De la descomunal y nunca vista batalla que pasó
entre don Quijote de la Mancha y el lacayo Tosilos en la defensa de la hija
de la dueña doña Rodríguez
No quedaron arrepentidos los duques de la burla hecha a Sancho Panza del gobierno
que le dieron, y más que aquel mismo día vino su mayordomo y les contó
punto por punto todas casi las palabras y acciones que Sancho había dicho
y hecho en aquellos días, y finalmente les encareció el asalto de la
ínsula, y el miedo de Sancho y su salida, de que no pequeño gusto recibieron.
Después desto cuenta la historia que se llegó el día de la batalla
aplazada, y, habiendo el duque una y muy muchas veces advertido a su lacayo Tosilos
cómo se había de avenir con don Quijote para vencerle sin matarle ni
herirle, ordenó que se quitasen los hierros a las lanzas, diciendo a don Quijote
que no permitía la cristiandad de que él se preciaba que aquella batalla
fuese con tanto riesgo y peligro de las vidas, y que se contentase con que le daba
campo franco en su tierra, puesto que iba contra el decreto del santo Concilio que
prohíbe los tales desafíos, y no quisiese llevar por todo rigor aquel
trance tan fuerte.
Don Quijote dijo que Su Excelencia dispusiese las cosas de aquel negocio como más
fuese servido, que él le obedecería en todo. Llegado, pues, el temeroso
día, y habiendo mandado el duque que delante de la plaza del castillo se hiciese
un espacioso cadahalso donde estuviesen los jueces del campo y las dueñas,
madre y hija, demandantes, había acudido de todos los lugares y aldeas circunvecinas
infinita gente a ver la novedad de aquella batalla, que nunca otra tal no habían
visto ni oído decir en aquella tierra los que vivían ni los que habían
muerto.
El primero que entró en el campo y estacada fue el maestro de las ceremonias,
que tanteó el campo y le paseó todo, porque en él no hubiese
algún engaño, ni cosa encubierta donde se tropezase y cayese; luego
entraron las dueñas y se sentaron en sus asientos, cubiertas con los mantos
hasta los ojos, y aun hasta los pechos, con muestras de no pequeño sentimiento.
Presente don Quijote en la estacada, de allí a poco, acompañado de
muchas trompetas, asomó por una parte de la plaza, sobre un poderoso caballo,
hundiéndola toda, el grande lacayo Tosilos, calada la visera y todo encambronado,
con unas fuertes y lucientes armas. El caballo mostraba ser frisón, ancho
y de color tordillo; de cada mano y pie le pendía una arroba de lana.
Venía el valeroso combatiente bien informado del duque su señor de
cómo se había de portar con el valeroso don Quijote de la Mancha, advertido
que en ninguna manera le matase, sino que procurase huir el primer encuentro, por
escusar el peligro de su muerte, que estaba cierto si de lleno en lleno le encontrase.
Paseó la plaza y, llegando donde las dueñas estaban, se puso algún
tanto a mirar a la que por esposo le pedía. Llamó el maese de campo
a don Quijote, que ya se había presentado en la plaza, y junto con Tosilos
habló a las dueñas, preguntándoles si consentían que
volviese por su derecho don Quijote de la Mancha. Ellas dijeron que sí y que
todo lo que en aquel caso hiciese lo daban por bien hecho, por firme y por valedero.
Ya en este tiempo estaban el duque y la duquesa puestos en una galería que
caía sobre la estacada, toda la cual estaba coronada de infinita gente que
esperaba ver el riguroso trance nunca visto. Fue condición de los combatientes
que si don Quijote vencía, su contrario se había de casar con la hija
de doña Rodríguez, y si él fuese vencido, quedaba libre su contendor
de la palabra que se le pedía, sin dar otra satisfación alguna.
Partióles el maestro de las ceremonias el sol y puso a los dos cada uno en
el puesto donde habían de estar. Sonaron los atambores, llenó el aire
el son de las trompetas, temblaba debajo de los pies la tierra, estaban suspensos
los corazones de la mirante turba, temiendo unos y esperando otros el bueno o el
mal suceso de aquel caso. Finalmente, don Quijote, encomendándose de todo
su corazón a Dios Nuestro Señor y a la señora Dulcinea del Toboso,
estaba aguardando que se le diese señal precisa de la arremetida; empero nuestro
lacayo tenía diferentes pensamientos: no pensaba él sino en lo que
agora diré.
Parece ser que cuando estuvo mirando a su enemiga le pareció la más
hermosa mujer que había visto en toda su vida, y el niño ceguezuelo
a quien suelen llamar de ordinario «Amor» por esas calles no quiso perder
la ocasión que se le ofreció de triunfar de una alma lacayuna y ponerla
en la lista de sus trofeos; y así, llegándose a él bonitamente
sin que nadie le viese, le envasó al pobre lacayo una flecha de dos varas
por el lado izquierdo y le pasó el corazón de parte a parte; y púdolo
hacer bien al seguro, porque el Amor es invisible y entra y sale por do quiere, sin
que nadie le pida cuenta de sus hechos.
Digo, pues, que cuando dieron la señal de la arremetida estaba nuestro lacayo
transportado, pensando en la hermosura de la que ya había hecho señora
de su libertad, y, así, no atendió al son de la trompeta, como hizo
don Quijote, que apenas la hubo oído cuando arremetió y a todo el correr
que permitía Rocinante partió contra su enemigo; y viéndole
partir su buen escudero Sancho, dijo a grandes voces:
-¡Dios te guíe, nata y flor de los andantes caballeros! ¡Dios
te dé la vitoria, pues llevas la razón de tu parte!
