Donde Sancho Panza satisface al bachiller Sansón
Carrasco de sus dudas y preguntas, con otros sucesos dignos de saberse y de contarse
Volvió Sancho a casa de don Quijote y, volviendo al pasado razonamiento,
dijo:
-A lo que el señor Sansón dijo que se deseaba saber quién o
cómo o cuándo se me hurtó el jumento, respondiendo digo que
la noche misma que huyendo de la Santa Hermandad nos entramos en Sierra Morena, después
de la aventura sin ventura de los galeotes, y de la del difunto que llevaban a Segovia,
mi señor y yo nos metimos entre una espesura, adonde mi señor arrimado
a su lanza y yo sobre mi rucio, molidos y cansados de las pasadas refriegas, nos
pusimos a dormir como si fuera sobre cuatro colchones de pluma; especialmente yo
dormí con tan pesado sueño, que quienquiera que fue tuvo lugar de llegar
y suspenderme sobre cuatro estacas que puso a los cuatro lados de la albarda, de
manera que me dejó a caballo sobre ella y me sacó debajo de mí
al rucio sin que yo lo sintiese.
-Eso es cosa fácil, y no acontecimiento nuevo, que lo mesmo le sucedió
a Sacripante cuando, estando en el cerco de Albraca, con esa misma invención
le sacó el caballo de entre las piernas aquel famoso ladrón llamado
Brunelo.
-Amaneció -prosiguió Sancho-, y apenas me hube estremecido, cuando,
faltando las estacas, di conmigo en el suelo una gran caída; miré por
el jumento, y no le vi; acudiéronme lágrimas a los ojos, y hice una
lamentación que, si no la puso el autor de nuestra historia, puede hacer cuenta
que no puso cosa buena. Al cabo de no sé cuantos días, viniendo con
la señora princesa Micomicona, conocí mi asno, y que venía sobre
él en hábito de gitano aquel Ginés de Pasamonte, aquel embustero
y grandísimo maleador que quitamos mi señor y yo de la cadena.
-No está en eso el yerro -replicó Sansón-, sino en que antes
de haber parecido el jumento dice el autor que iba a caballo Sancho en el mesmo rucio.
-A eso -dijo Sancho- no sé qué responder, sino que el historiador se
engañó, o ya sería descuido del impresor.
-Así es, sin duda -dijo Sansón-, pero ¿qué se hicieron
los cien escudos? ¿Deshiciéronse?
Respondió Sancho:
-Yo los gasté en pro de mi persona y de la de mi mujer y de mis hijos, y ellos
han sido causa de que mi mujer lleve en paciencia los caminos y carreras que he andado
sirviendo a mi señor don Quijote: que si al cabo de tanto tiempo volviera
sin blanca y sin el jumento a mi casa, negra ventura me esperaba; y si hay más
que saber de mí, aquí estoy, que responderé al mesmo rey en
presona, y nadie tiene para qué meterse en si truje o no truje, si gasté
o no gasté: que si los palos que me dieron en estos viajes se hubieran de
pagar a dinero, aunque no se tasaran sino a cuatro maravedís cada uno, en
otros cien escudos no había para pagarme la mitad; y cada uno meta la mano
en su pecho y no se ponga a juzgar lo blanco por negro y lo negro por blanco, que
cada uno es como Dios le hizo, y aun peor muchas veces.
-Yo tendré cuidado -dijo Carrasco- de acusar al autor de la historia que si
otra vez la imprimiere no se le olvide esto que el buen Sancho ha dicho, que será
realzarla un buen coto más de lo que ella se está.
-¿Hay otra cosa que enmendar en esa leyenda, señor bachiller? -preguntó
don Quijote.
-Sí debe de haber -respondió él-, pero ninguna debe de ser de
la importancia de las ya referidas.
-Y por ventura -dijo don Quijote- ¿promete el autor segunda parte?
-Sí promete -respondió Sansón-, pero dice que no ha hallado
ni sabe quién la tiene, y, así, estamos en duda si saldrá o
no, y así por esto como porque algunos dicen: «Nunca segundas partes
fueron buenas», y otros: «De las cosas de don Quijote bastan las escritas»,
se duda que no ha de haber segunda parte; aunque algunos que son más joviales
que saturninos dicen: «Vengan más quijotadas, embista don Quijote y
hable Sancho Panza, y sea lo que fuere, que con eso nos contentamos».
-¿Y a qué se atiene el autor?
-A que -respondió Sansón- en hallando que halle la historia, que él
va buscando con extraordinarias diligencias, la dará luego a la estampa, llevado
más del interés que de darla se le sigue que de otra alabanza alguna.
A lo que dijo Sancho:
-¿Al dinero y al interés mira el autor? Maravilla será que acierte,
porque no hará sino harbar, harbar, como sastre en vísperas de pascuas,
y las obras que se hacen apriesa nunca se acaban con la perfeción que requieren.
Atienda ese señor moro, o lo que es, a mirar lo que hace, que yo y mi señor
le daremos tanto ripio a la mano en materia de aventuras y de sucesos diferentes,
que pueda componer no solo segunda parte, sino ciento. Debe de pensar el buen hombre,
sin duda, que nos dormimos aquí en las pajas; pues ténganos el pie
al herrar y verá del que cosqueamos. Lo que yo sé decir es que si mi
señor tomase mi consejo ya habíamos de estar en esas campañas
deshaciendo agravios y enderezando tuertos, como es uso y costumbre de los buenos
andantes caballeros.
