De cómo el gran Sancho Panza tomó la
posesión de su ínsula y del modo que comenzó a gobernar
¡Oh perpetuo descubridor de los antípodas, hacha del mundo, ojo
del cielo, meneo dulce de las cantimploras, Timbrio aquí, Febo allí,
tirador acá, médico acullá, padre de la poesía, inventor
de la música, tú que siempre sales y, aunque lo parece, nunca te pones!
A ti digo, ¡oh sol, con cuya ayuda el hombre engendra al hombre!, a ti digo
que me favorezcas y alumbres la escuridad de mi ingenio, para que pueda discurrir
por sus puntos en la narración del gobierno del gran Sancho Panza, que sin
ti yo me siento tibio, desmazalado y confuso.
Digo, pues, que con todo su acompañamiento llegó Sancho a un lugar
de hasta mil vecinos, que era de los mejores que el duque tenía. Diéronle
a entender que se llamaba «la ínsula Barataria», o ya porque el
lugar se llamaba «Baratario» o ya por el barato con que se le había
dado el gobierno. Al llegar a las puertas de la villa, que era cercada, salió
el regimiento del pueblo a recebirle, tocaron las campanas y todos los vecinos dieron
muestras de general alegría y con mucha pompa le llevaron a la iglesia mayor
a dar gracias a Dios, y luego con algunas ridículas ceremonias le entregaron
las llaves del pueblo y le admitieron por perpetuo gobernador de la ínsula
Barataria.
El traje, las barbas, la gordura y pequeñez del nuevo gobernador tenía
admirada a toda la gente que el busilis del cuento no sabía, y aun a todos
los que lo sabían, que eran muchos. Finalmente, en sacándole de la
iglesia le llevaron a la silla del juzgado y le sentaron en ella, y el mayordomo
del duque le dijo:
-Es costumbre antigua en esta ínsula, señor gobernador, que el que
viene a tomar posesión desta famosa ínsula está obligado a responder
a una pregunta que se le hiciere que sea algo intricada y dificultosa, de cuya respuesta
el pueblo toma y toca el pulso del ingenio de su nuevo gobernador y, así,
o se alegra o se entristece con su venida.
En tanto que el mayordomo decía esto a Sancho, estaba él mirando unas
grandes y muchas letras que en la pared frontera de su silla estaban escritas, y
como él no sabía leer, preguntó que qué eran aquellas
pinturas que en aquella pared estaban. Fuele respondido:
-Señor, allí está escrito y notado el día en que vuestra
señoría tomó posesión desta ínsula, y dice el
epitafio: «Hoy día, a tantos de tal mes y de tal año, tomó
la posesión desta ínsula el señor don Sancho Panza, que muchos
años la goce».
-¿Y a quién llaman don Sancho Panza? -preguntó Sancho.
-A vuestra señoría -respondió el mayordomo-, que en esta ínsula
no ha entrado otro Panza sino el que está sentado en esa silla.
-Pues advertid, hermano -dijo Sancho-, que yo no tengo don, ni en todo mi
linaje le ha habido: Sancho Panza me llaman a secas, y Sancho se llamó mi
padre, y Sancho mi agüelo, y todos fueron Panzas, sin añadiduras de dones
ni donas; y yo imagino que en esta ínsula debe de haber más dones que
piedras; pero basta: Dios me entiende, y podrá ser que si el gobierno me dura
cuatro días yo escardaré estos dones, que por la muchedumbre deben
de enfadar como los mosquitos. Pase adelante con su pregunta el señor mayordomo,
que yo responderé lo mejor que supiere, ora se entristezca o no se entristezca
el pueblo.
A este instante entraron en el juzgado dos hombres, el uno vestido de labrador y
el otro de sastre, porque traía unas tijeras en la mano, y el sastre dijo:
-Señor gobernador, yo y este hombre labrador venimos ante vuestra merced en
razón que este buen hombre llegó a mi tienda ayer, que yo, con perdón
de los presentes, soy sastre examinado, que Dios sea bendito, y poniéndome
un pedazo de paño en las manos, me preguntó: «Señor, ¿habría
en esto paño harto para hacerme una caperuza?». Yo, tanteando el paño,
le respondí que sí; él debióse de imaginar, a lo que
yo imagino, e imaginé bien, que sin duda yo le quería hurtar alguna
parte del paño, fundándose en su malicia y en la mala opinión
de los sastres, y replicóme que mirase si habría para dos. Adivinéle
el pensamiento y díjele que sí, y él, caballero en su dañada
y primera intención, fue añadiendo caperuzas, y yo añadiendo
síes, hasta que llegamos a cinco caperuzas, y ahora en este punto acaba de
venir por ellas: yo se las doy, y no me quiere pagar la hechura, antes me pide que
le pague o vuelva su paño.
-¿Es todo esto así, hermano? -preguntó Sancho.
-Sí, señor -respondió el hombre-, pero hágale vuestra
merced que muestre las cinco caperuzas que me ha hecho.
-De buena gana -respondió el sastre.
Y sacando encontinente la mano de bajo del herreruelo mostró en ella cinco
caperuzas puestas en las cinco cabezas de los dedos de la mano, y dijo:
-He aquí las cinco caperuzas que este buen hombre me pide, y en Dios y en
mi conciencia que no me ha quedado nada del paño, y yo daré la obra
a vista de veedores del oficio.
Todos los presentes se rieron de la multitud de las caperuzas y del nuevo pleito.
