De la venida de Clavileño, con el fin desta
dilatada aventura
Llegó en esto la noche, y con ella el punto determinado en que el famoso
caballo Clavileño viniese, cuya tardanza fatigaba ya a don Quijote, pareciéndole
que pues Malambruno se detenía en enviarle, o que él no era el caballero
para quien estaba guardada aquella aventura o que Malambruno no osaba venir con él
a singular batalla. Pero veis aquí cuando a deshora entraron por el jardín
cuatro salvajes, vestidos todos de verde yedra, que sobre sus hombros traían
un gran caballo de madera. Pusiéronle de pies en el suelo y uno de los salvajes
dijo:
-Suba sobre esta máquina el que tuviere ánimo para ello.
-Aquí-dijo Sancho- yo no subo, porque ni tengo ánimo ni soy caballero.
Y el salvaje prosiguió diciendo:
-Y ocupe las ancas el escudero, si es que lo tiene, y fíese del valeroso Malambruno,
que, si no fuere de su espada, de ninguna otra ni de otra malicia será ofendido;
y no hay más que torcer esta clavija que sobre el cuello trae puesta, que
él los llevará por los aires adonde los atiende Malambruno; pero porque
la alteza y sublimidad del camino no les cause váguidos, se han de cubrir
los ojos hasta que el caballo relinche, que será señal de haber dado
fin a su viaje.
Esto dicho, dejando a Clavileño, con gentil continente se volvieron por donde
habían venido. La Dolorida, así como vio al caballo, casi con lágrimas
dijo a don Quijote:
-Valeroso caballero, las promesas de Malambruno han sido ciertas: el caballo está
en casa, nuestras barbas crecen, y cada una de nosotras y con cada pelo dellas te
suplicamos nos rapes y tundas, pues no está en más sino en que subas
en él con tu escudero y des felice principio a vuestro nuevo viaje.
-Eso haré yo, señora condesa Trifaldi, de muy buen grado y de mejor
talante, sin ponerme a tomar cojín ni calzarme espuelas, por no detenerme:
tanta es la gana que tengo de veros a vos, señora, y a todas estas dueñas
rasas y mondas.
-Eso no haré yo -dijo Sancho-, ni de malo ni de buen talante, en ninguna manera;
y si es que este rapamiento no se puede hacer sin que yo suba a las ancas, bien puede
buscar mi señor otro escudero que le acompañe, y estas señoras
otro modo de alisarse los rostros, que yo no soy brujo, para gustar de andar por
los aires. ¿Y qué dirán mis insulanos cuando sepan que su gobernador
se anda paseando por los vientos? Y otra cosa más: que habiendo tres mil y
tantas leguas de aquí a Candaya, si el caballo se cansa o el gigante se enoja,
tardaremos en dar la vuelta media docena de años, y ya ni habrá ínsula,
ni ínsulos en el mundo que me conozcan; y pues se dice comúnmente que
en la tardanza va el peligro y que cuando te dieren la vaquilla acudas con la soguilla,
perdónenme las barbas destas señoras, que bien se está San Pedro
en Roma, quiero decir, que bien me estoy en esta casa donde tanta merced se me hace
y de cuyo dueño tan gran bien espero como es verme gobernador.
A lo que el duque dijo:
-Sancho amigo, la ínsula que yo os he prometido no es movible ni fugitiva:
raíces tiene tan hondas, echadas en los abismos de la tierra, que no la arrancarán
ni mudarán de donde está a tres tirones; y pues vos sabéis que
sé yo que no hay ninguno género de oficio destos de mayor cantía
que no se granjee con alguna suerte de cohecho, cuál más, cuál
menos, el que yo quiero llevar por este gobierno es que vais con vuestro señor
don Quijote a dar cima y cabo a esta memorable aventura. Que ahora volváis
sobre Clavileño con la brevedad que su ligereza promete, ora la contraria
fortuna os traiga y vuelva a pie, hecho romero, de mesón en mesón y
de venta en venta, siempre que volviéredes hallaréis vuestra ínsula
donde la dejáis, y a vuestros insulanos con el mesmo deseo de recebiros por
su gobernador que siempre han tenido, y mi voluntad será la mesma; y no pongáis
duda en esta verdad, señor Sancho, que sería hacer notorio agravio
al deseo que de serviros tengo.
