Donde se cuenta la aventura de la segunda dueña
Dolorida, o Angustiada, llamada por otro nombre doña Rodríguez
Cuenta Cide Hamete que estando ya don Quijote sano de sus aruños, le pareció
que la vida que en aquel castillo tenía era contra toda la orden de caballería
que profesaba, y, así, determinó de pedir licencia a los duques para
partirse a Zaragoza, cuyas fiestas llegaban cerca, adonde pensaba ganar el arnés
que en las tales fiestas se conquista.
Y estando un día a la mesa con los duques y comenzando a poner en obra su
intención y pedir la licencia, veis aquí a deshora entrar por la puerta
de la gran sala dos mujeres, como después pareció, cubiertas de luto
de los pies a la cabeza; y la una dellas, llegándose a don Quijote, se le
echó a los pies tendida de largo a largo, la boca cosida con los pies de don
Quijote, y daba unos gemidos tan tristes, tan profundos y tan dolorosos, que puso
en confusión a todos los que la oían y miraban. Y aunque los duques
pensaron que sería alguna burla que sus criados querían hacer a don
Quijote, todavía, viendo con el ahínco que la mujer suspiraba, gemía
y lloraba, los tuvo dudosos y suspensos, hasta que don Quijote, compasivo, la levantó
del suelo y hizo que se descubriese y quitase el manto de sobre la faz llorosa.
Ella lo hizo así y mostró ser lo que jamás se pudiera pensar,
porque descubrió el rostro de doña Rodríguez, la dueña
de casa, y la otra enlutada era su hija, la burlada del hijo del labrador rico. Admiráronse
todos aquellos que la conocían, y más los duques que ninguno, que,
puesto que la tenían por boba y de buena pasta, no por tanto que viniese a
hacer locuras. Finalmente, doña Rodríguez, volviéndose a los
señores, les dijo:
-Vuesas excelencias sean servidos de darme licencia que yo departa un poco con este
caballero, porque así conviene para salir con bien del negocio en que me ha
puesto el atrevimiento de un malintencionado villano.
El duque dijo que él se la daba, y que departiese con el señor don
Quijote cuanto le viniese en deseo. Ella, enderezando la voz y el rostro a don Quijote,
dijo:
-Días ha, valeroso caballero, que os tengo dada cuenta de la sinrazón
y alevosía que un mal labrador tiene fecha a mi muy querida y amada fija,
que es esta desdichada que aquí está presente, y vos me habedes prometido
de volver por ella, enderezándole el tuerto que le tienen fecho, y agora ha
llegado a mi noticia que os queredes partir deste castillo, en busca de las buenas
venturas que Dios os depare; y, así, querría que antes que os escurriésedes
por esos caminos desafiásedes a este rústico indómito y le hiciésedes
que se casase con mi hija, en cumplimiento de la palabra que le dio de ser su esposo
antes y primero que yogase con ella: porque pensar que el duque mi señor me
ha de hacer justicia es pedir peras al olmo, por la ocasión que ya a vuesa
merced en puridad tengo declarada. Y con esto Nuestro Señor dé a vuesa
merced mucha salud, y a nosotras no nos desampare.
A cuyas razones respondió don Quijote, con mucha gravedad y prosopopeya:
-Buena dueña, templad vuestras lágrimas o, por mejor decir, enjugadlas
y ahorrad de vuestros suspiros, que yo tomo a mi cargo el remedio de vuestra hija,
a la cual le hubiera estado mejor no haber sido tan fácil en creer promesas
de enamorados, las cuales por la mayor parte son ligeras de prometer y muy pesadas
de cumplir; y, así, con licencia del duque mi señor, yo me partiré
luego en busca dese desalmado mancebo, y le hallaré y le desafiaré
y le mataré cada y cuando que se escusare de cumplir la prometida palabra.
Que el principal asumpto de mi profesión es perdonar a los humildes y castigar
a los soberbios, quiero decir, acorrer a los miserables y destruir a los rigurosos.
