Cómo Sancho Panza fue llevado al gobierno,
y de la estraña aventura que en el castillo sucedió a don Quijote
Dicen que en el propio original desta historia se lee que llegando Cide Hamete
a escribir este capítulo no le tradujo su intérprete como él
le había escrito, que fue un modo de queja que tuvo el moro de sí mismo
por haber tomado entre manos una historia tan seca y tan limitada como esta de don
Quijote, por parecerle que siempre había de hablar dél y de Sancho,
sin osar estenderse a otras digresiones y episodios más graves y más
entretenidos; y decía que el ir siempre atenido el entendimiento, la mano
y la pluma a escribir de un solo sujeto y hablar por las bocas de pocas personas
era un trabajo incomportable, cuyo fruto no redundaba en el de su autor, y que por
huir deste inconveniente había usado en la primera parte del artificio de
algunas novelas, como fueron la del Curioso impertinente y la del Capitán
cautivo, que están como separadas de la historia, puesto que las demás
que allí se cuentan son casos sucedidos al mismo don Quijote, que no podían
dejar de escribirse. También pensó, como él dice, que muchos,
llevados de la atención que piden las hazañas de don Quijote, no la
darían a las novelas, y pasarían por ellas o con priesa o con enfado,
sin advertir la gala y artificio que en sí contienen, el cual se mostrara
bien al descubierto, cuando por sí solas, sin arrimarse a las locuras de don
Quijote ni a las sandeces de Sancho, salieran a luz. Y, así, en esta segunda
parte no quiso ingerir novelas sueltas ni pegadizas, sino algunos episodios que lo
pareciesen, nacidos de los mesmos sucesos que la verdad ofrece, y aun estos limitadamente
y con solas las palabras que bastan a declararlos; y pues se contiene y cierra en
los estrechos límites de la narración, teniendo habilidad, suficiencia
y entendimiento para tratar del universo todo, pide no se desprecie su trabajo, y
se le den alabanzas, no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir.
Y luego prosigue la historia, diciendo que en acabando de comer don Quijote el día
que dio los consejos a Sancho, aquella tarde se los dio escritos, para que él
buscase quien se los leyese, pero apenas se los hubo dado, cuando se le cayeron y
vinieron a manos del duque, que los comunicó con la duquesa, y los dos se
admiraron de nuevo de la locura y del ingenio de don Quijote; y así, llevando
adelante sus burlas, aquella tarde enviaron a Sancho con mucho acompañamiento
al lugar que para él había de ser ínsula.
Acaeció, pues, que el que le llevaba a cargo era un mayordomo del duque, muy
discreto y muy gracioso -que no puede haber gracia donde no hay discreción-,
el cual había hecho la persona de la condesa Trifaldi con el donaire que queda
referido; y con esto, y con ir industriado de sus señores de cómo se
había de haber con Sancho, salió con su intento maravillosamente. Digo,
pues, que acaeció que así como Sancho vio al tal mayordomo, se le figuró
en su rostro el mesmo de la Trifaldi, y volviéndose a su señor le dijo:
-Señor, o a mí me ha de llevar el diablo de aquí de donde estoy
en justo y en creyente, o vuestra merced me ha de confesar que el rostro deste mayordomo
del duque, que aquí está, es el mesmo de la Dolorida.
Miró don Quijote atentamente al mayordomo y, habiéndole mirado, dijo
a Sancho:
-No hay para qué te lleve el diablo, Sancho, ni en justo ni en creyente, que
no sé lo que quieres decir: que el rostro de la Dolorida es el del mayordomo,
pero no por eso el mayordomo es la Dolorida, que a serlo, implicaría contradición
muy grande, y no es tiempo ahora de hacer estas averiguaciones, que sería
entrarnos en intricados laberintos. Créeme, amigo, que es menester rogar a
Nuestro Señor muy de veras que nos libre a los dos de malos hechiceros y de
malos encantadores.
-No es burla, señor -replicó Sancho-, sino que denantes le oí
hablar, y no pareció sino que la voz de la Trifaldi me sonaba en los oídos.
Ahora bien, yo callaré, pero no dejaré de andar advertido de aquí
adelante, a ver si descubre otra señal que confirme o desfaga mi sospecha.
-Así lo has de hacer, Sancho -dijo don Quijote-, y darásme aviso de
todo lo que en este caso descubrieres y de todo aquello que en el gobierno te sucediere.
Salió, en fin, Sancho acompañado de mucha gente, vestido a lo letrado,
y encima un gabán muy ancho de chamelote de aguas leonado, con una montera
de lo mesmo, sobre un macho a la jineta, y detrás dél, por orden del
duque, iba el rucio con jaeces y ornamentos jumentiles de seda y flamantes. Volvía
Sancho la cabeza de cuando en cuando a mirar a su asno, con cuya compañía
iba tan contento, que no se trocara con el emperador de Alemaña.
