Segunda Parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha
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Capítulo XXXII
 
De la respuesta que dio don Quijote a su reprehensor, con otros graves y graciosos sucesos

Levantado, pues, en pie don Quijote, temblando de los pies a la cabeza como azogado, con presurosa y turbada lengua dijo:

-El lugar donde estoy, y la presencia ante quien me hallo, y el respeto que siempre tuve y tengo al estado que vuesa merced profesa, tienen y atan las manos de mi justo enojo; y así por lo que he dicho como por saber que saben todos que las armas de los togados son las mesmas que las de la mujer, que son la lengua, entraré con la mía en igual batalla con vuesa merced, de quien se debía esperar antes buenos consejos que infames vituperios. Las reprehensiones santas y bienintencionadas otras circunstancias requieren y otros puntos piden: a lo menos, el haberme reprehendido en público y tan ásperamente ha pasado todos los límites de la buena reprehensión, pues las primeras mejor asientan sobre la blandura que sobre la aspereza, y no es bien que sin tener conocimiento del pecado que se reprehende llamar al pecador, sin más ni más, mentecato y tonto. Si no, dígame vuesa merced por cuál de las mentecaterías que en mí ha visto me condena y vitupera y me manda que me vaya a mi casa a tener cuenta en el gobierno della y de mi mujer y de mis hijos, sin saber si la tengo o los tengo. ¿No hay más sino a trochemoche entrarse por las casas ajenas a gobernar sus dueños, y habiéndose criado algunos en la estrecheza de algún pupilaje, sin haber visto más mundo que el que puede contenerse en veinte o treinta leguas de distrito, meterse de rondón a dar leyes a la caballería y a juzgar de los caballeros andantes? ¿Por ventura es asumpto vano o es tiempo mal gastado el que se gasta en vagar por el mundo, no buscando los regalos dél, sino las asperezas por donde los buenos suben al asiento de la inmortalidad? Si me tuvieran por tonto los caballeros, los magníficos, los generosos, los altamente nacidos, tuviéralo por afrenta inreparable ; pero de que me tengan por sandio los estudiantes, que nunca entraron ni pisaron las sendas de la caballería, no se me da un ardite: caballero soy, y caballero he de morir, si place al Altísimo. Unos van por el ancho campo de la ambición soberbia, otros por el de la adulación servil y baja, otros por el de la hipocresía engañosa, y algunos por el de la verdadera religión; pero yo, inclinado de mi estrella, voy por la angosta senda de la caballería andante, por cuyo ejercicio desprecio la hacienda, pero no la honra. Yo he satisfecho agravios, enderezado tuertos, castigado insolencias, vencido gigantes y atropellado vestiglos; yo soy enamorado, no más de porque es forzoso que los caballeros andantes lo sean, y, siéndolo, no soy de los enamorados viciosos, sino de los platónicos continentes. Mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno: si el que esto entiende, si el que esto obra, si el que desto trata merece ser llamado bobo, díganlo vuestras grandezas, duque y duquesa excelentes.

-¡Bien, por Dios! -dijo Sancho-. No diga más vuestra merced, señor y amo mío, en su abono, porque no hay más que decir, ni más que pensar, ni más que perseverar en el mundo. Y más que negando este señor, como ha negado, que no ha habido en el mundo, ni los hay, caballeros andantes, ¿qué mucho que no sepa ninguna de las cosas que ha dicho?

-¿Por ventura -dijo el eclesiástico- sois vos, hermano, aquel Sancho Panza que dicen, a quien vuestro amo tiene prometida una ínsula?

-Sí soy -respondió Sancho-, y soy quien la merece tan bien como otro cualquiera; soy quien «júntate a los buenos, y serás uno de ellos», y soy yo de aquellos «no con quien naces, sino con quien paces», y de los «quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija». Yo me he arrimado a buen señor, y ha muchos meses que ando en su compañía, y he de ser otro como él, Dios queriendo; y viva él y viva yo, que ni a él le faltarán imperios que mandar, ni a mí ínsulas que gobernar.

