintado; pero podría ser fuese otra cosa de la que tememos.
Llegaron en esto los de a caballo y, arbolando las lanzas, sin hablar palabra alguna
rodearon a don Quijote y se las pusieron a las espaldas y pechos, amenazándole
de muerte. Uno de los de a pie, puesto un dedo en la boca en señal de que
callase, asió del freno de Rocinante y le sacó del camino, y los demás
de a pie, antecogiendo a Sancho y al rucio, guardando todos maravilloso silencio,
siguieron los pasos del que llevaba a don Quijote, el cual dos o tres veces quiso
preguntar adónde le llevaban o qué querían, pero apenas comenzaba
a mover los labios, cuando se los iban a cerrar con los hierros de las lanzas; y
a Sancho le acontecía lo mismo, porque apenas daba muestras de hablar, cuando
uno de los de a pie con un aguijón le punzaba, y al rucio ni más ni
menos, como si hablar quisiera. Cerró la noche, apresuraron el paso, creció
en los dos presos el miedo, y más cuando oyeron que de cuando en cuando les
decían:
-¡Caminad, trogloditas!
-¡Callad, bárbaros!
-¡Pagad, antropofagos!
-¡No os quejéis, scitas, ni abráis los ojos, Polifemos matadores,
leones carniceros!
Y otros nombres semejantes a estos, con que atormentaban los oídos de los
miserables amo y mozo. Sancho iba diciendo entre sí: «¿Nosotros
tortolitas? ¿Nosotros barberos ni estropajos? ¿Nosotros perritas, a
quien dicen cita, cita? No me contentan nada estos nombres: a mal viento
va esta parva; todo el mal nos viene junto, como al perro los palos, ¡y ojalá
parase en ellos lo que amenaza esta aventura tan desventurada!».
Iba don Quijote embelesado, sin poder atinar con cuantos discursos hacía qué
serían aquellos nombres llenos de vituperios que les ponían, de los
cuales sacaba en limpio no esperar ningún bien y temer mucho mal. Llegaron
en esto, un hora casi de la noche, a un castillo que bien conoció don Quijote
que era el del duque, donde había poco que habían estado.
-¡Válame Dios! -dijo así como conoció la estancia-, ¿y
qué será esto? Sí, que en esta casa todo es cortesía
y buen comedimiento; pero para los vencidos el bien se vuelve en mal y el mal en
peor.
Entraron al patio principal del castillo y viéronle aderezado y puesto de
manera que les acrecentó la admiración y les dobló el miedo,
como se verá en el siguiente capítulo. |