De lo que sucedió a don Quijote yendo a Barcelona
Era fresca la mañana y daba muestras de serlo asimesmo el día en
que don Quijote salió de la venta, informándose primero cuál
era el más derecho camino para ir a Barcelona sin tocar en Zaragoza: tal era
el deseo que tenía de sacar mentiroso a aquel nuevo historiador que tanto
decían que le vituperaba.
Sucedió, pues, que en más de seis días no le sucedió
cosa digna de ponerse en escritura, al cabo de los cuales, yendo fuera de camino,
le tomó la noche entre unas espesas encinas o alcornoques, que en esto no
guarda la puntualidad Cide Hamete que en otras cosas suele.
Apeáronse de sus bestias amo y mozo, y, acomodándose a los troncos
de los árboles, Sancho, que había merendado aquel día, se dejó
entrar de rondón por las puertas del sueño; pero don Quijote, a quien
desvelaban sus imaginaciones mucho más que la hambre, no podía pegar
sus ojos, antes iba y venía con el pensamiento por mil géneros de lugares.
Ya le parecía hallarse en la cueva de Montesinos, ya ver brincar y subir sobre
su pollina a la convertida en labradora Dulcinea, ya que le sonaban en los oídos
las palabras del sabio Merlín que le referían las condiciones y diligencias
que se habían de hacer y tener en el desencanto de Dulcinea. Desesperábase
de ver la flojedad y caridad poca de Sancho su escudero, pues, a lo que creía,
solos cinco azotes se había dado, número desigual y pequeño
para los infinitos que le faltaban; y desto recibió tanta pesadumbre y enojo,
que hizo este discurso:
-Si nudo gordiano cortó el Magno Alejandro, diciendo «Tanto monta cortar
como desatar», y no por eso dejó de ser universal señor de toda
la Asia, ni más ni menos podría suceder ahora en el desencanto de Dulcinea,
si yo azotase a Sancho a pesar suyo; que si la condición deste remedio está
en que Sancho reciba los tres mil y tantos azotes, ¿qué se me da a
mí que se los dé él o que se los dé otro, pues la sustancia
está en que él los reciba, lleguen por do llegaren?
Con esta imaginación se llegó a Sancho, habiendo primero tomado las
riendas de Rocinante, y, acomodándolas en modo que pudiese azotarle con ellas,
comenzóle a quitar las cintas (que es opinión que no tenía más
que la delantera) en que se sustentaban los greguescos; pero apenas hubo llegado,
cuando Sancho despertó en todo su acuerdo y dijo:
-¿Qué es esto? ¿Quién me toca y desencinta?
-Yo soy -respondió don Quijote-, que vengo a suplir tus faltas y a remediar
mis trabajos: véngote a azotar, Sancho, y a descargar en parte la deuda a
que te obligaste. Dulcinea perece, tú vives en descuido, yo muero deseando;
y, así, desatácate por tu voluntad, que la mía es de darte en
esta soledad por lo menos dos mil azotes.
-Eso no -dijo Sancho-, vuesa merced se esté quedo; si no, por Dios verdadero
que nos han de oír los sordos. Los azotes a que yo me obligué han de
ser voluntarios, y no por fuerza, y ahora no tengo gana de azotarme: basta que doy
a vuesa merced mi palabra de vapularme y mosquearme cuando en voluntad me viniere.
-No hay dejarlo a tu cortesía, Sancho -dijo don Quijote-, porque eres duro
de corazón y, aunque villano, blando de carnes.
Y, así, procuraba y pugnaba por desenlazarle; viendo lo cual Sancho Panza,
se puso en pie y, arremetiendo a su amo, se abrazó con él a brazo partido
y, echándole una zancadilla, dio con él en el suelo boca arriba, púsole
la rodilla derecha sobre el pecho y con las manos le tenía las manos de modo
que ni le dejaba rodear ni alentar. Don Quijote le decía:
-¿Cómo, traidor? ¿Contra tu amo y señor natural te desmandas?
¿Con quien te da su pan te atreves?
-Ni quito rey ni pongo rey -respondió Sancho-, sino ayúdome a mí,
que soy mi señor. Vuesa merced me prometa que se estará quedo y no
tratará de azotarme por agora, que yo le dejaré libre y desembarazado;
donde no,
aquí morirás, traidor,
enemigo de doña Sancha.
Prometióselo don Quijote y juró por vida de sus pensamientos no tocarle
en el pelo de la ropa y que dejaría en toda su voluntad y albedrío
el azotarse cuando quisiese.
Levantóse Sancho y desvióse de aquel lugar un buen espacio; y yendo
a arrimarse a otro árbol, sintió que le tocaban en la cabeza y, alzando
las manos, topó con dos pies de persona, con zapatos y calzas. Tembló
de miedo, acudió a otro árbol, y sucedióle lo mesmo. Dio voces
llamando a don Quijote que le favoreciese. Hízolo así don Quijote,
y preguntándole qué le había sucedido y de qué tenía
miedo, le respondió Sancho que todos aquellos árboles estaban llenos
de pies y de piernas humanas. Tentólos don Quijote y cayó luego en
la cuenta de lo que podía ser, y díjole a Sancho:
-No tienes de qué tener miedo, porque estos pies y piernas que tientas y no
vees sin duda son de algunos forajidos y bandoleros que en estos árboles están
ahorcados, que por aquí los suele ahorcar la justicia, cuando los coge, de
veinte en veinte y de treinta en treinta; por donde me doy a entender que debo de
estar cerca de Barcelona.
Y así era la verdad como él lo había imaginado.