-No, por cierto, Sancho amigo -dijo a esta sazón el duque-, que yo, en nombre del señor don Quijote, os mando el gobierno de una que tengo de nones, de no pequeña calidad.

-Híncate de rodillas, Sancho -dijo don Quijote-, y besa los pies a Su Excelencia por la merced que te ha hecho.

Hízolo así Sancho, lo cual visto por el eclesiástico, se levantó de la mesa mohíno además, diciendo:

-Por el hábito que tengo que estoy por decir que es tan sandio Vuestra Excelencia como estos pecadores. ¡Mirad si no han de ser ellos locos, pues los cuerdos canonizan sus locuras! Quédese Vuestra Excelencia con ellos, que en tanto que estuvieren en casa, me estaré yo en la mía, y me escusaré de reprehender lo que no puedo remediar.

Y sin decir más ni comer más se fue, sin que fuesen parte a detenerle los ruegos de los duques, aunque el duque no le dijo mucho, impedido de la risa que su impertinente cólera le había causado; acabó de reír, y dijo a don Quijote:

-Vuesa merced, señor Caballero de los Leones, ha respondido por sí tan altamente, que no le queda cosa por satisfacer deste que aunque parece agravio, no lo es en ninguna manera, porque así como no agravian las mujeres, no agravian los eclesiásticos, como vuesa merced mejor sabe.

-Así es -respondió don Quijote-, y la causa es que el que no puede ser agraviado no puede agraviar a nadie. Las mujeres, los niños y los eclesiásticos, como no pueden defenderse aunque sean ofendidos, no pueden ser afrentados. Porque entre el agravio y la afrenta hay esta diferencia, como mejor Vuestra Excelencia sabe: la afrenta viene de parte de quien la puede hacer, y la hace, y la sustenta; el agravio puede venir de cualquier parte, sin que afrente. Sea ejemplo: está uno en la calle descuidado; llegan diez con mano armada, y, dándole de palos, pone mano a la espada y hace su deber, pero la muchedumbre de los contrarios se le opone, y no le deja salir con su intención, que es de vengarse; este tal queda agraviado, pero no afrentado. Y lo mesmo confirmará otro ejemplo: está uno vuelto de espaldas; llega otro y dale de palos, y, en dándoselos, huye y no espera, y el otro le sigue y no alcanza; este que recibió los palos recibió agravio, mas no afrenta, porque la afrenta ha de ser sustentada. Si el que le dio los palos, aunque se los dio a hurtacordel, pusiera mano a su espada y se estuviera quedo, haciendo rostro a su enemigo, quedara el apaleado agraviado y afrentado juntamente: agraviado, porque le dieron a traición; afrentado, porque el que le dio sustentó lo que había hecho, sin volver las espaldas y a pie quedo. Y, así, según las leyes del maldito duelo, yo puedo estar agraviado, mas no afrentado, porque los niños no sienten, ni las mujeres, ni pueden huir, ni tienen para qué esperar, y lo mesmo los constituidos en la sacra religión, porque estos tres géneros de gente carecen de armas ofensivas y defensivas; y, así, aunque naturalmente estén obligados a defenderse, no lo están para ofender a nadie. Y aunque poco ha dije que yo podía estar agraviado, agora digo que no, en ninguna manera, porque quien no puede recebir afrenta, menos la puede dar. Por las cuales razones yo no debo sentir ni siento las que aquel buen hombre me ha dicho: solo quisiera que esperara algún poco, para darle a entender en el error en que está en pensar y decir que no ha habido, ni los hay, caballeros andantes en el mundo; que si lo tal oyera Amadís, o uno de los infinitos de su linaje, yo sé que no le fuera bien a su merced.

-Eso juro yo bien -dijo Sancho-: cuchillada le hubieran dado, que le abrieran de arriba abajo como una granada o como a un melón muy maduro. ¡Bonitos eran ellos para sufrir semejantes cosquillas! Para mi santiguada que tengo por cierto que si Reinaldos de Montalbán hubiera oído estas razones al hombrecito, tapaboca le hubiera dado, que no hablara más en tres años. ¡No, sino tomárase con ellos, y viera cómo escapaba de sus manos!

