Donde se cuenta del extraordinario suceso, que se
puede tener por aventura, que le sucedió a don Quijote
Al polvo y al cansancio que don Quijote y Sancho sacaron del descomedimiento
de los toros socorrió una fuente clara y limpia que entre una fresca arboleda
hallaron, en el margen de la cual, dejando libres sin jáquima y freno al rucio
y a Rocinante, los dos asendereados amo y mozo se sentaron. Acudió Sancho
a la repostería de sus alforjas y dellas sacó de lo que él solía
llamar condumio; enjuagóse la boca, lavóse don Quijote el rostro, con
cuyo refrigerio cobraron aliento los espíritus desalentados. No comía
don Quijote, de puro pesaroso, ni Sancho no osaba tocar a los manjares que delante
tenía, de puro comedido, y esperaba a que su señor hiciese la salva;
pero viendo que llevado de sus imaginaciones no se acordaba de llevar el pan a la
boca, no abrió la suya y, atropellando por todo género de crianza,
comenzó a embaular en el estómago el pan y queso que se le ofrecía.
-Come, Sancho amigo -dijo don Quijote-: sustenta la vida, que más que a mí
te importa, y déjame morir a mí a manos de mis pensamientos y a fuerzas
de mis desgracias. Yo, Sancho, nací para vivir muriendo y tú para morir
comiendo; y porque veas que te digo verdad en esto, considérame impreso en
historias, famoso en las armas, comedido en mis acciones, respetado de príncipes,
solicitado de doncellas: al cabo al cabo, cuando esperaba palmas, triunfos y coronas,
granjeadas y merecidas por mis valerosas hazañas, me he visto esta mañana
pisado y acoceado y molido de los pies de animales inmundos y soeces. Esta consideración
me embota los dientes, entorpece las muelas y entomece las manos y quita de todo
en todo la gana del comer, de manera que pienso dejarme morir de hambre, muerte la
más cruel de las muertes.
-Desa manera -dijo Sancho, sin dejar de mascar apriesa-, no aprobará vuestra
merced aquel refrán que dicen: «Muera Marta, y muera harta». Yo
a lo menos no pienso matarme a mí mismo, antes pienso hacer como el zapatero,
que tira el cuero con los dientes hasta que le hace llegar donde él quiere:
yo tiraré mi vida comiendo hasta que llegue al fin que le tiene determinado
el cielo; y sepa, señor, que no hay mayor locura que la que toca en querer
desesperarse como vuestra merced, y créame y después de comido échese
a dormir un poco sobre los colchones verdes destas yerbas, y verá como cuando
despierte se halla algo más aliviado.
Hízolo así don Quijote, pareciéndole que las razones de Sancho
más eran de filósofo que de mentecato, y díjole:
-Si tú, ¡oh Sancho!, quisieses hacer por mí lo que yo ahora te
diré, serían mis alivios más ciertos y mis pesadumbres no tan
grandes: y es que mientras yo duermo, obedeciendo tus consejos, tú te desviases
un poco lejos de aquí y con las riendas de Rocinante, echando al aire tus
carnes, te dieses trecientos o cuatrocientos azotes a buena cuenta de los tres mil
y tantos que te has de dar por el desencanto de Dulcinea, que es lástima no
pequeña que aquella pobre señora esté encantada por tu descuido
y negligencia.
-Hay mucho que decir en eso -dijo Sancho-. Durmamos por ahora entrambos, y después
Dios dijo lo que será. Sepa vuestra merced que esto de azotarse un hombre
a sangre fría es cosa recia, y más si caen los azotes sobre un cuerpo
mal sustentado y peor comido: tenga paciencia mi señora Dulcinea, que cuando
menos se cate me verá hecho una criba, de azotes; y hasta la muerte, todo
es vida: quiero decir, que aún yo la tengo, junto con el deseo de cumplir
con lo que he prometido.
Agradeciéndoselo don Quijote, comió algo, y Sancho mucho, y echáronse
a dormir entrambos, dejando a su albedrío y sin orden alguna pacer del abundosa
yerba de que aquel prado estaba lleno a los dos continuos compañeros y amigos
Rocinante y el rucio. Despertaron algo tarde, volvieron a subir y a seguir su camino,
dándose priesa para llegar a una venta que al parecer una legua de allí
se descubría. Digo que era venta porque don Quijote la llamó así,
fuera del uso que tenía de llamar a todas las ventas castillos.
Llegaron, pues, a ella; preguntaron al huésped si había posada; fueles
respondido que sí, con toda la comodidad y regalo que pudiera hallar en Zaragoza.
Apeáronse y recogió Sancho su repostería en un aposento de quien
el huésped le dio la llave, llevó las bestias a la caballeriza, echóles
sus piensos, salió a ver lo que don Quijote, que estaba sentado sobre un poyo,
le mandaba, dando particulares gracias al cielo de que a su amo no le hubiese parecido
castillo aquella venta.
Llegóse la hora del cenar, recogiéronse a su estancia; preguntó
Sancho al huésped que qué tenía para darles de cenar, a lo que
el huésped respondió que su boca sería medida y, así,
que pidiese lo que quisiese, que de las pajaricas del aire, de las aves de la tierra
y de los pescados del mar estaba proveída aquella venta.
-No es menester tanto -respondió Sancho-, que con un par de pollos que nos
asen tendremos lo suficiente, porque mi señor es delicado y come poco, y yo
no soy tragantón en demasía.
Respondióle el huésped que no tenía pollos, porque los milanos
los tenían asolados.
-Pues mande el señor huésped -dijo Sancho- asar una polla que sea tierna.
