Que trata de cosas tocantes a esta historia, y no
a otra alguna
Resolviéronse el duque y la duquesa de que el desafío que don Quijote
hizo a su vasallo por la causa ya referida pasase adelante; y puesto que el mozo
estaba en Flandes, adonde se había ido huyendo por no tener por suegra a doña
Rodríguez, ordenaron de poner en su lugar a un lacayo gascón, que se
llamaba Tosilos, industriándole primero muy bien de todo lo que había
de hacer.
De allí a dos días dijo el duque a don Quijote como desde allí
a cuatro vendría su contrario y se presentaría en el campo, armado
como caballero, y sustentaría como la doncella mentía por mitad de
la barba, y aun por toda la barba entera, si se afirmaba que él le hubiese
dado palabra de casamiento. Don Quijote recibió mucho gusto con las tales
nuevas, y se prometió a sí mismo de hacer maravillas en el caso, y
tuvo a gran ventura habérsele ofrecido ocasión donde aquellos señores
pudiesen ver hasta dónde se estendía el valor de su poderoso brazo;
y así, con alborozo y contento, esperaba los cuatro días, que se le
iban haciendo, a la cuenta de su deseo, cuatrocientos siglos.
Dejémoslos pasar nosotros, como dejamos pasar otras cosas, y vamos a acompañar
a Sancho que entre alegre y triste venía caminando sobre el rucio a buscar
a su amo, cuya compañía le agradaba más que ser gobernador de
todas las ínsulas del mundo.
Sucedió, pues, que no habiéndose alongado mucho de la ínsula
del su gobierno (que él nunca se puso a averiguar si era ínsula, ciudad,
villa o lugar la que gobernaba) vio que por el camino por donde él iba venían
seis peregrinos con sus bordones, de estos estranjeros que piden la limosna cantando,
los cuales en llegando a él se pusieron en ala y, levantando las voces, todos
juntos comenzaron a cantar en su lengua lo que Sancho no pudo entender, si no fue
una palabra que claramente pronunciaba «limosna», por donde entendió
que era limosna la que en su canto pedían; y como él, según
dice Cide Hamete, era caritativo además, sacó de sus alforjas medio
pan y medio queso, de que venía proveído, y dióselo, diciéndoles
por señas que no tenía otra cosa que darles. Ellos lo recibieron de
muy buena gana y dijeron:
-¡Guelte! ¡Guelte!
-No entiendo -respondió Sancho- qué es lo que me pedís,
buena gente.
Entonces uno de ellos sacó una bolsa del seno y mostrósela a Sancho,
por donde entendió que le pedían dineros, y él, poniéndose
el dedo pulgar en la garganta y estendiendo la mano arriba, les dio a entender que
no tenía ostugo de moneda y, picando al rucio, rompió por ellos; y
al pasar, habiéndole estado mirando uno dellos con mucha atención,
arremetió a él y, echándole los brazos por la cintura, en voz
alta y muy castellana dijo:
-¡Válame Dios! ¿Qué es lo que veo? ¿Es posible
que tengo en mis brazos al mi caro amigo, al mi buen vecino Sancho Panza? Sí
tengo, sin duda, porque yo ni duermo ni estoy ahora borracho.
Admiróse Sancho de verse nombrar por su nombre y de verse abrazar del estranjero
peregrino, y después de haberle estado mirando, sin hablar palabra, con mucha
atención, nunca pudo conocerle; pero, viendo su suspensión el peregrino,
le dijo:
-¿Cómo y es posible, Sancho Panza hermano, que no conoces a tu vecino
Ricote el morisco, tendero de tu lugar?
Entonces Sancho le miró con más atención y comenzó a
rafigurarle, y finalmente le vino a conocer de todo punto y, sin apearse del jumento,
le echó los brazos al cuello y le dijo:
-¿Quién diablos te había de conocer, Ricote, en ese traje de
moharracho que traes? Dime quién te ha hecho franchote y cómo tienes
atrevimiento de volver a España, donde si te cogen y conocen tendrás
harta mala ventura.