Perecía de risa la duquesa en oyendo hablar a Sancho, y en su opinión le tenía por más gracioso y por más loco que a su amo, y muchos hubo en aquel tiempo que fueron deste mismo parecer. Finalmente, don Quijote se sosegó, y la comida se acabó, y en levantando los manteles llegaron cuatro doncellas, la una con una fuente de plata y la otra con un aguamanil asimismo de plata, y la otra con dos blanquísimas y riquísimas toallas al hombro, y la cuarta descubiertos los brazos hasta la mitad, y en sus blancas manos -que sin duda eran blancas- una redonda pella de jabón napolitano. Llegó la de la fuente, y con gentil donaire y desenvoltura encajó la fuente debajo de la barba de don Quijote; el cual, sin hablar palabra, admirado de semejante ceremonia, creyendo que debía ser usanza de aquella tierra en lugar de las manos lavar las barbas, y, así, tendió la suya todo cuanto pudo, y al mismo punto comenzó a llover el aguamanil, y la doncella del jabón le manoseó las barbas con mucha priesa, levantando copos de nieve, que no eran menos blancas las jabonaduras, no solo por las barbas, mas por todo el rostro y por los ojos del obediente caballero, tanto, que se los hicieron cerrar por fuerza. El duque y la duquesa, que de nada desto eran sabidores, estaban esperando en qué había de parar tan extraordinario lavatorio. La doncella barbera, cuando le tuvo con un palmo de jabonadura, fingió que se le había acabado el agua y mandó a la del aguamanil fuese por ella, que el señor don Quijote esperaría. Hízolo así, y quedó don Quijote con la más estraña figura y más para hacer reír que se pudiera imaginar.

Mirábanle todos los que presentes estaban, que eran muchos, y como le veían con media vara de cuello, más que medianamente moreno, los ojos cerrados y las barbas llenas de jabón, fue gran maravilla y mucha discreción poder disimular la risa; las doncellas de la burla tenían los ojos bajos, sin osar mirar a sus señores; a ellos les retozaba la cólera y la risa en el cuerpo, y no sabían a qué acudir: o a castigar el atrevimiento de las muchachas o darles premio por el gusto que recibían de ver a don Quijote de aquella suerte. Finalmente, la doncella del aguamanil vino, y acabaron de lavar a don Quijote, y luego la que traía las toallas le limpió y le enjugó muy reposadamente; y haciéndole todas cuatro a la par una grande y profunda inclinación y reverencia, se querían ir, pero el duque, porque don Quijote no cayese en la burla, llamó a la doncella de la fuente, diciéndole:

-Venid y lavadme a mí, y mirad que no se os acabe el agua.

La muchacha, aguda y diligente, llegó y puso la fuente al duque como a don Quijote, y dándose prisa, le lavaron y jabonaron muy bien, y dejándole enjuto y limpio, haciendo reverencias se fueron. Después se supo que había jurado el duque que si a él no le lavaran como a don Quijote, había de castigar su desenvoltura, lo cual habían enmendado discretamente con haberle a él jabonado.

Estaba atento Sancho a las ceremonias de aquel lavatorio, y dijo entre sí:

-¡Válame Dios! ¿Si será también usanza en esta tierra lavar las barbas a los escuderos como a los caballeros? Porque en Dios y en mi ánima que lo he bien menester, y aun que si me las rapasen a navaja, lo tendría a más beneficio.

-¿Qué decís entre vos, Sancho? -preguntó la duquesa.

-Digo, señora -respondió él-, que en las cortes de los otros príncipes siempre he oído decir que en levantando los manteles dan agua a las manos, pero no lejía a las barbas, y que por eso es bueno vivir mucho, por ver mucho; aunque también dicen que «el que larga vida vive mucho mal ha de pasar», puesto que pasar por un lavatorio de estos antes es gusto que trabajo.

-No tengáis pena, amigo Sancho -dijo la duquesa-, que yo haré que mis doncellas os laven, y aun os metan en colada, si fuere menester.