Al despedirse de los duques, les besó las manos, y tomó la bendición
de su señor, que se la dio con lágrimas, y Sancho la recibió
con pucheritos.
Deja, lector amable, ir en paz y enhorabuena al buen Sancho, y espera dos fanegas
de risa que te ha de causar el saber cómo se portó en su cargo, y en
tanto atiende a saber lo que le pasó a su amo aquella noche, que si con ello
no rieres, por lo menos desplegarás los labios con risa de jimia, porque los
sucesos de don Quijote o se han de celebrar con admiración o con risa.
Cuéntase, pues, que apenas se hubo partido Sancho, cuando don Quijote sintió
su soledad, y si le fuera posible revocarle la comisión y quitarle el gobierno,
lo hiciera. Conoció la duquesa su melancolía y preguntóle que
de qué estaba triste, que si era por la ausencia de Sancho, que escuderos,
dueñas y doncellas había en su casa que le servirían muy a satisfación
de su deseo.
-Verdad es, señora mía -respondió don Quijote-, que siento la
ausencia de Sancho, pero no es esa la causa principal que me hace parecer que estoy
triste, y de los muchos ofrecimientos que Vuestra Excelencia me hace solamente acepto
y escojo el de la voluntad con que se me hacen, y en lo demás suplico a Vuestra
Excelencia que dentro de mi aposento consienta y permita que yo solo sea el que me
sirva.
-En verdad -dijo la duquesa-, señor don Quijote, que no ha de ser así,
que le han de servir cuatro doncellas de las mías, hermosas como unas flores.
-Para mí -respondió don Quijote- no serán ellas como flores,
sino como espinas que me puncen el alma. Así entrarán ellas en mi aposento,
ni cosa que lo parezca, como volar. Si es que vuestra grandeza quiere llevar adelante
el hacerme merced sin yo merecerla, déjeme que yo me las haya conmigo y que
yo me sirva de mis puertas adentro, que yo ponga una muralla en medio de mis deseos
y de mi honestidad; y no quiero perder esta costumbre por la liberalidad que vuestra
alteza quiere mostrar conmigo. Y, en resolución, antes dormiré vestido
que consentir que nadie me desnude.
-No más, no más, señor don Quijote -replicó la duquesa-.
Por mí digo que daré orden que ni aun una mosca entre en su estancia,
no que una doncella: no soy yo persona que por mí se ha de descabalar la decencia
del señor don Quijote, que, según se me ha traslucido, la que más
campea entre sus muchas virtudes es la de la honestidad. Desnúdese vuesa merced
y vístase a sus solas y a su modo como y cuando quisiere, que no habrá
quien lo impida, pues dentro de su aposento hallará los vasos necesarios al
menester del que duerme a puerta cerrada, porque ninguna natural necesidad le obligue
a que la abra. Viva mil siglos la gran Dulcinea del Toboso, y sea su nombre estendido
por toda la redondez de la tierra, pues mereció ser amada de tan valiente
y tan honesto caballero, y los benignos cielos infundan en el corazón de Sancho
Panza, nuestro gobernador, un deseo de acabar presto sus diciplinas, para que vuelva
a gozar el mundo de la belleza de tan gran señora.
A lo cual dijo don Quijote:
-Vuestra altitud ha hablado como quien es, que en la boca de las buenas señoras
no ha de haber ninguna que sea mala; y más venturosa y más conocida
será en el mundo Dulcinea por haberla alabado vuestra grandeza que por todas
las alabanzas que puedan darle los más elocuentes de la tierra.
-Agora bien, señor don Quijote -replicó la duquesa-, la hora de cenar
se llega y el duque debe de esperar: venga vuesa merced y cenemos, y acostaráse
temprano, que el viaje que ayer hizo de Candaya no fue tan corto que no haya causado
algún molimiento.
-No siento ninguno, señora -respondió don Quijote-, porque osaré
jurar a Vuestra Excelencia que en mi vida he subido sobre bestia más reposada
ni de mejor paso que Clavileño, y no sé yo qué le pudo mover
a Malambruno para deshacerse de tan ligera y tan gentil cabalgadura y abrasarla así
sin más ni más.
-A eso se puede imaginar -respondió la duquesa- que arrepentido del mal que
había hecho a la Trifaldi y compañía, y a otras personas, y
de las maldades que como hechicero y encantador debía de haber cometido, quiso
concluir con todos los instrumentos de su oficio, y como a principal y que más
le traía desasosegado, vagando de tierra en tierra, abrasó a Clavileño,
que con sus abrasadas cenizas y con el trofeo del cartel queda eterno el valor del
gran don Quijote de la Mancha.
