De cosas sucedidas a Sancho en el camino, y otras
que no hay más que ver
El haberse detenido Sancho con Ricote no le dio lugar a que aquel día llegase
al castillo del duque, puesto que llegó media legua dél, donde le tomó
la noche algo escura y cerrada, pero como era verano no le dio mucha pesadumbre y,
así, se apartó del camino con intención de esperar la mañana;
y quiso su corta y desventurada suerte que buscando lugar donde mejor acomodarse
cayeron él y el rucio en una honda y escurísima sima que entre unos
edificios muy antiguos estaba, y al tiempo del caer se encomendó a Dios de
todo corazón, pensando que no había de parar hasta el profundo de los
abismos: y no fue así, porque a poco más de tres estados dio fondo
el rucio, y él se halló encima dél sin haber recebido lisión
ni daño alguno.
Tentóse todo el cuerpo y recogió el aliento, por ver si estaba sano
o agujereado por alguna parte; y viéndose bueno, entero y católico
de salud, no se hartaba de dar gracias a Dios Nuestro Señor de la merced que
le había hecho, porque sin duda pensó que estaba hecho mil pedazos.
Tentó asimismo con las manos por las paredes de la sima, por ver si sería
posible salir della sin ayuda de nadie, pero todas las halló rasas y sin asidero
alguno, de lo que Sancho se congojó mucho, especialmente cuando oyó
que el rucio se quejaba tierna y dolorosamente; y no era mucho, ni se lamentaba de
vicio, que a la verdad no estaba muy bien parado.
-¡Ay -dijo entonces Sancho Panza-, y cuán no pensados sucesos suelen
suceder a cada paso a los que viven en este miserable mundo! ¿Quién
dijera que el que ayer se vio entronizado gobernador de una ínsula, mandando
a sus sirvientes y a sus vasallos, hoy se había de ver sepultado en una sima,
sin haber persona alguna que le remedie, ni criado ni vasallo que acuda a su socorro?
Aquí habremos de perecer de hambre yo y mi jumento, si ya no nos morimos antes,
él de molido y quebrantado, y yo de pesaroso. A lo menos no seré yo
tan venturoso como lo fue mi señor don Quijote de la Mancha cuando decendió
y bajó a la cueva de aquel encantado Montesinos, donde halló quien
le regalase mejor que en su casa, que no parece sino que se fue a mesa puesta y a
cama hecha. Allí vio él visiones hermosas y apacibles, y yo veré
aquí, a lo que creo, sapos y culebras. ¡Desdichado de mí, y en
qué han parado mis locuras y fantasías! De aquí sacarán
mis huesos, cuando el cielo sea servido que me descubran, mondos, blancos y raídos,
y los de mi buen rucio con ellos, por donde quizá se echará de ver
quién somos, a lo menos de los que tuvieren noticia que nunca Sancho Panza
se apartó de su asno, ni su asno de Sancho Panza. Otra vez digo: ¡miserables
de nosotros, que no ha querido nuestra corta suerte que muriésemos en nuestra
patria y entre los nuestros, donde ya que no hallara remedio nuestra desgracia, no
faltara quien dello se doliera y en la hora última de nuestro pasamiento nos
cerrara los ojos! ¡Oh compañero y amigo mío, qué mal pago
te he dado de tus buenos servicios! Perdóname y pide a la fortuna, en el mejor
modo que supieres, que nos saque deste miserable trabajo en que estamos puestos los
dos, que yo prometo de ponerte una corona de laurel en la cabeza, que no parezcas
sino un laureado poeta, y de darte los piensos doblados.
Desta manera se lamentaba Sancho Panza, y su jumento le escuchaba sin responderle
palabra alguna: tal era el aprieto y angustia en que el pobre se hallaba. Finalmente,
habiendo pasado toda aquella noche en miserables quejas y lamentaciones, vino el
día, con cuya claridad y resplandor vio Sancho que era imposible de toda imposibilidad
salir de aquel pozo sin ser ayudado, y comenzó a lamentarse y dar voces, por
ver si alguno le oía; pero todas sus voces eran dadas en desierto, pues por
todos aquellos contornos no había persona que pudiese escucharle, y entonces
se acabó de dar por muerto.
Estaba el rucio boca arriba, y Sancho Panza le acomodó de modo que le puso
en pie, que apenas se podía tener; y sacando de las alforjas, que también
habían corrido la mesma fortuna de la caída, un pedazo de pan, lo dio
a su jumento, que no le supo mal, y díjole Sancho, como si lo entendiera:
-Todos los duelos con pan son buenos.
En esto descubrió a un lado de la sima un agujero, capaz de caber por él
una persona, si se agobiaba y encogía. Acudió a él Sancho Panza
y, agazapándose, se entró por él y vio que por de dentro era
espacioso y largo; y púdolo ver porque por lo que se podía llamar techo
entraba un rayo de sol que lo descubría todo. Vio también que se dilataba
y alargaba por otra concavidad espaciosa, viendo lo cual volvió a salir adonde
estaba el jumento, y con una piedra comenzó a desmoronar la tierra del agujero,
de modo que en poco espacio hizo lugar donde con facilidad pudiese entrar el asno,
como lo hizo; y cogiéndole del cabestro comenzó a caminar por aquella
gruta adelante, por ver si hallaba alguna salida por otra parte. A veces iba a escuras
y a veces sin luz, pero ninguna vez sin miedo.
«¡Válame Dios todopoderoso!», decía entre sí.