No había bien acabado de decir estas razones Sancho, cuando llegaron a sus
oídos relinchos de Rocinante, los cuales relinchos tomó don Quijote
por felicísimo agüero, y determinó de hacer de allí a tres
o cuatro días otra salida, y declarando su intento al bachiller, le pidió
consejo por qué parte comenzaría su jornada; el cual le respondió
que era su parecer que fuese al reino de Aragón y a la ciudad de Zaragoza,
adonde de allí a pocos días se habían de hacer unas solenísimas
justas por la fiesta de San Jorge, en las cuales podría ganar fama sobre todos
los caballeros aragoneses, que sería ganarla sobre todos los del mundo. Alabóle
ser honradísima y valentísima su determinación, y advirtióle
que anduviese más atentado en acometer los peligros, a causa que su vida no
era suya, sino de todos aquellos que le habían de menester para que los amparase
y socorriese en sus desventuras.
-Deso es lo que yo reniego, señor Sansón -dijo a este punto Sancho-,
que así acomete mi señor a cien hombres armados como un muchacho goloso
a media docena de badeas. ¡Cuerpo del mundo, señor bachiller! Sí,
que tiempos hay de acometer y tiempos de retirar; sí, no ha de ser todo «¡Santiago,
y cierra, España!». Y más, que yo he oído decir, y creo
que a mi señor mismo, si mal no me acuerdo, que entre los estremos de cobarde
y de temerario está el medio de la valentía: y si esto es así,
no quiero que huya sin tener para qué, ni que acometa cuando la demasía
pide otra cosa. Pero sobre todo aviso a mi señor que si me ha de llevar consigo
ha de ser con condición que él se lo ha de batallar todo y que yo no
he de estar obligado a otra cosa que a mirar por su persona en lo que tocare a su
limpieza y a su regalo, que en esto yo le bailaré el agua delante; pero pensar
que tengo de poner mano a la espada, aunque sea contra villanos malandrines de hacha
y capellina, es pensar en lo escusado. Yo, señor Sansón, no pienso
granjear fama de valiente, sino del mejor y más leal escudero que jamás
sirvió a caballero andante; y si mi señor don Quijote, obligado de
mis muchos y buenos servicios, quisiere darme alguna ínsula de las muchas
que su merced dice que se ha de topar por ahí, recibiré mucha merced
en ello; y cuando no me la diere, nacido soy, y no ha de vivir el hombre en hoto
de otro, sino de Dios; y más, que tan bien y aun quizá mejor me sabrá
el pan desgobernado que siendo gobernador; ¿y sé yo por ventura si
en esos gobiernos me tiene aparejada el diablo alguna zancadilla donde tropiece y
caiga y me haga las muelas? Sancho nací y Sancho pienso morir; pero si con
todo esto, de buenas a buenas, sin mucha solicitud y sin mucho riesgo, me deparase
el cielo alguna ínsula, o otra cosa semejante, no soy tan necio, que la desechase;
que también se dice «cuando te dieren la vaquilla, corre con la soguilla»,
y «cuando viene el bien, mételo en tu casa».
-Vos, hermano Sancho -dijo Carrasco-, habéis hablado como un catedrático;
pero, con todo eso, confiad en Dios y en el señor don Quijote, que os ha de
dar un reino, no que una ínsula.
-Tanto es lo de más como lo de menos -respondió Sancho-; aunque sé
decir al señor Carrasco que no echara mi señor el reino que me diera
en saco roto, que yo he tomado el pulso a mí mismo y me hallo con salud para
regir reinos y gobernar ínsulas, y esto ya otras veces lo he dicho a mi señor.
-Mirad, Sancho -dijo Sansón-, que los oficios mudan las costumbres, y podría
ser que viéndoos gobernador no conociésedes a la madre que os parió.
-Eso allá se ha de entender -respondió Sancho- con los que nacieron
en las malvas, y no con los que tienen sobre el alma cuatro dedos de enjundia de
cristianos viejos, como yo los tengo. ¡No, sino llegaos a mi condición,
que sabrá usar de desagradecimiento con alguno!
-Dios lo haga -dijo don Quijote-, y ello dirá cuando el gobierno venga, que
ya me parece que le trayo entre los ojos.
Dicho esto, rogó al bachiller que, si era poeta, le hiciese merced de componerle
unos versos que tratasen de la despedida que pensaba hacer de su señora Dulcinea
del Toboso, y que advirtiese que en el principio de cada verso había de poner
una letra de su nombre, de manera que al fin de los versos, juntando las primeras
letras, se leyese: «Dulcinea del Toboso». El bachiller respondió
que puesto que él no era de los famosos poetas que había en España,
que decían que no eran sino tres y medio, que no dejaría de componer
los tales metros, aunque hallaba una dificultad grande en su composición,
a causa que las letras que contenían el nombre eran diez y siete, y que si
hacía cuatro castellanas de a cuatro versos, sobrara una letra, y si de a
cinco, a quien llaman «décimas» o «redondillas», faltaban
tres letras; pero, con todo eso, procuraría embeber una letra lo mejor que
pudiese, de manera que en las cuatro castellanas se incluyese el nombre de Dulcinea
del Toboso.
-Ha de ser así en todo caso -dijo don Quijote-, que si allí no va el
nombre patente y de manifiesto, no hay mujer que crea que para ella se hicieron los
metros.
Quedaron en esto y en que la partida sería de allí a ocho días.
Encargó don Quijote al bachiller la tuviese secreta, especialmente al cura
y a maese Nicolás, y a su sobrina y al ama, porque no estorbasen su honrada
y valerosa determinación. Todo lo prometió Carrasco. Con esto, se despidió
encargando a don Quijote que de todos sus buenos o malos sucesos le avisase, habiendo
comodidad; y, así, se despidieron y Sancho fue a poner en orden lo necesario
para su jornada. |