-No más, señor -dijo Sancho-: yo soy un pobre escudero, y no puedo
llevar a cuestas tantas cortesías; suba mi amo, tápenme estos ojos
y encomiéndenme a Dios, y avísenme si cuando vamos por esas altanerías
podré encomendarme a Nuestro Señor o invocar los ángeles que
me favorezcan.
A lo que respondió Trifaldi:
-Sancho, bien podéis encomendaros a Dios o a quien quisiéredes, que
Malambruno, aunque es encantador, es cristiano y hace sus encantamentos con mucha
sagacidad y con mucho tiento, sin meterse con nadie.
-Ea, pues -dijo Sancho-, Dios me ayude y la Santísima Trinidad de Gaeta.
-Desde la memorable aventura de los batanes -dijo don Quijote- nunca he visto a Sancho
con tanto temor como ahora, y si yo fuera tan agorero como otros, su pusilanimidad
me hiciera algunas cosquillas en el ánimo. Pero llegaos aquí, Sancho,
que con licencia destos señores os quiero hablar aparte dos palabras.
Y apartando a Sancho entre unos árboles del jardín y asiéndole
ambas las manos, le dijo:
-Ya vees, Sancho hermano, el largo viaje que nos espera y que sabe Dios cuándo
volveremos dél, ni la comodidad y espacio que nos darán los negocios;
y, así, querría que ahora te retirases en tu aposento, como que vas
a buscar alguna cosa necesaria para el camino, y en un daca las pajas te dieses,
a buena cuenta de los tres mil y trecientos azotes a que estás obligado, siquiera
quinientos, que dados te los tendrás, que el comenzar las cosas es tenerlas
medio acabadas.
-¡Par Dios -dijo Sancho- que vuestra merced debe de ser menguado! Esto es como
aquello que dicen: «¡En priesa me vees, y doncellez me demandas!».
¿Ahora que tengo de ir sentado en una tabla rasa quiere vuestra merced que
me lastime las posas? En verdad en verdad que no tiene vuestra merced razón.
Vamos ahora a rapar estas dueñas, que a la vuelta yo le prometo a vuestra
merced, como quien soy, de darme tanta priesa a salir de mi obligación, que
vuestra merced se contente, y no le digo más.
Y don Quijote respondió:
-Pues con esa promesa, buen Sancho, voy consolado, y creo que la cumplirás,
porque, en efecto, aunque tonto, eres hombre verídico.
-No soy verde, sino moreno -dijo Sancho-, pero aunque fuera de mezcla, cumpliera
mi palabra.
Y con esto se volvieron a subir en Clavileño, y al subir dijo don Quijote:
-Tapaos, Sancho, y subid, Sancho, que quien de tan lueñes tierras envía
por nosotros no será para engañarnos, por la poca gloria que le puede
redundar de engañar a quien dél se fía; y puesto que todo sucediese
al revés de lo que imagino, la gloria de haber emprendido esta hazaña
no la podrá escurecer malicia alguna.
-Vamos, señor -dijo Sancho-, que las barbas y lágrimas destas señoras
las tengo clavadas en el corazón, y no comeré bocado que bien me sepa
hasta verlas en su primera lisura. Suba vuesa merced, y tápese primero, que
si yo tengo de ir a las ancas, claro está que primero sube el de la silla.
-Así es la verdad -replicó don Quijote.
Y sacando un pañuelo de la faldriquera, pidió a la Dolorida que le
cubriese muy bien los ojos; y habiéndoselos cubierto, se volvió a descubrir
y dijo:
-Si mal no me acuerdo, yo he leído en Virgilio aquello del Paladión
de Troya, que fue un caballo de madera que los griegos presentaron a la diosa Palas,
el cual iba preñado de caballeros armados, que después fueron la total
ruina de Troya; y, así, será bien ver primero lo que Clavileño
trae en su estómago.
