Donde se prosigue la noticia que tuvo don Quijote
del desencanto de Dulcinea, con otros admirables sucesos
Al compás de la agradable música vieron que hacia ellos venía
un carro de los que llaman triunfales, tirado de seis mulas pardas, encubertadas
empero de lienzo blanco, y sobre cada una venía un diciplinante de luz, asimesmo
vestido de blanco, con una hacha de cera grande, encendida, en la mano. Era el carro
dos veces y aun tres mayor que los pasados, y los lados y encima dél ocupaban
doce otros diciplinantes albos como la nieve, todos con sus hachas encendidas, vista
que admiraba y espantaba juntamente; y en un levantado trono venía sentada
una ninfa, vestida de mil velos de tela de plata, brillando por todos ellos infinitas
hojas de argentería de oro, que la hacían, si no rica, a lo menos vistosamente
vestida. Traía el rostro cubierto con un transparente y delicado cendal, de
modo que, sin impedirlo sus lizos, por entre ellos se descubría un hermosísimo
rostro de doncella, y las muchas luces daban lugar para distinguir la belleza y los
años, que al parecer no llegaban a veinte ni bajaban de diez y siete.
Junto a ella venía una figura vestida de una ropa de las que llaman rozagantes,
hasta los pies, cubierta la cabeza con un velo negro; pero al punto que llegó
el carro a estar frente a frente de los duques y de don Quijote, cesó la música
de las chirimías, y luego la de las harpas y laúdes que en el carro
sonaban, y levantándose en pie la figura de la ropa, la apartó a entrambos
lados, y quitándose el velo del rostro, descubrió patentemente ser
la mesma figura de la muerte, descarnada y fea, de que don Quijote recibió
pesadumbre y Sancho miedo, y los duques hicieron algún sentimiento temeroso.
Alzada y puesta en pie esta muerte viva, con voz algo dormida y con lengua no muy
despierta, comenzó a decir desta manera:
-Yo soy Merlín, aquel que las historias
dicen que tuve por mi padre al diablo
-mentira autorizada de los tiempos-,
príncipe de la mágica y monarca
y archivo de la ciencia zoroástrica,
émulo a las edades y a los siglos
que solapar pretenden las hazañas
de los andantes bravos caballeros,
a quien yo tuve y tengo gran cariño.
Y puesto que es de los encantadores,
de los magos o mágicos contino
dura la condición, áspera y fuerte,
la mía es tierna, blanda y amorosa,
y amiga de hacer bien a todas gentes.
En las cavernas lóbregas de Dite,
donde estaba mi alma entretenida
en formar ciertos rombos y caráteres,
llegó la voz doliente de la bella
y sin par Dulcinea del Toboso.
Supe su encantamento y su desgracia,
y su trasformación de gentil dama
en rústica aldeana; condolíme,
y encerrando mi espíritu en el hueco
desta espantosa y fiera notomía,
después de haber revuelto cien mil libros
desta mi ciencia endemoniada y torpe,
vengo a dar el remedio que conviene
a tamaño dolor, a mal tamaño.
¡Oh tú, gloria y honor de cuantos visten
las túnicas de acero y de diamante,
luz y farol, sendero, norte y guía
de aquellos que, dejando el torpe sueño
y las ociosas plumas, se acomodan
a usar el ejercicio intolerable
de las sangrientas y pesadas armas!
A ti digo, ¡oh varón como se debe
por jamás alabado!, a ti, valiente
juntamente y discreto don Quijote,
de la Mancha esplendor, de España estrella,
que para recobrar su estado primo
la sin par Dulcinea del Toboso
es menester que Sancho tu escudero
se dé tres mil azotes y trecientos
en ambas sus valientes posaderas,
al aire descubiertas, y de modo,
que le escuezan, le amarguen y le enfaden.
Y en esto se resuelven todos cuantos
de su desgracia han sido los autores,
y a esto es mi venida, mis señores.
-¡Voto a tal! -dijo a esta sazón Sancho-. No digo yo tres mil azotes,
pero así me daré yo tres como tres puñaladas. ¡Válate
el diablo por modo de desencantar! ¡Yo no sé qué tienen que ver
mis posas con los encantos! ¡Par Dios que si el señor Merlín
no ha hallado otra manera como desencantar a la señora Dulcinea del Toboso,
encantada se podrá ir a la sepultura!
-Tomaros he yo -dijo don Quijote-, don villano, harto de ajos, y amarraros he a un
árbol, desnudo como vuestra madre os parió, y no digo yo tres mil y
trecientos, sino seis mil y seiscientos azotes os daré, tan bien pegados,
que no se os caigan a tres mil y trecientos tirones. Y no me repliquéis palabra,
que os arrancaré el alma.
Oyendo lo cual Merlín, dijo:
-No ha de ser así, porque los azotes que ha de recebir el buen Sancho han
de ser por su voluntad, y no por fuerza, y en el tiempo que él quisiere, que
no se le pone término señalado; pero permítesele que si él
quisiere redemir su vejación por la mitad de este vapulamiento, puede dejar
que se los dé ajena mano, aunque sea algo pesada.
