De lo que le sucedió a don Quijote con doña
Rodríguez, la dueña de la duquesa, con otros acontecimientos dignos
de escritura y de memoria eterna
Además estaba mohíno y malencólico el malferido don Quijote,
vendado el rostro y señalado, no por la mano de Dios, sino por las uñas
de un gato, desdichas anejas a la andante caballería. Seis días estuvo
sin salir en público, en una noche de las cuales, estando despierto y desvelado,
pensando en sus desgracias y en el perseguimiento de Altisidora, sintió que
con una llave abrían la puerta de su aposento, y luego imaginó que
la enamorada doncella venía para sobresaltar su honestidad y ponerle en condición
de faltar a la fee que guardar debía a su señora Dulcinea del Toboso.
-No -dijo, creyendo a su imaginación, y esto con voz que pudiera ser oída-,
no ha de ser parte la mayor hermosura de la tierra para que yo deje de adorar la
que tengo grabada y estampada en la mitad de mi corazón y en lo más
escondido de mis entrañas, ora estés, señora mía, transformada
en cebolluda labradora, ora en ninfa del dorado Tajo, tejiendo telas de oro y sirgo
compuestas, ora te tenga Merlín o Montesinos donde ellos quisieren: que adondequiera
eres mía y adoquiera he sido yo y he de ser tuyo.
El acabar estas razones y el abrir de la puerta fue todo uno. Púsose en pie
sobre la cama, envuelto de arriba abajo en una colcha de raso amarillo, una galocha
en la cabeza, y el rostro y los bigotes vendados -el rostro, por los aruños;
los bigotes, porque no se le desmayasen y cayesen-, en el cual traje parecía
la más extraordinaria fantasma que se pudiera pensar.
Clavó los ojos en la puerta, y cuando esperaba ver entrar por ella a la rendida
y lastimada Altisidora, vio entrar a una reverendísima dueña con unas
tocas blancas repulgadas y luengas, tanto, que la cubrían y enmantaban desde
los pies a la cabeza. Entre los dedos de la mano izquierda traía una media
vela encendida, y con la derecha se hacía sombra, porque no le diese la luz
en los ojos, a quien cubrían unos muy grandes antojos. Venía pisando
quedito y movía los pies blandamente.
Miróla don Quijote desde su atalaya, y cuando vio su adeliño y notó
su silencio, pensó que alguna bruja o maga venía en aquel traje a hacer
en él alguna mala fechuría y comenzó a santiguarse con mucha
priesa. Fuese llegando la visión, y cuando llegó a la mitad del aposento,
alzó los ojos y vio la priesa con que se estaba haciendo cruces don Quijote;
y si él quedó medroso en ver tal figura, ella quedó espantada
en ver la suya, porque así como le vio tan alto y tan amarillo, con la colcha
y con las vendas que le desfiguraban, dio una gran voz, diciendo:
-¡Jesús! ¿Qué es lo que veo?
Y con el sobresalto se le cayó la vela de las manos, y, viéndose a
escuras, volvió las espaldas para irse y con el miedo tropezó en sus
faldas y dio consigo una gran caída. Don Quijote, temeroso, comenzó
a decir:
-Conjúrote, fantasma, o lo que eres, que me digas quién eres y que
me digas qué es lo que de mí quieres. Si eres alma en pena, dímelo,
que yo haré por ti todo cuanto mis fuerzas alcanzaren, porque soy católico
cristiano y amigo de hacer bien a todo el mundo, que para esto tomé la orden
de la caballería andante que profeso, cuyo ejercicio aun hasta hacer bien
a las ánimas de purgatorio se estiende.
La brumada dueña, que oyó conjurarse, por su temor coligió el
de don Quijote, y con voz afligida y baja le respondió:
-Señor don Quijote, si es que acaso vuestra merced es don Quijote, yo no soy
fantasma, ni visión, ni alma de purgatorio, como vuestra merced debe de haber
pensado, sino doña Rodríguez, la dueña de honor de mi señora
la duquesa, que con una necesidad de aquellas que vuestra merced suele remediar a
vuestra merced vengo.
-Dígame, señora doña Rodríguez -dijo don Quijote-, ¿por
ventura viene vuestra merced a hacer alguna tercería? Porque le hago saber
que no soy de provecho para nadie, merced a la sin par belleza de mi señora
Dulcinea del Toboso. Digo, en fin, señora doña Rodríguez, que,
como vuestra merced salve y deje a una parte todo recado amoroso, puede volver a
encender su vela, y vuelva y departiremos de todo lo que más mandare y más
en gusto le viniere, salvando, como digo, todo incitativo melindre.
-¿Yo recado de nadie, señor mío? -respondió la dueña-.
Mal me conoce vuestra merced, sí, que aún no estoy en edad tan prolongada,
que me acoja a semejantes niñerías, pues, Dios loado, mi alma me tengo
en las carnes, y todos mis dientes y muelas en la boca, amén de unos pocos
que me han usurpado unos catarros, que en esta tierra de Aragón son tan ordinarios.
Pero espéreme vuestra merced un poco: saldré a encender mi vela y volveré
en un instante a contar mis cuitas, como a remediador de todas las del mundo.
Y sin esperar respuesta se salió del aposento, donde quedó don Quijote
sosegado y pensativo esperándola; pero luego le sobrevinieron mil pensamientos
acerca de aquella nueva aventura, y parecíale ser mal hecho y peor pensado
ponerse en peligro de romper a su señora la fee prometida, y decíase
a sí mismo:
-¿Quién sabe si el diablo, que es sutil y mañoso, querrá
engañarme agora con una dueña lo que no ha podido con emperatrices,
reinas, duquesas, marquesas ni condesas? Que yo he oído decir muchas veces
y a muchos discretos que, si él puede, antes os la dará roma que aguileña.
