Que trata de la aventura de la cabeza encantada,
con otras niñerías que no pueden dejar de contarse
Don Antonio Moreno se llamaba el huésped de don Quijote, caballero rico
y discreto y amigo de holgarse a lo honesto y afable, el cual, viendo en su casa
a don Quijote, andaba buscando modos como, sin su perjuicio, sacase a plaza sus locuras,
porque no son burlas las que duelen, ni hay pasatiempos que valgan, si son con daño
de tercero. Lo primero que hizo fue hacer desarmar a don Quijote y sacarle a vistas
con aquel su estrecho y acamuzado vestido (como ya otras veces le hemos descrito
y pintado) a un balcón que salía a una calle de las más principales
de la ciudad, a vista de las gentes y de los muchachos, que como a mona le miraban.
Corrieron de nuevo delante dél los de las libreas, como si para él
solo, no para alegrar aquel festivo día, se las hubieran puesto, y Sancho
estaba contentísimo, por parecerle que se había hallado, sin saber
cómo ni cómo no, otras bodas de Camacho, otra casa como la de don Diego
de Miranda y otro castillo como el del duque.
Comieron aquel día con don Antonio algunos de sus amigos, honrando todos y
tratando a don Quijote como a caballero andante, de lo cual, hueco y pomposo, no
cabía en sí de contento. Los donaires de Sancho fueron tantos, que
de su boca andaban como colgados todos los criados de casa y todos cuantos le oían.
Estando a la mesa, dijo don Antonio a Sancho:
-Acá tenemos noticia, buen Sancho, que sois tan amigo de manjar blanco y de
albondiguillas, que si os sobran las guardáis en el seno para el otro día.
-No, señor, no es así -respondió Sancho-, porque tengo
más de limpio que de goloso, y mi señor don Quijote, que está
delante, sabe bien que con un puño de bellotas o de nueces nos solemos pasar
entrambos ocho días. Verdad es que si tal vez me sucede que me den la vaquilla,
corro con la soguilla, quiero decir que como lo que me dan y uso de los tiempos como
los hallo; y quienquiera que hubiere dicho que yo soy comedor aventajado y no limpio,
téngase por dicho que no acierta, y de otra manera dijera esto si no mirara
a las barbas honradas que están a la mesa.
-Por cierto -dijo don Quijote- que la parsimonia y limpieza con que Sancho come se
puede escribir y grabar en láminas de bronce, para que quede en memoria eterna
en los siglos venideros. Verdad es que cuando él tiene hambre parece algo
tragón, porque come apriesa y masca a dos carrillos, pero la limpieza siempre
la tiene en su punto, y en el tiempo que fue gobernador aprendió a comer a
lo melindroso: tanto, que comía con tenedor las uvas, y aun los granos de
la granada.
-¡Cómo! -dijo don Antonio-. ¿Gobernador ha sido Sancho?
-Sí -respondió Sancho-, y de una ínsula llamada la Barataria.
Diez días la goberné a pedir de boca; en ellos perdí el sosiego
y aprendí a despreciar todos los gobiernos del mundo; salí huyendo
della, caí en una cueva, donde me tuve por muerto, de la cual salí
vivo por milagro.
Contó don Quijote por menudo todo el suceso del gobierno de Sancho, con que
dio gran gusto a los oyentes.
Levantados los manteles y tomando don Antonio por la mano a don Quijote, se entró
con él en un apartado aposento, en el cual no había otra cosa de adorno
que una mesa, al parecer de jaspe, que sobre un pie de lo mesmo se sostenía,
sobre la cual estaba puesta, al modo de las cabezas de los emperadores romanos, de
los pechos arriba, una que semejaba ser de bronce. Paseóse don Antonio con
don Quijote por todo el aposento, rodeando muchas veces la mesa, después de
lo cual dijo:
-Agora, señor don Quijote, que estoy enterado que no nos oye y escucha alguno
y está cerrada la puerta, quiero contar a vuestra merced una de las más
raras aventuras, o, por mejor decir, novedades, que imaginarse pueden, con condición
que lo que a vuestra merced dijere lo ha de depositar en los últimos retretes
del secreto.
-Así lo juro -respondió don Quijote-, y aun le echaré una losa
encima para más seguridad, porque quiero que sepa vuestra merced, señor
don Antonio -que ya sabía su nombre-, que está hablando con quien,
aunque tiene oídos para oír, no tiene lengua para hablar; así
que con seguridad puede vuestra merced trasladar lo que tiene en su pecho en el mío
y hacer cuenta que lo ha arrojado en los abismos del silencio.
