Que trata de cómo menudearon sobre don Quijote
aventuras tantas, que no se daban vagar unas a otras
Cuando don Quijote se vio en la campaña rasa, libre y desembarazado de los
requiebros de Altisidora, le pareció que estaba en su centro y que los espíritus
se le renovaban para proseguir de nuevo el asumpto de sus caballerías, y volviéndose
a Sancho le dijo:
-La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres
dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra
ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar
la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los
hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia que en
este castillo que dejamos hemos tenido; pues en mitad de aquellos banquetes sazonados
y de aquellas bebidas de nieve me parecía a mí que estaba metido entre
las estrechezas de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si
fueran míos, que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes
recebidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso
aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan sin que le quede obligación de
agradecerlo a otro que al mismo cielo!
-Con todo eso -dijo Sancho- que vuesa merced me ha dicho, no es bien que se quede
sin agradecimiento de nuestra parte docientos escudos de oro que en una bolsilla
me dio el mayordomo del duque, que como píctima y confortativo la llevo puesta
sobre el corazón, para lo que se ofreciere, que no siempre hemos de hallar
castillos donde nos regalen, que tal vez toparemos con algunas ventas donde nos apaleen.
En estos y otros razonamientos iban los andantes, caballero y escudero, cuando vieron,
habiendo andado poco más de una legua, que encima de la yerba de un pradillo
verde, encima de sus capas, estaban comiendo hasta una docena de hombres vestidos
de labradores. Junto a sí tenían unas como sábanas blancas con
que cubrían alguna cosa que debajo estaba: estaban empinadas y tendidas y
de trecho a trecho puestas. Llegó don Quijote a los que comían y, saludándolos
primero cortésmente, les preguntó que qué era lo que aquellos
lienzos cubrían. Uno dellos le respondió:
-Señor, debajo destos lienzos están unas imágines de relieve
y entalladura que han de servir en un retablo que hacemos en nuestra aldea; llevámoslas
cubiertas, porque no se desfloren, y en hombros, porque no se quiebren.
-Si sois servidos -respondió don Quijote-, holgaría de verlas, pues
imágines que con tanto recato se llevan sin duda deben de ser buenas.
-¡Y cómo si lo son! -dijo otro-. Si no, dígalo lo que cuesta,
que en verdad que no hay ninguna que no esté en más de cincuenta ducados;
y porque vea vuestra merced esta verdad, espere vuestra merced y verla ha por vista
de ojos.
Y, levantándose, dejó de comer y fue a quitar la cubierta de la primera
imagen, que mostró ser la de San Jorge puesto a caballo, con una serpiente
enroscada a los pies y la lanza atravesada por la boca, con la fiereza que suele
pintarse. Toda la imagen parecía una ascua de oro, como suele decirse. Viéndola
don Quijote, dijo:
-Este caballero fue uno de los mejores andantes que tuvo la milicia divina: llamóse
don San Jorge y fue además defendedor de doncellas. Veamos esta otra.
Descubrióla el hombre, y pareció ser la de San Martín puesto
a caballo, que partía la capa con el pobre; y apenas la hubo visto don Quijote,
cuando dijo:
-Este caballero también fue de los aventureros cristianos, y creo que fue
más liberal que valiente, como lo puedes echar de ver, Sancho, en que está
partiendo la capa con el pobre y le da la mitad; y sin duda debía de ser entonces
invierno, que, si no, él se la diera toda, según era de caritativo.
-No debió de ser eso -dijo Sancho-, sino que se debió de atener al
refrán que dicen: que para dar y tener, seso es menester.
Rióse don Quijote y pidió que quitasen otro lienzo, debajo del cual
se descubrió la imagen del Patrón de las Españas a caballo,
la espada ensangrentada, atropellando moros y pisando cabezas; y en viéndola,
dijo don Quijote:
-Este sí que es caballero, y de las escuadras de Cristo: este se llama don
San Diego Matamoros, uno de los más valientes santos y caballeros que tuvo
el mundo y tiene agora el cielo.
Luego descubrieron otro lienzo y pareció que encubría la caída
de San Pablo del caballo abajo, con todas las circunstancias que en el retablo de
su conversión suelen pintarse. Cuando le vido tan al vivo, que dijeran que
Cristo le hablaba y Pablo respondía:
-Este -dijo don Quijote- fue el mayor enemigo que tuvo la Iglesia de Dios Nuestro
Señor en su tiempo y el mayor defensor suyo que tendrá jamás:
caballero andante por la vida y santo a pie quedo por la muerte, trabajador incansable
en la viña del Señor, doctor de las gentes, a quien sirvieron de escuelas
los cielos y de catedrático y maestro que le enseñase el mismo Jesucristo.
No había más imágines, y, así, mandó don Quijote
que las volviesen a cubrir y dijo a los que las llevaban:
-Por buen agüero he tenido, hermanos, haber visto lo que he visto, porque estos
santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las armas,
sino que la diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos fueron santos
y pelearon a lo divino y yo soy pecador y peleo a lo humano. Ellos conquistaron el
cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza, y yo hasta agora no sé
lo que conquisto a fuerza de mis trabajos; pero si mi Dulcinea del Toboso saliese
de los que padece, mejorándose mi ventura y adobándoseme el juicio,
podría ser que encaminase mis pasos por mejor camino del que llevo.