-¿Polla? ¡Mi padre! -respondió el huésped-. En verdad
en verdad que envié ayer a la ciudad a vender más de cincuenta; pero,
fuera de pollas, pida vuestra merced lo que quisiere.
-Desa manera -dijo Sancho-, no faltará ternera o cabrito.
-En casa por ahora -respondió el huésped- no lo hay, porque se ha acabado,
pero la semana que viene lo habrá de sobra.
-¡Medrados estamos con eso! -respondió Sancho-. Yo pondré que
se vienen a resumirse todas estas faltas en las sobras que debe de haber de tocino
y huevos.
-¡Por Dios -respondió el huésped- que es gentil relente el que
mi huésped tiene! Pues hele dicho que ni tengo pollas ni gallinas, ¡y
quiere que tenga huevos! Discurra, si quisiere, por otras delicadezas, y déjese
de pedir gullurías.
-Resolvámonos, cuerpo de mí -dijo Sancho-, y dígame finalmente
lo que tiene y déjese de discurrimientos, señor huésped.
Dijo el ventero:
-Lo que real y verdaderamente tengo son dos uñas de vaca que parecen manos
de ternera, o dos manos de ternera que parecen uñas de vaca; están
cocidas con sus garbanzos, cebollas y tocino, y la hora de ahora están diciendo:
«¡Coméme! ¡Coméme!».
-Por mías las marco desde aquí -dijo Sancho-, y nadie las toque, que
yo las pagaré mejor que otro, porque para mí ninguna otra cosa pudiera
esperar de más gusto, y no se me daría nada que fuesen manos, como
fuesen uñas.
-Nadie las tocará -dijo el ventero-, porque otros huéspedes que tengo,
de puro principales, traen consigo cocinero, despensero y repostería.
-Si por principales va -dijo Sancho-, ninguno más que mi amo; pero el oficio
que él trae no permite despensas ni botillerías: ahí nos tendemos
en mitad de un prado y nos hartamos de bellotas o de nísperos.
Esta fue la plática que Sancho tuvo con el ventero, sin querer Sancho pasar
adelante en responderle, que ya le había preguntado qué oficio o qué
ejercicio era el de su amo.
Llegóse, pues, la hora del cenar, recogióse a su estancia don Quijote,
trujo el huésped la olla, así como estaba, y sentóse a cenar
muy de propósito. Parece ser que en otro aposento que junto al de don Quijote
estaba, que no le dividía más que un sutil tabique, oyó decir
don Quijote:
-Por vida de vuestra merced, señor don Jerónimo, que en tanto que traen
la cena leamos otro capítulo de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha.
Apenas oyó su nombre don Quijote, cuando se puso en pie y con oído
alerto escuchó lo que dél trataban y oyó que el tal don Jerónimo
referido respondió:
-¿Para qué quiere vuestra merced, señor don Juan, que leamos
estos disparates, si el que hubiere leído la primera parte de la historia
de don Quijote de la Mancha no es posible que pueda tener gusto en leer esta segunda?
-Con todo eso -dijo el don Juan-, será bien leerla, pues no hay libro tan
malo, que no tenga alguna cosa buena. Lo que a mí en este más desplace
es que pinta a don Quijote ya desenamorado de Dulcinea del Toboso.
Oyendo lo cual don Quijote, lleno de ira y de despecho alzó la voz y dijo:
-Quienquiera que dijere que don Quijote de la Mancha ha olvidado ni puede olvidar
a Dulcinea del Toboso, yo le haré entender con armas iguales que va muy lejos
de la verdad; porque la sin par Dulcinea del Toboso ni puede ser olvidada, ni en
don Quijote puede caber olvido: su blasón es la firmeza, y su profesión,
el guardarla con suavidad y sin hacerse fuerza alguna.
-¿Quién es el que nos responde? -respondieron del otro aposento.
-¿Quién ha de ser -respondió Sancho- sino el mismo don Quijote
de la Mancha, que hará bueno cuanto ha dicho y aun cuanto dijere, que al buen
pagador no le duelen prendas?
Apenas hubo dicho esto Sancho, cuando entraron por la puerta de su aposento dos caballeros,
que tales lo parecían, y uno dellos, echando los brazos al cuello de don Quijote,
le dijo:
-Ni vuestra presencia puede desmentir vuestro nombre, ni vuestro nombre puede no
acreditar vuestra presencia: sin duda vos, señor, sois el verdadero don Quijote
de la Mancha, norte y lucero de la andante caballería, a despecho y pesar
del que ha querido usurpar vuestro nombre y aniquilar vuestras hazañas, como
lo ha hecho el autor deste libro que aquí os entrego.
Y poniéndole un libro en las manos, que traía su compañero,
le tomó don Quijote y, sin responder palabra, comenzó a hojearle, y
de allí a un poco se le volvió, diciendo:
-En esto poco que he visto he hallado tres cosas en este autor dignas de reprehensión.
La primera es algunas palabras que he leído en el prólogo; la otra,
que el lenguaje es aragonés, porque tal vez escribe sin artículos,
y la tercera, que más le confirma por ignorante, es que yerra y se desvía
de la verdad en lo más principal de la historia, porque aquí dice que
la mujer de Sancho Panza mi escudero se llama Mari Gutiérrez, y no llama tal,
sino Teresa Panza: y quien en esta parte tan principal yerra, bien se podrá
temer que yerra en todas las demás de la historia.
A esto dijo Sancho:
-¡Donosa cosa de historiador! ¡Por cierto, bien debe de estar en el cuento
de nuestros sucesos, pues llama a Teresa Panza, mi mujer, «Mari Gutiérrez»!
Torne a tomar el libro, señor, y mire si ando yo por ahí y si me ha
mudado el nombre. |