-Ni ajena ni propia, ni pesada ni por pesar -replicó Sancho-: a mí
no me ha de tocar alguna mano. ¿Parí yo por ventura a la señora
Dulcinea del Toboso, para que paguen mis posas lo que pecaron sus ojos? El señor
mi amo sí que es parte suya, pues la llama a cada paso «mi vida»,
«mi alma», sustento y arrimo suyo, se puede y debe azotar por ella y
hacer todas las diligencias necesarias para su desencanto; pero ¿azotarme
yo...? ¡Abernuncio!
Apenas acabó de decir esto Sancho, cuando levantándose en pie la argentada
ninfa que junto al espíritu de Merlín venía, quitándose
el sutil velo del rostro, le descubrió tal, que a todos pareció más
que demasiadamente hermoso; y con un desenfado varonil y con una voz no muy adamada,
hablando derechamente con Sancho Panza, dijo:
-¡Oh malaventurado escudero, alma de cántaro, corazón de alcornoque,
de entrañas guijeñas y apedernaladas! Si te mandaran, ladrón,
desuellacaras, que te arrojaras de una alta torre al suelo; si te pidieran, enemigo
del género humano, que te comieras una docena de sapos, dos de lagartos y
tres de culebras; si te persuadieran a que mataras a tu mujer y a tus hijos con algún
truculento y agudo alfanje, no fuera maravilla que te mostraras melindroso y esquivo;
pero hacer caso de tres mil y trecientos azotes, que no hay niño de la doctrina,
por ruin que sea, que no se los lleve cada mes, admira, adarva, espanta a todas las
entrañas piadosas de los que lo escuchan, y aun las de todos aquellos que
lo vinieren a saber con el discurso del tiempo. Pon, ¡oh miserable y endurecido
animal!, pon, digo, esos tus ojos de machuelo espantadizo en las niñas destos
míos, comparados a rutilantes estrellas, y veráslos llorar hilo a hilo
y madeja a madeja, haciendo surcos, carreras y sendas por los hermosos campos de
mis mejillas. Muévate, socarrón y malintencionado monstro, que la edad
tan florida mía, que aún se está todavía en el diez y...
de los años, pues tengo diez y nueve y no llego a veinte, se consume y marchita
debajo de la corteza de una rústica labradora; y si ahora no lo parezco, es
merced particular que me ha hecho el señor Merlín, que está
presente, solo porque te enternezca mi belleza, que las lágrimas de una afligida
hermosura vuelven en algodón los riscos, y los tigres, en ovejas. Date, date
en esas carnazas, bestión indómito, y saca de harón ese brío,
que a solo comer y más comer te inclina, y pon en libertad la lisura de mis
carnes, la mansedumbre de mi condición y la belleza de mi faz; y si por mí
no quieres ablandarte ni reducirte a algún razonable término, hazlo
por ese pobre caballero que a tu lado tienes: por tu amo, digo, de quien estoy viendo
el alma, que la tiene atravesada en la garganta, no diez dedos de los labios, que
no espera sino tu rígida o blanda respuesta, o para salirse por la boca o
para volverse al estómago.
Tentóse oyendo esto la garganta don Quijote, y dijo, volviéndose al
duque:
-Por Dios, señor, que Dulcinea ha dicho la verdad, que aquí tengo el
alma atravesada en la garganta, como una nuez de ballesta.
-¿Qué decís vos a esto, Sancho? -preguntó la duquesa.
-Digo, señora -respondió Sancho-, lo que tengo dicho: que de los azotes,
abernuncio.
-Abrenuncio habéis de decir, Sancho, y no como decís -dijo el
duque.
-Déjeme vuestra grandeza -respondió Sancho-, que no estoy agora para
mirar en sotilezas ni en letras más a menos, porque me tienen tan turbado
estos azotes que me han de dar o me tengo de dar, que no sé lo que me digo
ni lo que me hago. Pero querría yo saber de la señora mi señora
doña Dulcinea del Toboso adónde aprendió el modo de rogar que
tiene: viene a pedirme que me abra las carnes a azotes, y llámame «alma
de cántaro» y «bestión indómito», con una
tiramira de malos nombres, que el diablo los sufra. ¿Por ventura son mis carnes
de bronce, o vame a mí algo en que se desencante o no? ¿Qué
canasta de ropa blanca, de camisas, de tocadores y de escarpines, aunque no los gasto,
trae delante de sí para ablandarme, sino un vituperio y otro, sabiendo aquel
refrán que dicen por ahí, que un asno cargado de oro sube ligero por
una montaña, y que dádivas quebrantan peñas, y a Dios rogando
y con el mazo dando, y que más vale un toma que dos te daré?
Pues el señor mi amo, que había de traerme la mano por el cerro y halagarme
para que yo me hiciese de lana y de algodón cardado, dice que si me coge me
amarrará desnudo a un árbol y me doblará la parada de los azotes;
y habían de considerar estos lastimados señores que no solamente piden
que se azote un escudero, sino un gobernador; como quien dice: «bebe con guindas».
Aprendan, aprendan mucho de enhoramala a saber rogar y a saber pedir y a tener crianza,
que no son todos los tiempos unos, ni están los hombres siempre de un buen
humor. Estoy yo ahora reventando de pena por ver mi sayo verde roto, y vienen a pedirme
que me azote de mi voluntad, estando ella tan ajena dello como de volverme cacique. |