-Si tú no me descubres, Sancho -respondió el peregrino-, seguro estoy
que en este traje no habrá nadie que me conozca; y apartémonos del
camino a aquella alameda que allí parece, donde quieren comer y reposar mis
compañeros, y allí comerás con ellos, que son muy apacible gente.
Yo tendré lugar de contarte lo que me ha sucedido después que me partí
de nuestro lugar, por obedecer el bando de Su Majestad, que con tanto rigor a los
desdichados de mi nación amenazaba, según oíste.
Hízolo así Sancho, y, hablando Ricote a los demás peregrinos,
se apartaron a la alameda que se parecía, bien desviados del camino real.
Arrojaron los bordones, quitáronse las mucetas o esclavinas y quedaron en
pelota, y todos ellos eran mozos y muy gentileshombres, excepto Ricote, que ya era
hombre entrado en años. Todos traían alforjas, y todas, según
pareció, venían bien proveídas, a lo menos de cosas incitativas
y que llaman a la sed de dos leguas. Tendiéronse en el suelo y, haciendo manteles
de las yerbas, pusieron sobre ellas pan, sal, cuchillos, nueces, rajas de queso,
huesos mondos de jamón, que si no se dejaban mascar, no defendían el
ser, chupados. Pusieron asimismo un manjar negro que dicen que se llama cavial
y es hecho de huevos de pescados, gran despertador de la colambre. No faltaron aceitunas,
aunque secas y sin adobo alguno, pero sabrosas y entretenidas. Pero lo que más
campeó en el campo de aquel banquete fueron seis botas de vino, que cada uno
sacó la suya de su alforja: hasta el buen Ricote, que se había transformado
de morisco en alemán o en tudesco, sacó la suya, que en grandeza podía
competir con las cinco.
Comenzaron a comer con grandísimo gusto y muy de espacio, saboreándose
con cada bocado, que le tomaban con la punta del cuchillo, y muy poquito de cada
cosa, y luego al punto todos a una levantaron los brazos y las botas en el aire:
puestas las bocas en su boca, clavados los ojos en el cielo, no parecía sino
que ponían en él la puntería; y desta manera, meneando las cabezas
a un lado y a otro, señales que acreditaban el gusto que recebían,
se estuvieron un buen espacio, trasegando en sus estómagos las entrañas
de las vasijas.
Todo lo miraba Sancho, y de ninguna cosa se dolía, antes, por cumplir con
el refrán que él muy bien sabía de «cuando a Roma fueres,
haz como vieres», pidió a Ricote la bota y tomó su puntería
como los demás y no con menos gusto que ellos.
Cuatro veces dieron lugar las botas para ser empinadas, pero la quinta no fue posible,
porque ya estaban más enjutas y secas que un esparto, cosa que puso mustia
la alegría que hasta allí habían mostrado. De cuando en cuando
juntaba alguno su mano derecha con la de Sancho y decía:
-Español y tudesqui, tuto uno: bon compaño.
Y Sancho respondía:
-¡Bon compaño, jura Di !