De nuevo nuevas gracias dio don Quijote a la duquesa, y en cenando don Quijote se
retiró en su aposento solo, sin consentir que nadie entrase con él
a servirle: tanto se temía de encontrar ocasiones que le moviesen o forzasen
a perder el honesto decoro que a su señora Dulcinea guardaba, siempre puesta
en la imaginación la bondad de Amadís, flor y espejo de los andantes
caballeros. Cerró tras sí la puerta, y a la luz de dos velas de cera
se desnudó, y al descalzarse, ¡oh desgracia indigna de tal persona!,
se le soltaron, no suspiros ni otra cosa que desacreditasen la limpieza de su policía,
sino hasta dos docenas de puntos de una media, que quedó hecha celosía.
Afligióse en estremo el buen señor, y diera él por tener allí
un adarme de seda verde una onza de plata (digo seda verde porque las medias eran
verdes).
Aquí exclamó Benengeli y, escribiendo, dijo: «¡Oh pobreza,
pobreza! ¡No sé yo con qué razón se movió aquel
gran poeta cordobés a llamarte ědádiva santa desagradecidaî! Yo, aunque
moro, bien sé, por la comunicación que he tenido con cristianos, que
la santidad consiste en la caridad, humildad, fee, obediencia y pobreza; pero, con
todo eso, digo que ha de tener mucho de Dios el que se viniere a contentar con ser
pobre, si no es de aquel modo de pobreza de quien dice uno de sus mayores santos:
ěTened todas las cosas como si no las tuviésedesî; y a esto llaman pobreza
de espíritu. Pero tú, segunda pobreza, que eres de la que yo hablo,
¿por qué quieres estrellarte con los hidalgos y bien nacidos más
que con la otra gente? ¿Por qué los obligas a dar pantalia a los zapatos
y a que los botones de sus ropillas unos sean de seda, otros de cerdas y otros de
vidro? ¿Por qué sus cuellos por la mayor parte han de ser siempre escarolados,
y no abiertos con molde?». Y en esto se echará de ver que es antiguo
el uso del almidón y de los cuellos abiertos. Y prosiguió: «¡Miserable
del bien nacido que va dando pistos a su honra, comiendo mal y a puerta cerrada,
haciendo hipócrita al palillo de dientes con que sale a la calle después
de no haber comido cosa que le obligue a limpiárselos! ¡Miserable de
aquel, digo, que tiene la honra espantadiza y piensa que desde una legua se le descubre
el remiendo del zapato, el trasudor del sombrero, la hilaza del herreruelo y la hambre
de su estómago!».
Todo esto se le renovó a don Quijote en la soltura de sus puntos, pero consolóse
con ver que Sancho le había dejado unas botas de camino, que pensó
ponerse otro día. Finalmente, él se recostó pensativo y pesaroso,
así de la falta que Sancho le hacía como de la inreparable desgracia
de sus medias, a quien tomara los puntos aunque fuera con seda de otra color, que
es una de las mayores señales de miseria que un hidalgo puede dar en el discurso
de su prolija estrecheza. Mató las velas; hacía calor y no podía
dormir; levantóse del lecho y abrió un poco la ventana de una reja
que daba sobre un hermoso jardín, y al abrirla sintió y oyó
que andaba y hablaba gente en el jardín. Púsose a escuchar atentamente.
Levantaron la voz los de abajo, tanto, que pudo oír estas razones:
-No me porfíes, ¡oh Emerencia!, que cante, pues sabes que desde el punto
que este forastero entró en este castillo y mis ojos le miraron, yo no sé
cantar, sino llorar; cuanto más que el sueño de mi señora tiene
más de ligero que de pesado, y no querría que nos hallase aquí
por todo el tesoro del mundo; y puesto caso que durmiese y no despertase, en vano
sería mi canto si duerme y no despierta para oírle este nuevo Eneas,
que ha llegado a mis regiones para dejarme escarnida.
-No des en eso, Altisidora amiga -respondieron-, que sin duda la duquesa y cuantos
hay en esta casa duermen, si no es el señor de tu corazón y el despertador
de tu alma, porque ahora sentí que abría la ventana de la reja de su
estancia, y sin duda debe de estar despierto. Canta, lastimada mía, en tono
bajo y suave, al son de tu harpa, y cuando la duquesa nos sienta, le echaremos la
culpa al calor que hace.
-No está en eso el punto, ¡oh Emerencia! -respondió la Altisidora-,
sino en que no querría que mi canto descubriese mi corazón, y fuese
juzgada de los que no tienen noticia de las fuerzas poderosas de amor por doncella
antojadiza y liviana. Pero venga lo que viniere, que más vale vergüenza
en cara que mancilla en corazón.