-No es menester -respondió el duque- que vuesa merced se ponga en trabajo
de buscar al rústico de quien esta buena dueña se queja, ni es menester
tampoco que vuesa merced me pida a mí licencia para desafiarle, que yo le
doy por desafiado y tomo a mi cargo de hacerle saber este desafío y que le
acete y venga a responder por sí a este mi castillo, donde a entrambos daré
campo seguro, guardando todas las condiciones que en tales actos suelen y deben guardarse,
guardando igualmente su justicia a cada uno, como están obligados a guardarla
todos aquellos príncipes que dan campo franco a los que se combaten en los
términos de sus señoríos.
-Pues con ese seguro, y con buena licencia de vuestra grandeza -replicó don
Quijote-, desde aquí digo que por esta vez renuncio mi hidalguía y
me allano y ajusto con la llaneza del dañador y me hago igual con él,
habilitándole para poder combatir conmigo; y, así, aunque ausente,
le desafío y repto, en razón de que hizo mal en defraudar a esta pobre
que fue doncella y ya por su culpa no lo es, y que le ha de cumplir la palabra que
le dio de ser su legítimo esposo o morir en la demanda.
Y luego, descalzándose un guante, le arrojó en mitad de la sala, y
el duque le alzó diciendo que, como ya había dicho, él acetaba
el tal desafío en nombre de su vasallo y señalaba el plazo de allí
a seis días, y el campo, en la plaza de aquel castillo, y las armas, las acostumbradas
de los caballeros: lanza y escudo, y arnés tranzado, con todas las demás
piezas, sin engaño, superchería o superstición alguna, examinadas
y vistas por los jueces del campo.
-Pero ante todas cosas es menester que esta buena dueña y esta mala doncella
pongan el derecho de su justicia en manos del señor don Quijote, que de otra
manera no se hará nada, ni llegará a debida ejecución el tal
desafío.
-Yo sí pongo -respondió la dueña.
-Y yo también -añadió la hija, toda llorosa y toda vergonzosa
y de mal talante.
Tomado, pues, este apuntamiento, y habiendo imaginado el duque lo que había
de hacer en el caso, las enlutadas se fueron, y ordenó la duquesa que de allí
adelante no las tratasen como a sus criadas, sino como a señoras aventureras
que venían a pedir justicia a su casa; y, así, les dieron cuarto aparte
y las sirvieron como a forasteras, no sin espanto de las demás criadas, que
no sabían en qué había de parar la sandez y desenvoltura de
doña Rodríguez y de su malandante hija.
Estando en esto, para acabar de regocijar la fiesta y dar buen fin a la comida, veis
aquí donde entró por la sala el paje que llevó las cartas y
presentes a Teresa Panza, mujer del gobernador Sancho Panza, de cuya llegada recibieron
gran contento los duques, deseosos de saber lo que le había sucedido en su
viaje, y preguntándoselo respondió el paje que no lo podía decir
tan en público ni con breves palabras, que sus excelencias fuesen servidos
de dejarlo para a solas y que entre tanto se entretuviesen con aquellas cartas; y
sacando dos cartas las puso en manos de la duquesa. La una decía en el sobre
escrito: «Carta para mi señora la duquesa tal de no sé dónde»;
y la otra: «A mi marido Sancho Panza, gobernador de la ínsula Barataria,
que Dios prospere más años que a mí». No se le cocía
el pan, como suele decirse, a la duquesa hasta leer su carta; y abriéndola
y leído para sí, y viendo que la podía leer en voz alta para
que el duque y los circunstantes la oyesen, leyó desta manera:
CARTA DE TERESA PANZA A LA DUQUESA
Mucho contento me dio, señora mía, la carta que vuesa grandeza me
escribió, que en verdad que la tenía bien deseada. La sarta de corales
es muy buena, y el vestido de caza de mi marido no le va en zaga. De que vuestra
señoría haya hecho gobernador a Sancho mi consorte ha recebido mucho
gusto todo este lugar, puesto que no hay quien lo crea, principalmente el cura y
mase Nicolás el barbero y Sansón Carrasco el bachiller; pero a mí
no se me da nada, que como ello sea así, como lo es, diga cada uno lo que
quisiere: aunque, si va a decir verdad, a no venir los corales y el vestido tampoco
yo lo creyera, porque en este pueblo todos tienen a mi marido por un porro, y que,
sacado de gobernar un hato de cabras, no pueden imaginar para qué gobierno
pueda ser bueno. Dios lo haga y lo encamine como vee que lo han menester sus hijos. |