-Dios lo oiga y el pecado sea sordo -dijo Sancho a esta ocasión.
Admiráronse los hombres así de la figura como de las razones de don
Quijote, sin entender la mitad de lo que en ellas decir quería. Acabaron de
comer, cargaron con sus imágines y, despidiéndose de don Quijote, siguieron
su viaje.
Quedó Sancho de nuevo, como si jamás hubiera conocido a su señor,
admirado de lo que sabía, pareciéndole que no debía de haber
historia en el mundo ni suceso que no lo tuviese cifrado en la uña y clavado
en la memoria, y díjole:
-En verdad, señor nuestramo, que si esto que nos ha sucedido hoy se puede
llamar aventura, ella ha sido de las más suaves y dulces que en todo el discurso
de nuestra peregrinación nos ha sucedido: della habemos salido sin palos y
sobresalto alguno, ni hemos echado mano a las espadas, ni hemos batido la tierra
con los cuerpos, ni quedamos hambrientos. Bendito sea Dios, que tal me ha dejado
ver con mis propios ojos.
-Tú dices bien, Sancho -dijo don Quijote-, pero has de advertir que no todos
los tiempos son unos, ni corren de una misma suerte, y esto que el vulgo suele llamar
comúnmente agüeros, que no se fundan sobre natural razón alguna,
del que es discreto han de ser tenidos y juzgados por buenos acontecimientos. Levántase
uno destos agoreros por la mañana, sale de su casa, encuéntrase con
un fraile de la orden del bienaventurado San Francisco y, como si hubiera encontrado
con un grifo, vuelve las espaldas y vuélvese a su casa. Derrámasele
al otro mendoza la sal encima de la mesa, y derrámasele a él la melancolía
por el corazón, como si estuviese obligada la naturaleza a dar señales
de las venideras desgracias con cosas tan de poco momento como las referidas. El
discreto y cristiano no ha de andar en puntillos con lo que quiere hacer el cielo.
Llega Cipión a África, tropieza en saltando en tierra, tiénenlo
por mal agüero sus soldados, pero él, abrazándose con el suelo,
dijo: «No te me podrás huir, África, porque te tengo asida y
entre mis brazos». Así que, Sancho, el haber encontrado con estas imágines
ha sido para mí felicísimo acontecimiento.
-Yo así lo creo -respondió Sancho- y querría que vuestra merced
me dijese qué es la causa porque dicen los españoles cuando quieren
dar alguna batalla, invocando aquel San Diego Matamoros: «¡Santiago,
y cierra España!». ¿Está por ventura España abierta
y de modo que es menester cerrarla, o qué ceremonia es esta?
-Simplicísimo eres, Sancho -respondió don Quijote-, y mira que este
gran caballero de la cruz bermeja háselo dado Dios a España por patrón
y amparo suyo, especialmente en los rigurosos trances que con los moros los españoles
han tenido, y, así, le invocan y llaman como a defensor suyo en todas las
batallas que acometen, y muchas veces le han visto visiblemente en ellas derribando,
atropellando, destruyendo y matando los agarenos escuadrones; y desta verdad te pudiera
traer muchos ejemplos que en las verdaderas historias españolas se cuentan.
Mudó Sancho plática y dijo a su amo:
-Maravillado estoy, señor, de la desenvoltura de Altisidora, la doncella de
la duquesa: bravamente la debe de tener herida y traspasada aquel que llaman «Amor»,
que dicen que es un rapaz ceguezuelo que, con estar lagañoso o, por mejor
decir, sin vista, si toma por blanco un corazón, por pequeño que sea,
le acierta y traspasa de parte a parte con sus flechas. He oído decir también
que en la vergüenza y recato de las doncellas se despuntan y embotan las amorosas
saetas, pero en esta Altisidora más parece que se aguzan que despuntan.
-Advierte, Sancho -dijo don Quijote-, que el amor ni mira respetos ni guarda términos
de razón en sus discursos, y tiene la misma condición que la muerte,
que así acomete los altos alcázares de los reyes como las humildes
chozas de los pastores, y cuando toma entera posesión de una alma, lo primero
que hace es quitarle el temor y la vergüenza; y, así, sin ella declaró
Altisidora sus deseos, que engendraron en mi pecho antes confusión que lástima.
-¡Crueldad notoria! -dijo Sancho-. ¡Desagradecimiento inaudito! Yo de
mí sé decir que me rindiera y avasallara la más mínima
razón amorosa suya. ¡Hideputa, y qué corazón de mármol,
qué entrañas de bronce y qué alma de argamasa! Pero no puedo
pensar qué es lo que vio esta doncella en vuestra merced que así la
rindiese y avasallase: qué gala, qué brío, qué donaire,
qué rostro, que cada cosa por sí destas o todas juntas la enamoraron;
que en verdad en verdad que muchas veces me paro a mirar a vuestra merced desde la
punta del pie hasta el último cabello de la cabeza, y que veo más cosas
para espantar que para enamorar; y habiendo yo también oído decir que
la hermosura es la primera y principal parte que enamora, no teniendo vuestra merced
ninguna, no sé yo de qué se enamoró la pobre. |