Al partir, alzaron los ojos y vieron los racimos de aquellos árboles, que
eran cuerpos de bandoleros. Ya en esto amanecía, y si los muertos los habían
espantado, no menos los atribularon más de cuarenta bandoleros vivos que de
improviso les rodearon, diciéndoles en lengua catalana que estuviesen quedos
y se detuviesen, hasta que llegase su capitán.
Hallóse don Quijote a pie, su caballo sin freno, su lanza arrimada a un árbol,
y finalmente sin defensa alguna, y, así, tuvo por bien de cruzar las manos
e inclinar la cabeza, guardándose para mejor sazón y coyuntura.
Acudieron los bandoleros a espulgar al rucio y a no dejarle ninguna cosa de cuantas
en las alforjas y la maleta traía, y avínole bien a Sancho que en una
ventrera que tenía ceñida venían los escudos del duque y los
que habían sacado de su tierra; y, con todo eso, aquella buena gente le escardara
y le mirara hasta lo que entre el cuero y la carne tuviera escondido, si no llegara
en aquella sazón su capitán, el cual mostró ser de hasta edad
de treinta y cuatro años, robusto, más que de mediana proporción,
de mirar grave y color morena. Venía sobre un poderoso caballo, vestida la
acerada cota y con cuatro pistoletes (que en aquella tierra se llaman pedreñales)
a los lados. Vio que sus escuderos, que así llaman a los que andan en aquel
ejercicio, iban a despojar a Sancho Panza; mandóles que no lo hiciesen, y
fue luego obedecido, y así se escapó la ventrera. Admiróle ver
lanza arrimada al árbol, escudo en el suelo, y a don Quijote armado y pensativo,
con la más triste y melancólica figura que pudiera formar la misma
tristeza. Llegóse a él, diciéndole:
-No estéis tan triste, buen hombre, porque no habéis caído en
las manos de algún cruel Osiris, sino en las de Roque Guinart, que tienen
más de compasivas que de rigurosas.
-No es mi tristeza -respondió don Quijote- por haber caído en tu poder,
¡oh valeroso Roque, cuya fama no hay límites en la tierra que la encierren!,
sino por haber sido tal mi descuido, que me hayan cogido tus soldados sin el freno,
estando yo obligado, según la orden de la andante caballería que profeso,
a vivir contino alerta, siendo a todas horas centinela de mí mismo; porque
te hago saber, ¡oh gran Roque!, que si me hallaran sobre mi caballo, con mi
lanza y con mi escudo, no les fuera muy fácil rendirme, porque yo soy don
Quijote de la Mancha, aquel que de sus hazañas tiene lleno todo el orbe.
Luego Roque Guinart conoció que la enfermedad de don Quijote tocaba más
en locura que en valentía; y aunque algunas veces le había oído
nombrar, nunca tuvo por verdad sus hechos, ni se pudo persuadir a que semejante humor
reinase en corazón de hombre, y holgóse en estremo de haberle encontrado
para tocar de cerca lo que de lejos dél había oído, y, así,
le dijo:
-Valeroso caballero, no os despechéis ni tengáis a siniestra fortuna
esta en que os halláis, que podía ser que en estos tropiezos vuestra
torcida suerte se enderezase: que el cielo, por estraños y nunca vistos rodeos,
de los hombres no imaginados, suele levantar los caídos y enriquecer los pobres.
Ya le iba a dar las gracias don Quijote, cuando sintieron a sus espaldas un ruido
como de tropel de caballos, y no era sino uno solo, sobre el cual venía a
toda furia un mancebo, al parecer de hasta veinte años, vestido de damasco
verde, con pasamanos de oro, greguescos y saltaembarca, con sombrero terciado a la
valona, botas enceradas y justas, espuelas, daga y espada doradas, una escopeta pequeña
en las manos y dos pistolas a los lados. Al ruido, volvió Roque la cabeza
y vio esta hermosa figura, la cual, en llegando a él, dijo:
-En tu busca venía, ¡oh valeroso Roque!, para hallar en ti, si no remedio,
a lo menos alivio en mi desdicha; y por no tenerte suspenso, porque sé que
no me has conocido, quiero decirte quién soy: yo soy Claudia Jerónima,
hija de Simón Forte, tu singular amigo y enemigo particular de Clauquel Torrellas,
que asimismo lo es tuyo, por ser uno de los de tu contrario bando, y ya sabes que
este Torrellas tiene un hijo que don Vicente Torrellas se llama, o a lo menos se
llamaba no ha dos horas. Este, pues, por abreviar el cuento de mi desventura, te
diré en breves palabras la que me ha causado. Viome, requebróme, escuchéle,
enamoréme, a hurto de mi padre, porque no hay mujer, por retirada que esté
y recatada que sea, a quien no le sobre tiempo para poner en ejecución y efecto
sus atropellados deseos. Finalmente, él me prometió de ser mi esposo
y yo le di la palabra de ser suya, sin que en obras pasásemos adelante. Supe
ayer que, olvidado de lo que me debía, se casaba con otra, y que esta mañana
iba a desposarse, nueva que me turbó el sentido y acabó la paciencia;
y por no estar mi padre en el lugar, le tuve yo de ponerme en el traje que vees,
y apresurando el paso a este caballo, alcancé a don Vicente obra de una legua
de aquí, y, sin ponerme a dar quejas ni a oír disculpas, le disparé
esta escopeta, y por añadidura estas dos pistolas, y a lo que creo le debí
de encerrar más de dos balas en el cuerpo, abriéndole puertas por donde
envuelta en su sangre saliese mi honra. Allí le dejo entre sus criados, que
no osaron ni pudieron ponerse en su defensa. Vengo a buscarte para que me pases a
Francia, donde tengo parientes con quien viva, y asimesmo a rogarte defiendas a mi
padre, porque los muchos de don Vicente no se atrevan a tomar en él desaforada
venganza. |