Y aunque Tosilos vio venir contra sí a don Quijote, no se movió un
paso de su puesto, antes con grandes voces llamó al maese de campo, el cual
venido a ver lo que quería, le dijo:
-Señor, ¿esta batalla no se hace porque yo me case o no me case con
aquella señora?
-Así es -le fue respondido.
-Pues yo -dijo el lacayo- soy temeroso de mi conciencia y pondríala en gran
cargo si pasase adelante en esta batalla; y, así, digo que yo me doy por vencido
y que quiero casarme luego con aquella señora.
Quedó admirado el maese de campo de las razones de Tosilos, y como era uno
de los sabidores de la máquina de aquel caso no le supo responder palabra.
Detúvose don Quijote en la mitad de su carrera, viendo que su enemigo no le
acometía. El duque no sabía la ocasión por que no se pasaba
adelante en la batalla, pero el maese de campo le fue a declarar lo que Tosilos decía,
de lo que quedó suspenso y colérico en estremo.
En tanto que esto pasaba, Tosilos se llegó adonde doña Rodríguez
estaba y dijo a grandes voces:
-Yo, señora, quiero casarme con vuestra hija y no quiero alcanzar por pleitos
ni contiendas lo que puedo alcanzar por paz y sin peligro de la muerte.
Oyó esto el valeroso don Quijote y dijo:
-Pues esto así es, yo quedo libre y suelto de mi promesa: cásense enhorabuena,
y pues Dios Nuestro Señor se la dio, San Pedro se la bendiga.
El duque había bajado a la plaza del castillo y, llegándose a Tosilos,
le dijo:
-¿Es verdad, caballero, que os dais por vencido y que, instigado de vuestra
temerosa conciencia, os queréis casar con esta doncella?
-Sí, señor -respondió Tosilos.
-Él hace muy bien -dijo a esta sazón Sancho Panza-, porque lo que has
de dar al mur, dalo al gato, y sacarte ha de cuidado.
Íbase Tosilos desenlazando la celada y rogaba que apriesa le ayudasen, porque
le iban faltando los espíritus del aliento y no podía verse encerrado
tanto tiempo en la estrecheza de aquel aposento. Quitáronsela apriesa, y quedó
descubierto y patente su rostro de lacayo. Viendo lo cual doña Rodríguez
y su hija, dando grandes voces dijeron:
-¡Este es engaño, engaño es este! ¡A Tosilos, el lacayo
del duque mi señor, nos han puesto en lugar de mi verdadero esposo! ¡Justicia
de Dios y del rey de tanta malicia, por no decir bellaquería!
-No vos acuitéis, señoras -dijo don Quijote-, que ni esa es malicia
ni es bellaquería; y si la es, no ha sido la causa el duque, sino los malos
encantadores que me persiguen, los cuales, invidiosos de que yo alcanzase la gloria
deste vencimiento, han convertido el rostro de vuestro esposo en el de este que decís
que es lacayo del duque. Tomad mi consejo y, a pesar de la malicia de mis enemigos,
casaos con él, que sin duda es el mismo que vos deseáis alcanzar por
esposo.
El duque que esto oyó, estuvo por romper en risa toda su cólera y dijo:
-Son tan extraordinarias las cosas que suceden al señor don Quijote, que estoy
por creer que este mi lacayo no lo es; pero usemos deste ardid y maña: dilatemos
el casamiento quince días siquiera, y tengamos encerrado a este personaje
que nos tiene dudosos, en los cuales podría ser que volviese a su prístina
figura, que no ha de durar tanto el rancor que los encantadores tienen al señor
don Quijote, y más yéndoles tan poco en usar estos embelecos y transformaciones.
-¡Oh señor! -dijo Sancho-, que ya tienen estos malandrines por uso y
costumbre de mudar las cosas de unas en otras que tocan a mi amo. Un caballero que
venció los días pasados, llamado el de los Espejos, le volvieron en
la figura del bachiller Sansón Carrasco, natural de nuestro pueblo y grande
amigo nuestro, y a mi señora Dulcinea del Toboso la han vuelto en una rústica
labradora; y, así, imagino que este lacayo ha de morir y vivir lacayo todos
los días de su vida.
A lo que dijo la hija de Rodríguez:
-Séase quien fuere este que me pide por esposa, que yo se lo agradezco, que
más quiero ser mujer legítima de un lacayo que no amiga y burlada de
un caballero, puesto que el que a mí me burló no lo es.
En resolución, todos estos cuentos y sucesos pararon en que Tosilos se recogiese
hasta ver en qué paraba su transformación; aclamaron todos la vitoria
por don Quijote, y los más quedaron tristes y melancólicos de ver que
no se habían hecho pedazos los tan esperados combatientes, bien así
como los mochachos quedan tristes cuando no sale el ahorcado que esperan porque le
ha perdonado o la parte o la justicia. Fuese la gente, volviéronse el duque
y don Quijote al castillo, encerraron a Tosilos, quedaron doña Rodríguez
y su hija contentísimas de ver que por una vía o por otra aquel caso
había de parar en casamiento, y Tosilos no esperaba menos. |