Y disparaba con una risa que le duraba un hora, sin acordarse entonces de nada
de lo que le había sucedido en su gobierno, porque sobre el rato y tiempo
cuando se come y bebe, poca jurisdición suelen tener los cuidados. Finalmente,
el acabársele el vino fue principio de un sueño que dio a todos, quedándose
dormidos sobre las mismas mesas y manteles: solos Ricote y Sancho quedaron alerta,
porque habían comido más y bebido menos; y apartando Ricote a Sancho,
se sentaron al pie de una haya, dejando a los peregrinos sepultados en dulce sueño,
y Ricote, sin tropezar nada en su lengua morisca, en la pura castellana le dijo las
siguientes razones:
-Bien sabes, ¡oh Sancho Panza, vecino y amigo mío!, como el pregón
y bando que Su Majestad mandó publicar contra los de mi nación puso
terror y espanto en todos nosotros: a lo menos, en mí le puso de suerte que
me parece que antes del tiempo que se nos concedía para que hiciésemos
ausencia de España, ya tenía el rigor de la pena ejecutado en mi persona
y en la de mis hijos. Ordené, pues, a mi parecer como prudente, bien así
como el que sabe que para tal tiempo le han de quitar la casa donde vive y se provee
de otra donde mudarse; ordené, digo, de salir yo solo, sin mi familia, de
mi pueblo y ir a buscar donde llevarla con comodidad y sin la priesa con que los
demás salieron, porque bien vi, y vieron todos nuestros ancianos, que aquellos
pregones no eran solo amenazas, como algunos decían, sino verdaderas leyes,
que se habían de poner en ejecución a su determinado tiempo; y forzábame
a creer esta verdad saber yo los ruines y disparatados intentos que los nuestros
tenían, y tales, que me parece que fue inspiración divina la que movió
a Su Majestad a poner en efecto tan gallarda resolución, no porque todos fuésemos
culpados, que algunos había cristianos firmes y verdaderos, pero eran tan
pocos, que no se podían oponer a los que no lo eran, y no era bien criar la
sierpe en el seno, teniendo los enemigos dentro de casa. Finalmente, con justa razón
fuimos castigados con la pena del destierro, blanda y suave al parecer de algunos,
pero al nuestro la más terrible que se nos podía dar. Doquiera que
estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria
natural; en ninguna parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura desea, y
en Berbería y en todas las partes de África donde esperábamos
ser recebidos, acogidos y regalados, allí es donde más nos ofenden
y maltratan. No hemos conocido el bien hasta que le hemos perdido; y es el deseo
tan grande que casi todos tenemos de volver a España, que los más de
aquellos, y son muchos, que saben la lengua, como yo, se vuelven a ella y dejan allá
sus mujeres y sus hijos desamparados: tanto es el amor que la tienen; y agora conozco
y experimento lo que suele decirse, que es dulce el amor de la patria. Salí,
como digo, de nuestro pueblo, entré en Francia, y aunque allí nos hacían
buen acogimiento, quise verlo todo. Pasé a Italia y llegué a Alemania,
y allí me pareció que se podía vivir con más libertad,
porque sus habitadores no miran en muchas delicadezas: cada uno vive como quiere,
porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia. Dejé tomada
casa en un pueblo junto a Augusta; juntéme con estos peregrinos, que tienen
por costumbre de venir a España muchos dellos cada año a visitar los
santuarios della, que los tienen por sus Indias, y por certísima granjería
y conocida ganancia: ándanla casi toda, y no hay pueblo ninguno de donde no
salgan comidos y bebidos, como suele decirse, y con un real, por lo menos, en dineros,
y al cabo de su viaje salen con más de cien escudos de sobra, que, trocados
en oro, o ya en el hueco de los bordones o entre los remiendos de las esclavinas
o con la industria que ellos pueden, los sacan del reino y los pasan a sus tierras,
a pesar de las guardas de los puestos y puertos donde se registran. Ahora es mi intención,
Sancho, sacar el tesoro que dejé enterrado, que por estar fuera del pueblo
lo podré hacer sin peligro, y escribir o pasar desde Valencia a mi hija y
a mi mujer, que sé que están en Argel, y dar traza como traerlas a
algún puerto de Francia y desde allí llevarlas a Alemania, donde esperaremos
lo que Dios quisiere hacer de nosotros. Que, en resolución, Sancho, yo sé
cierto que la Ricota mi hija y Francisca Ricota mi mujer son católicas cristianas,
y aunque yo no lo soy tanto, todavía tengo más de cristiano que de
moro, y ruego siempre a Dios me abra los ojos del entendimiento y me dé a
conocer cómo le tengo de servir. Y lo que me tiene admirado es no saber por
qué se fue mi mujer y mi hija antes a Berbería que a Francia, adonde
podía vivir como cristiana. |