«Esta que para mí es desventura, mejor fuera para aventura de mi amo
don Quijote. Él sí que tuviera estas profundidades y mazmorras por
jardines floridos y por palacios de Galiana, y esperara salir de esta escuridad y
estrecheza a algún florido prado; pero yo sin ventura, falto de consejo y
menoscabado de ánimo, a cada paso pienso que debajo de los pies de improviso
se ha de abrir otra sima más profunda que la otra, que acabe de tragarme.
Bien vengas mal, si vienes solo.»
Desta manera y con estos pensamientos le pareció que habría caminado
poco más de media legua, al cabo de la cual descubrió una confusa claridad,
que pareció ser ya de día, y que por alguna parte entraba, que daba
indicio de tener fin abierto aquel, para él, camino de la otra vida.
Aquí le deja Cide Hamete Benengeli, y vuelve a tratar de don Quijote, que
alborozado y contento esperaba el plazo de la batalla que había de hacer con
el robador de la honra de la hija de doña Rodríguez, a quien pensaba
enderezar el tuerto y desaguisado que malamente le tenían fecho.
Sucedió, pues, que saliéndose una mañana a imponerse y ensayarse
en lo que había de hacer en el trance en que otro día pensaba verse,
dando un repelón o arremetida a Rocinante, llegó a poner los pies tan
junto a una cueva, que a no tirarle fuertemente las riendas fuera imposible no caer
en ella. En fin le detuvo, y no cayó, y llegándose algo más
cerca, sin apearse, miró aquella hondura, y estándola mirando, oyó
grandes voces dentro, y escuchando atentamente, pudo percebir y entender que el que
las daba decía:
-¡Ah de arriba! ¿Hay algún cristiano que me escuche o algún
caballero caritativo que se duela de un pecador enterrado en vida, a un desdichado
desgobernado gobernador?
Parecióle a don Quijote que oía la voz de Sancho Panza, de que quedó
suspenso y asombrado, y levantando la voz todo lo que pudo dijo:
-¿Quién está allá abajo? ¿Quién se queja?
-¿Quién puede estar aquí o quién se ha de quejar -respondieron-,
sino el asendereado de Sancho Panza, gobernador, por sus pecados y por su mala andanza,
de la ínsula Barataria, escudero que fue del famoso caballero don Quijote
de la Mancha?
Oyendo lo cual don Quijote, se le dobló la admiración y se le acrecentó
el pasmo, viniéndosele al pensamiento que Sancho Panza debía de ser
muerto y que estaba allí penando su alma, y llevado desta imaginación
dijo:
-Conjúrote por todo aquello que puedo conjurarte como católico cristiano
que me digas quién eres; y si eres alma en pena, dime qué quieres que
haga por ti, que pues es mi profesión favorecer y acorrer a los necesitados
deste mundo, también lo seré para acorrer y ayudar a los menesterosos
del otro mundo, que no pueden ayudarse por sí propios.
-Desa manera -respondieron-, vuestra merced que me habla debe de ser mi señor
don Quijote de la Mancha, y aun en el órgano de la voz no es otro, sin duda.
-Don Quijote soy -replicó don Quijote-, el que profeso socorrer y ayudar en
sus necesidades a los vivos y a los muertos. Por eso dime quién eres, que
me tienes atónito: porque si eres mi escudero Sancho Panza y te has muerto,
como no te hayan llevado los diablos, y por la misericordia de Dios estés
en el purgatorio, sufragios tiene nuestra santa madre la Iglesia Católica
Romana bastantes a sacarte de las penas en que estás, y yo, que lo solicitaré
con ella por mi parte con cuanto mi hacienda alcanzare; por eso acaba de declararte
y dime quién eres.
-¡Voto a tal! -respondieron-, y por el nacimiento de quien vuesa merced quisiere
juro, señor don Quijote de la Mancha, que yo soy su escudero Sancho Panza
y que nunca me he muerto en todos los días de mi vida, sino que, habiendo
dejado mi gobierno por cosas y causas que es menester más espacio para decirlas,
anoche caí en esta sima donde yago, el rucio conmigo, que no me dejará
mentir, pues, por más señas, está aquí conmigo.
Y hay más, que no parece sino que el jumento entendió lo que Sancho
dijo, porque al momento comenzó a rebuznar tan recio, que toda la cueva retumbaba.
-¡Famoso testigo! -dijo don Quijote-. El rebuzno conozco como si le pariera,
y tu voz oigo, Sancho mío. Espérame: iré al castillo del duque,
que está aquí cerca, y traeré quien te saque desta sima, donde
tus pecados te deben de haber puesto.
-Vaya vuesa merced -dijo Sancho- y vuelva presto, por un solo Dios, que ya no lo
puedo llevar el estar aquí sepultado en vida y me estoy muriendo de miedo.
Dejóle don Quijote y fue al castillo a contar a los duques el suceso de Sancho
Panza, de que no poco se maravillaron, aunque bien entendieron que debía de
haber caído por la correspondencia de aquella gruta que de tiempos inmemoriales
estaba allí hecha; pero no podían pensar cómo había dejado
el gobierno sin tener ellos aviso de su venida. Finalmente, como dicen, llevaron
sogas y maromas, y a costa de mucha gente y de mucho trabajo sacaron al rucio y a
Sancho Panza de aquellas tinieblas a la luz del sol. Viole un estudiante y dijo:
-Desta manera habían de salir de sus gobiernos todos los malos gobernadores:
como sale este pecador del profundo del abismo, muerto de hambre, descolorido y sin
blanca, a lo que yo creo.
Oyólo Sancho y dijo: |