-No hay para qué -dijo la Dolorida-, que yo le fío y sé que
Malambruno no tiene nada de malicioso ni de traidor. Vuesa merced, señor don
Quijote, suba sin pavor alguno, y a mi daño si alguno le sucediere.
Parecióle a don Quijote que cualquiera cosa que replicase acerca de su seguridad
sería poner en detrimento su valentía. Y, así, sin más
altercar, subió sobre Clavileño y le tentó la clavija, que fácilmente
se rodeaba; y como no tenía estribos y le colgaban las piernas, no parecía
sino figura de tapiz flamenco, pintada o tejida, en algún romano triunfo.
De mal talante y poco a poco llegó a subir Sancho, y acomodándose lo
mejor que pudo en las ancas, las halló algo duras y nonada blandas, y pidió
al duque que si fuese posible le acomodasen de algún cojín o de alguna
almohada, aunque fuese del estrado de su señora la duquesa o del lecho de
algún paje, porque las ancas de aquel caballo más parecían de
mármol que de leño. A esto dijo la Trifaldi que ningún jaez
ni ningún género de adorno sufría sobre sí Clavileño,
que lo que podía hacer era ponerse a mujeriegas y que así no sentiría
tanto la dureza. Hízolo así Sancho, y, diciendo «a Dios»,
se dejó vendar los ojos, y ya después de vendados se volvió
a descubrir y, mirando a todos los del jardín tiernamente y con lágrimas,
dijo que le ayudasen en aquel trance con sendos paternostres y sendas avemarías,
porque Dios deparase quien por ellos los dijese cuando en semejantes trances se viesen.
A lo que dijo don Quijote:
-Ladrón, ¿estás puesto en la horca por ventura o en el último
término de la vida, para usar de semejantes plegarias? ¿No estás,
desalmada y cobarde criatura, en el mismo lugar que ocupó la linda Magalona,
del cual decendió, no a la sepultura, sino a ser reina de Francia, si no mienten
las historias? Y yo, que voy a tu lado, ¿no puedo ponerme al del valeroso
Pierres, que oprimió este mismo lugar que yo ahora oprimo? Cúbrete,
cúbrete, animal descorazonado, y no te salga a la boca el temor que tienes,
a lo menos en presencia mía.
-Tápenme -respondió Sancho-, y pues no quieren que me encomiende a
Dios ni que sea encomendado, ¿qué mucho que tema no ande por aquí
alguna región de diablos, que den con nosotros en Peralvillo?
Cubriéronse, y sintiendo don Quijote que estaba como había de estar,
tentó la clavija, y apenas hubo puesto los dedos en ella cuando todas las
dueñas y cuantos estaban presentes levantaron las voces, diciendo:
-¡Dios te guíe, valeroso caballero!
-¡Dios sea contigo, escudero intrépido!
-¡Ya, ya vais por esos aires, rompiéndolos con más velocidad
que una saeta!
-¡Ya comenzáis a suspender y admirar a cuantos desde la tierra os están
mirando!
-¡Tente, valeroso Sancho, que te bamboleas! ¡Mira no cayas, que será
peor tu caída que la del atrevido mozo que quiso regir el carro del Sol su
padre!
Oyó Sancho las voces, y apretándose con su amo y ciñiéndole
con los brazos, le dijo:
-Señor, ¿cómo dicen estos que vamos tan altos, si alcanzan acá
sus voces y no parecen sino que están aquí hablando junto a nosotros?
-No repares en eso, Sancho, que como estas cosas y estas volaterías van fuera
de los cursos ordinarios, de mil leguas verás y oirás lo que quisieres.
Y no me aprietes tanto, que me derribas; y en verdad que no sé de qué
te turbas ni te espantas, que osaré jurar que en todos los días de
mi vida he subido en cabalgadura de paso más llano: no parece sino que no
nos movemos de un lugar. Destierra, amigo, el miedo, que, en efecto, la cosa va como
ha de ir y el viento llevamos en popa.
-Así es la verdad -respondió Sancho-, que por este lado me da un viento
tan recio, que parece que con mil fuelles me están soplando. |