-En fee de esa promesa -respondió don Antonio-, quiero poner a vuestra merced
en admiración con lo que viere y oyere, y darme a mí algún alivio
de la pena que me causa no tener con quien comunicar mis secretos, que no son para
fiarse de todos.
Suspenso estaba don Quijote, esperando en qué habían de parar tantas
prevenciones. En esto, tomándole la mano don Antonio, se la paseó por
la cabeza de bronce y por toda la mesa y por el pie de jaspe sobre que se sostenía,
y luego dijo:
-Esta cabeza, señor don Quijote, ha sido hecha y fabricada por uno de los
mayores encantadores y hechiceros que ha tenido el mundo, que creo era polaco de
nación y dicípulo del famoso Escotillo, de quien tantas maravillas
se cuentan; el cual estuvo aquí en mi casa, y por precio de mil escudos que
le di labró esta cabeza, que tiene propiedad y virtud de responder a cuantas
cosas al oído le preguntaren. Guardó rumbos, pintó carácteres,
observó astros, miró puntos y, finalmente, la sacó con la perfeción
que veremos mañana, porque los viernes está muda, y hoy, que lo es,
nos ha de hacer esperar hasta mañana. En este tiempo podrá vuestra
merced prevenirse de lo que querrá preguntar, que por esperiencia sé
que dice verdad en cuanto responde.
Admirado quedó don Quijote de la virtud y propiedad de la cabeza, y estuvo
por no creer a don Antonio, pero por ver cuán poco tiempo había para
hacer la experiencia no quiso decirle otra cosa sino que le agradecía el haberle
descubierto tan gran secreto. Salieron del aposento, cerró la puerta don Antonio
con llave y fuéronse a la sala donde los demás caballeros estaban.
En este tiempo les había contado Sancho muchas de las aventuras y sucesos
que a su amo habían acontecido.
Aquella tarde sacaron a pasear a don Quijote, no armado, sino de rúa, vestido
un balandrán de paño leonado, que pudiera hacer sudar en aquel tiempo
al mismo yelo. Ordenaron con sus criados que entretuviesen a Sancho, de modo que
no le dejasen salir de casa. Iba don Quijote, no sobre Rocinante, sino sobre un gran
macho de paso llano y muy bien aderezado. Pusiéronle el balandrán,
y en las espaldas sin que lo viese le cosieron un pargamino, donde le escribieron
con letras grandes: «Este es don Quijote de la Mancha». En comenzando
el paseo, llevaba el rétulo los ojos de cuantos venían a verle, y como
leían «Este es don Quijote de la Mancha», admirábase don
Quijote de ver que cuantos le miraban le nombraban y conocían; y volviéndose
a don Antonio, que iba a su lado, le dijo:
-Grande es la prerrogativa que encierra en sí la andante caballería,
pues hace conocido y famoso al que la profesa por todos los términos de la
tierra; si no, mire vuestra merced, señor don Antonio, que hasta los muchachos
desta ciudad, sin nunca haberme visto, me conocen.
-Así es, señor don Quijote -respondió don Antonio-, que así
como el fuego no puede estar escondido y encerrado, la virtud no puede dejar de ser
conocida, y la que se alcanza por la profesión de las armas resplandece y
campea sobre todas las otras.
Acaeció, pues, que yendo don Quijote con el aplauso que se ha dicho, un castellano
que leyó el rétulo de las espaldas alzó la voz, diciendo:
-¡Válgate el diablo por don Quijote de la Mancha! ¿Cómo
que hasta aquí has llegado sin haberte muerto los infinitos palos que tienes
a cuestas? Tú eres loco, y si lo fueras a solas y dentro de las puertas de
tu locura, fuera menos mal, pero tienes propiedad de volver locos y mentecatos a
cuantos te tratan y comunican; si no, mírenlo por estos señores que
te acompañan. Vuélvete, mentecato, a tu casa, y mira por tu hacienda,
por tu mujer y tus hijos, y déjate destas vaciedades que te carcomen el seso
y te desnatan el entendimiento.
-Hermano -dijo don Antonio-, seguid vuestro camino y no deis consejos a quien no
os los pide. El señor don Quijote de la Mancha es muy cuerdo, y nosotros,
que le acompañamos, no somos necios; la virtud se ha de honrar dondequiera
que se hallare, y andad enhoramala y no os metáis donde no os llaman. |