Del temeroso espanto cencerril y gatuno que recibió
don Quijote en el discurso de los amores de la enamorada Altisidora
Dejamos al gran don Quijote envuelto en los pensamientos que le habían
causado la música de la enamorada doncella Altisidora: acostóse con
ellos, y, como si fueran pulgas, no le dejaron dormir ni sosegar un punto, y juntábansele
los que le faltaban de sus medias. Pero como es ligero el tiempo y no hay barranco
que le detenga, corrió caballero en las horas, y con mucha presteza llegó
la de la mañana, lo cual visto por don Quijote, dejó las blandas plumas
y nonada perezoso se vistió su acamuzado vestido y se calzó sus botas
de camino, por encubrir la desgracia de sus medias; arrojóse encima su mantón
de escarlata y púsose en la cabeza una montera de terciopelo verde, guarnecida
de pasamanos de plata; colgó el tahelí de sus hombros con su buena
y tajadora espada, asió un gran rosario que consigo contino traía,
y con gran prosopopeya y contoneo salió a la antesala, donde el duque y la
duquesa estaban ya vestidos y como esperándole. Y al pasar por una galería
estaban aposta esperándole Altisidora y la otra doncella su amiga, y así
como Altisidora vio a don Quijote fingió desmayarse, y su amiga la recogió
en sus faldas y con gran presteza la iba a desabrochar el pecho. Don Quijote que
lo vio, llegándose a ellas dijo:
-Ya sé yo de qué proceden estos accidentes.
-No sé yo de qué -respondió la amiga-, porque Altisidora es
la doncella más sana de toda esta casa, y yo nunca la he sentido un ¡ay!
en cuanto ha que la conozco: que mal hayan cuantos caballeros andantes hay en el
mundo, si es que todos son desagradecidos. Váyase vuesa merced, señor
don Quijote, que no volverá en sí esta pobre niña en tanto que
vuesa merced aquí estuviere.
A lo que respondió don Quijote:
-Haga vuesa merced, señora, que se me ponga un laúd esta noche en mi
aposento, que yo consolaré lo mejor que pudiere a esta lastimada doncella,
que en los principios amorosos los desengaños prestos suelen ser remedios
calificados.
Y con esto se fue, porque no fuese notado de los que allí le viesen. No se
hubo bien apartado, cuando volviendo en sí la desmayada Altisidora dijo a
su compañera:
-Menester será que se le ponga el laúd, que sin duda don Quijote quiere
darnos música, y no será mala, siendo suya.
Fueron luego a dar cuenta a la duquesa de lo que pasaba y del laúd que pedía
don Quijote, y ella, alegre sobremodo, concertó con el duque y con sus doncellas
de hacerle una burla que fuese más risueña que dañosa, y con
mucho contento esperaban la noche, que se vino tan apriesa como se había venido
el día, el cual pasaron los duques en sabrosas pláticas con don Quijote.
Y la duquesa aquel día real y verdaderamente despachó a un paje suyo
-que había hecho en la selva la figura encantada de Dulcinea- a Teresa Panza,
con la carta de su marido Sancho Panza y con el lío de ropa que había
dejado para que se le enviase, encargándole le trujese buena relación
de todo lo que con ella pasase.
Hecho esto y llegadas las once horas de la noche, halló don Quijote una vihuela
en su aposento. Templóla, abrió la reja y sintió que andaba
gente en el jardín; y habiendo recorrido los trastes de la vihuela y afinádola
lo mejor que supo, escupió y remondóse el pecho, y luego, con una voz
ronquilla aunque entonada, cantó el siguiente romance, que él mismo
aquel día había compuesto:
-Suelen las fuerzas de amor
sacar de quicio a las almas,
tomando por instrumento
la ociosidad descuidada.
Suele el coser y el labrar
y el estar siempre ocupada
ser antídoto al veneno
de las amorosas ansias.
Las doncellas recogidas
que aspiran a ser casadas,
la honestidad es la dote
y voz de sus alabanzas.
Los andantes caballeros
y los que en la corte andan
requiébranse con las libres,
con las honestas se casan.
Hay amores de levante,
que entre huéspedes se tratan,
que llegan presto al poniente,
porque en el partirse acaban.
El amor recién venido,
que hoy llegó y se va mañana,
las imágines no deja
bien impresas en el alma.