¿Y quién sabe si esta soledad, esta ocasión y este silencio
despertará mis deseos que duermen, y harán que al cabo de mis años
venga a caer donde nunca he tropezado? Y en casos semejantes mejor es huir que esperar
la batalla. Pero yo no debo de estar en mi juicio, pues tales disparates digo y pienso,
que no es posible que una dueña toquiblanca, larga y antojuna pueda mover
ni levantar pensamiento lascivo en el más desalmado pecho del mundo. ¿Por
ventura hay dueña en la tierra que tenga buenas carnes? ¿Por ventura
hay dueña en el orbe que deje de ser impertinente, fruncida y melindrosa?
¡Afuera, pues, caterva dueñesca, inútil para ningún humano
regalo! ¡Oh, cuán bien hacía aquella señora de quien se
dice que tenía dos dueñas de bulto con sus antojos y almohadillas al
cabo de su estrado, como que estaban labrando, y tanto le servían para la
autoridad de la sala aquellas estatuas como las dueñas verdaderas!
Y diciendo esto se arrojó del lecho con intención de cerrar la puerta
y no dejar entrar a la señora Rodríguez; mas cuando la llegó
a cerrar, ya la señora Rodríguez volvía, encendida una vela
de cera blanca, y cuando ella vio a don Quijote de más cerca, envuelto en
la colcha, con las vendas, galocha o becoquín, temió de nuevo y, retirándose
atrás como dos pasos, dijo:
-¿Estamos seguras, señor caballero? Porque no tengo a muy honesta señal
haberse vuesa merced levantado de su lecho.
-Eso mesmo es bien que yo pregunte, señora -respondió don Quijote-,
y, así, pregunto si estaré yo seguro de ser acometido y forzado.
-¿De quién o a quién pedís, señor caballero, esa
seguridad? -respondió la dueña.
-A vos y de vos la pido -replicó don Quijote-, porque ni yo soy de mármol,
ni vos de bronce, ni ahora son las diez del día, sino media noche, y aun un
poco más, según imagino, y en una estancia más cerrada y secreta
que lo debió de ser la cueva donde el traidor y atrevido Eneas gozó
a la hermosa y piadosa Dido. Pero dadme, señora, la mano, que yo no quiero
otra seguridad mayor que la de mi continencia y recato y la que ofrecen esas reverendísimas
tocas.
Y diciendo esto besó su derecha mano y le asió de la suya, que ella
le dio con las mesmas ceremonias.
Aquí hace Cide Hamete un paréntesis y dice que por Mahoma que diera
por ver ir a los dos así asidos y trabados desde la puerta al lecho la mejor
almalafa de dos que tenía.
Entróse, en fin, don Quijote en su lecho, y quedóse doña Rodríguez
sentada en una silla algo desviada de la cama, no quitándose los antojos ni
la vela. Don Quijote se acorrucó y se cubrió todo, no dejando más
de el rostro descubierto; y, habiéndose los dos sosegado, el primero que rompió
el silencio fue don Quijote, diciendo:
-Puede vuesa merced ahora, mi señora doña Rodríguez, descoserse
y desbuchar todo aquello que tiene dentro de su cuitado corazón y lastimadas
entrañas, que será de mí escuchada con castos oídos y
socorrida con piadosas obras.
-Así lo creo yo -respondió la dueña-, que de la gentil y agradable
presencia de vuesa merced no se podía esperar sino tan cristiana respuesta.
Es, pues, el caso, señor don Quijote, que aunque vuesa merced me vee sentada
en esta silla y en la mitad del reino de Aragón y en hábito de dueña
aniquilada y asendereada, soy natural de las Asturias de Oviedo, y de linaje, que
atraviesan por él muchos de los mejores de aquella provincia. Pero mi corta
suerte y el descuido de mis padres, que empobrecieron antes de tiempo, sin saber
cómo ni cómo no, me trujeron a la corte a Madrid, donde, por bien de
paz y por escusar mayores desventuras, mis padres me acomodaron a servir de doncella
de labor a una principal señora; y quiero hacer sabidor a vuesa merced que
en hacer vainillas y labor blanca ninguna me ha echado el pie adelante en toda la
vida. Mis padres me dejaron sirviendo y se volvieron a su tierra, y de allí
a pocos años se debieron de ir al cielo, porque eran además buenos
y católicos cristianos. Quedé huérfana y atenida al miserable
salario y a las angustiadas mercedes que a las tales criadas se suele dar en palacio;
y en este tiempo, sin que diese yo ocasión a ello, se enamoró de mí
un escudero de casa, hombre ya en días, barbudo y apersonado, y, sobre todo,
hidalgo como el rey, porque era montañés. No tratamos tan secretamente
nuestros amores, que no viniesen a noticia de mi señora, la cual, por escusar
dimes y diretes, nos casó en paz y en haz de la santa madre Iglesia Católica
Romana, de cuyo matrimonio nació una hija para rematar con mi ventura, si
alguna tenía, no porque yo muriese del parto, que le tuve derecho y en sazón,
sino porque desde allí a poco murió mi esposo de un cierto espanto
que tuvo, que, a tener ahora lugar para contarle, yo sé que vuestra merced
se admirara. |