Sancho se puso a considerar un poco, y dijo:
-Paréceme que en este pleito no ha de haber largas dilaciones, sino juzgar
luego a juicio de buen varón; y, así, yo doy por sentencia que el sastre
pierda las hechuras, y el labrador el paño, y las caperuzas se lleven a los
presos de la cárcel, y no haya más.
Si la sentencia pasada de la bolsa del ganadero movió a admiración
a los circunstantes, esta les provocó a risa, pero, en fin, se hizo lo que
mandó el gobernador. Ante el cual se presentaron dos hombres ancianos; el
uno traía una cañaheja por báculo, y el sin báculo dijo:
-Señor, a este buen hombre le presté días ha diez escudos de
oro en oro, por hacerle placer y buena obra, con condición que me los volviese
cuando se los pidiese. Pasáronse muchos días sin pedírselos,
por no ponerle en mayor necesidad de volvérmelos que la que él tenía
cuando yo se los presté; pero por parecerme que se descuidaba en la paga se
los he pedido una y muchas veces, y no solamente no me los vuelve, pero me los niega
y dice que nunca tales diez escudos le presté, y que si se los presté,
que ya me los ha vuelto. Yo no tengo testigos ni del prestado ni de la vuelta, porque
no me los ha vuelto. Querría que vuestra merced le tomase juramento, y si
jurare que me los ha vuelto, yo se los perdono para aquí y para delante de
Dios.
-¿Qué decís vos a esto, buen viejo del báculo? -dijo
Sancho.
A lo que dijo el viejo:
-Yo, señor, confieso que me los prestó, y baje vuestra merced esa vara;
y pues él lo deja en mi juramento, yo juraré como se los he vuelto
y pagado real y verdaderamente.
Bajó el gobernador la vara, y, en tanto, el viejo del báculo dio el
báculo al otro viejo, que se le tuviese en tanto que juraba, como si le embarazara
mucho, y luego puso la mano en la cruz de la vara, diciendo que era verdad que se
le habían prestado aquellos diez escudos que se le pedían, pero que
él se los había vuelto de su mano a la suya, y que por no caer en ello
se los volvía a pedir por momentos. Viendo lo cual el gran gobernador, preguntó
al acreedor qué respondía a lo que decía su contrario, y dijo
que sin duda alguna su deudor debía de decir verdad, porque le tenía
por hombre de bien y buen cristiano, y que a él se le debía de haber
olvidado el cómo y cuándo se los había vuelto, y que desde allí
en adelante jamás le pidiría nada. Tornó a tomar su báculo
el deudor y, bajando la cabeza, se salió del juzgado. Visto lo cual por Sancho,
y que sin más ni más se iba, y viendo también la paciencia del
demandante, inclinó la cabeza sobre el pecho y, poniéndose el índice
de la mano derecha sobre las cejas y las narices, estuvo como pensativo un pequeño
espacio, y luego alzó la cabeza y mandó que le llamasen al viejo del
báculo, que ya se había ido. Trujéronsele, y en viéndole
Sancho le dijo:
-Dadme, buen hombre, ese báculo, que le he menester.
-De muy buena gana -respondió el viejo-: hele aquí, señor.
Y púsosele en la mano. Tomóle Sancho, y, dándosele al otro viejo,
le dijo:
-Andad con Dios, que ya vais pagado.
-¿Yo, señor? -respondió el viejo-. Pues ¿vale esta cañaheja
diez escudos de oro?
-Sí -dijo el gobernador-, o, si no, yo soy el mayor porro del mundo, y ahora
se verá si tengo yo caletre para gobernar todo un reino.
Y mandó que allí, delante de todos, se rompiese y abriese la caña.
Hízose así, y en el corazón della hallaron diez escudos en oro;
quedaron todos admirados y tuvieron a su gobernador por un nuevo Salomón.
Preguntáronle de dónde había colegido que en aquella cañaheja
estaban aquellos diez escudos, y respondió que de haberle visto dar el viejo
que juraba a su contrario aquel báculo, en tanto que hacía el juramento,
y jurar que se los había dado real y verdaderamente, y que en acabando de
jurar le tornó a pedir el báculo, le vino a la imaginación que
dentro dél estaba la paga de lo que pedían. De donde se podía
colegir que los que gobiernan, aunque sean unos tontos, tal vez los encamina Dios
en sus juicios; y más que él había oído contar otro caso
como aquel al cura de su lugar, y que él tenía tan gran memoria, que
a no olvidársele todo aquello de que quería acordarse, no hubiera tal
memoria en toda la ínsula. Finalmente, el un viejo corrido y el otro pagado
se fueron, y los presentes quedaron admirados, y el que escribía las palabras,
hechos y movimientos de Sancho no acababa de determinarse si le tendría y
pondría por tonto o por discreto.
Luego acabado este pleito, entró en el juzgado una mujer asida fuertemente
de un hombre vestido de ganadero rico, la cual venía dando grandes voces,
diciendo:
-¡Justicia, señor gobernador, justicia, y si no la hallo en la tierra,
la iré a buscar al cielo! Señor gobernador de mi ánima, este
mal hombre me ha cogido en la mitad dese campo y se ha aprovechado de mi cuerpo como
si fuera trapo mal lavado, y, ¡desdichada de mí!, me ha llevado lo que
yo tenía guardado más de veinte y tres años ha, defendiéndolo
de moros y cristianos, de naturales y estranjeros, y yo siempre dura como un alcornoque,
conservándome entera como la salamanquesa en el fuego o como la lana entre
las zarzas, para que este buen hombre llegase ahora con sus manos limpias a manosearme. |