Pintura sobre pintura
ni se muestra ni señala,
y do hay primera belleza,
la segunda no hace baza.
Dulcinea del Toboso
del alma en la tabla rasa
tengo pintada de modo
que es imposible borrarla.
La firmeza en los amantes
es la parte más preciada,
por quien hace amor milagros
y a sí mesmo los levanta.
Aquí llegaba don Quijote de su canto, a quien estaban escuchando el duque
y la duquesa, Altisidora y casi toda la gente del castillo, cuando de improviso,
desde encima de un corredor que sobre la reja de don Quijote a plomo caía,
descolgaron un cordel donde venían más de cien cencerros asidos, y
luego tras ellos derramaron un gran saco de gatos, que asimismo traían cencerros
menores atados a las colas. Fue tan grande el ruido de los cencerros y el mayar de
los gatos, que aunque los duques habían sido inventores de la burla, todavía
les sobresaltó, y, temeroso don Quijote, quedó pasmado. Y quiso la
suerte que dos o tres gatos se entraron por la reja de su estancia, y dando de una
parte a otra parecía que una región de diablos andaba en ella: apagaron
las velas que en el aposento ardían y andaban buscando por do escaparse. El
descolgar y subir del cordel de los grandes cencerros no cesaba; la mayor parte de
la gente del castillo, que no sabía la verdad del caso, estaba suspensa y
admirada.
Levantóse don Quijote en pie y, poniendo mano a la espada, comenzó
a tirar estocadas por la reja y a decir a grandes voces:
-¡Afuera, malignos encantadores! ¡Afuera, canalla hechiceresca, que yo
soy don Quijote de la Mancha, contra quien no valen ni tienen fuerza vuestras malas
intenciones!
Y volviéndose a los gatos que andaban por el aposento les tiró muchas
cuchilladas. Ellos acudieron a la reja y por allí se salieron, aunque uno,
viéndose tan acosado de las cuchilladas de don Quijote, le saltó al
rostro y le asió de las narices con las uñas y los dientes, por cuyo
dolor don Quijote comenzó a dar los mayores gritos que pudo. Oyendo lo cual
el duque y la duquesa, y considerando lo que podía ser, con mucha presteza
acudieron a su estancia y, abriendo con llave maestra, vieron al pobre caballero
pugnando con todas sus fuerzas por arrancar el gato de su rostro. Entraron con luces
y vieron la desigual pelea; acudió el duque a despartirla, y don Quijote dijo
a voces:
-¡No me le quite nadie! ¡Déjenme mano a mano con este demonio,
con este hechicero, con este encantador, que yo le daré a entender de mí
a él quién es don Quijote de la Mancha!
Pero el gato, no curándose destas amenazas, gruñía y apretaba;
mas en fin el duque se le desarraigó y le echó por la reja.
Quedó don Quijote acribado el rostro y no muy sanas las narices, aunque muy
despechado porque no le habían dejado fenecer la batalla que tan trabada tenía
con aquel malandrín encantador. Hicieron traer aceite de Aparicio, y la misma
Altisidora con sus blanquísimas manos le puso unas vendas por todo lo herido
y, al ponérselas, con voz baja le dijo:
-Todas estas malandanzas te suceden, empedernido caballero, por el pecado de tu dureza
y pertinacia; y plega a Dios que se le olvide a Sancho tu escudero el azotarse, porque
nunca salga de su encanto esta tan amada tuya Dulcinea, ni tú lo goces, ni
llegues a tálamo con ella, a lo menos viviendo yo, que te adoro.
A todo esto no respondió don Quijote otra palabra sino fue dar un profundo
suspiro, y luego se tendió en su lecho, agradeciendo a los duques la merced,
no porque él tenía temor de aquella canalla gatesca, encantadora y
cencerruna, sino porque había conocido la buena intención con que habían
venido a socorrerle. Los duques le dejaron sosegar y se fueron pesarosos del mal
suceso de la burla: que no creyeron que tan pesada y costosa le saliera a don Quijote
aquella aventura, que le costó cinco días de encerramiento y de cama,
donde le sucedió otra aventura más gustosa que la pasada, la cual no
quiere su historiador contar ahora, por acudir a Sancho Panza, que andaba muy solícito
y muy gracioso en su gobierno. |