Y en esto se sintió tocar una harpa suavísimamente. Oyendo lo cual
quedó don Quijote pasmado, porque en aquel instante se le vinieron a la memoria
las infinitas aventuras semejantes a aquella, de ventanas, rejas y jardines, músicas,
requiebros y desvanecimientos que en los sus desvanecidos libros de caballerías
había leído. Luego imaginó que alguna doncella de la duquesa
estaba dél enamorada, y que la honestidad la forzaba a tener secreta su voluntad;
temió no le rindiese y propuso en su pensamiento el no dejarse vencer; y encomendándose
de todo buen ánimo y buen talante a su señora Dulcinea del Toboso,
determinó de escuchar la música, y para dar a entender que allí
estaba dio un fingido estornudo, de que no poco se alegraron las doncellas, que otra
cosa no deseaban sino que don Quijote las oyese. Recorrida, pues, y afinada la harpa,
Altisidora dio principio a este romance:
-¡Oh tú, que estás en tu lecho,
entre sábanas de holanda,
durmiendo a pierna tendida
de la noche a la mañana,
caballero el más valiente
que ha producido la Mancha,
más honesto y más bendito
que el oro fino de Arabia!
Oye a una triste doncella
bien crecida y mal lograda,
que en la luz de tus dos soles
se siente abrasar el alma.
Tú buscas tus aventuras
y ajenas desdichas hallas;
das las feridas y niegas
el remedio de sanarlas.
Dime, valeroso joven,
que Dios prospere tus ansias,
si te criaste en la Libia
o en las montañas de Jaca,
si sierpes te dieron leche,
si a dicha fueron tus amas
la aspereza de las selvas
y el horror de las montañas.
Muy bien puede Dulcinea,
doncella rolliza y sana,
preciarse de que ha rendido
a una tigre y fiera brava.
Por esto será famosa
desde Henares a Jarama,
desde el Tajo a Manzanares,
desde Pisuerga hasta Arlanza.
Trocárame yo por ella
y diera encima una saya
de las más gayadas mías,
que de oro le adornan franjas.
¡Oh, quién se viera en tus brazos
o, si no, junto a tu cama,
rascándote la cabeza
y matándote la caspa!
Mucho pido y no soy digna
de merced tan señalada:
los pies quisiera traerte,
que a una humilde esto le basta.
¡Oh, qué de cofias te diera,
qué de escarpines de plata,
qué de calzas de damasco,
qué de herreruelos de Holanda!
¡Qué de finísimas perlas,
cada cual como una agalla,
que a no tener compañeras
«las solas» fueran llamadas!
No mires de tu Tarpeya
este incendio que me abrasa,
Nerón manchego del mundo,
ni le avives con tu saña.
Niña soy, pulcela tierna;
mi edad de quince no pasa:
catorce tengo y tres meses,
te juro en Dios y en mi ánima.
No soy renca, ni soy coja,
ni tengo nada de manca;
los cabellos, como lirios,
que, en pie, por el suelo arrastran;
y aunque es mi boca aguileña
y la nariz algo chata,
ser mis dientes de topacios
mi belleza al cielo ensalza.
Mi voz, ya ves, si me escuchas,
que a la que es más dulce iguala,
y soy de disposición
algo menos que mediana.
Estas y otras gracias mías
son despojos de tu aljaba;
desta casa soy doncella
y Altisidora me llaman.
Aquí dio fin el canto de la malferida Altisidora y comenzó el asombro
del requirido don Quijote, el cual, dando un gran suspiro, dijo entre sí:
«¡Que tengo de ser tan desdichado andante que no ha de haber doncella
que me mire que de mí no se enamore! ¡Que tenga de ser tan corta de
ventura la sin par Dulcinea del Toboso que no la han de dejar a solas gozar de la
incomparable firmeza mía! ¿Qué la queréis, reinas? ¿A
qué la perseguís, emperatrices? ¿Para qué la acosáis,
doncellas de a catorce a quince años? Dejad, dejad a la miserable que triunfe,
se goce y ufane con la suerte que Amor quiso darle en rendirle mi corazón
y entregarle mi alma. Mirad, caterva enamorada, que para sola Dulcinea soy de masa
y de alfenique, y para todas las demás soy de pedernal; para ella soy miel,
y para vosotras acíbar; para mí sola Dulcinea es la hermosa, la discreta,
la honesta, la gallarda y la bien nacida, y las demás, las feas, las necias,
las livianas y las de peor linaje; para ser yo suyo, y no de otra alguna, me arrojó
la naturaleza al mundo. Llore o cante Altisidora, desespérese Madama, por
quien me aporrearon en el castillo del moro encantado, que yo tengo de ser de Dulcinea,
cocido o asado, limpio, bien criado y honesto, a pesar de todas las potestades hechiceras
de la tierra».
Y con esto cerró de golpe la ventana y, despechado y pesaroso como si le hubiera
acontecido alguna gran desgracia, se acostó en su lecho, donde le dejaremos
por ahora, porque nos está llamando el gran Sancho Panza, que quiere dar principio
a su famoso gobierno. |