Del ridículo razonamiento que pasó
entre don Quijote, Sancho Panza y el bachiller Sansón Carrasco
Pensativo además quedó don Quijote, esperando al bachiller Carrasco,
de quien esperaba oír las nuevas de sí mismo puestas en libro, como
había dicho Sancho, y no se podía persuadir a que tal historia hubiese,
pues aún no estaba enjuta en la cuchilla de su espada la sangre de los enemigos
que había muerto, y ya querían que anduviesen en estampa sus altas
caballerías. Con todo eso, imaginó que algún sabio, o ya amigo
o enemigo, por arte de encantamento las habrá dado a la estampa: si amigo,
para engrandecerlas y levantarlas sobre las más señaladas de caballero
andante; si enemigo, para aniquilarlas y ponerlas debajo de las más viles
que de algún vil escudero se hubiesen escrito, puesto -decía entre
sí- que nunca hazañas de escuderos se escribieron; y cuando fuese verdad
que la tal historia hubiese, siendo de caballero andante, por fuerza había
de ser grandílocua, alta, insigne, magnífica y verdadera.
Con esto se consoló algún tanto, pero desconsolóle pensar que
su autor era moro, según aquel nombre de Cide, y de los moros no se podía
esperar verdad alguna, porque todos son embelecadores, falsarios y quimeristas. Temíase
no hubiese tratado sus amores con alguna indecencia que redundase en menoscabo y
perjuicio de la honestidad de su señora Dulcinea del Toboso; deseaba que hubiese
declarado su fidelidad y el decoro que siempre la había guardado, menospreciando
reinas, emperatrices y doncellas de todas calidades, teniendo a raya los ímpetus
de los naturales movimientos; y así, envuelto y revuelto en estas y otras
muchas imaginaciones, le hallaron Sancho y Carrasco, a quien don Quijote recibió
con mucha cortesía.
Era el bachiller, aunque se llamaba Sansón, no muy grande de cuerpo, aunque
muy gran socarrón; de color macilenta, pero de muy buen entendimiento; tendría
hasta veinte y cuatro años, carirredondo, de nariz chata y de boca grande,
señales todas de ser de condición maliciosa y amigo de donaires y de
burlas, como lo mostró en viendo a don Quijote, poniéndose delante
dél de rodillas, diciéndole:
-Déme vuestra grandeza las manos, señor don Quijote de la Mancha, que
por el hábito de San Pedro que visto, aunque no tengo otras órdenes
que las cuatro primeras, que es vuestra merced uno de los más famosos caballeros
andantes que ha habido, ni aun habrá, en toda la redondez de la tierra. Bien
haya Cide Hamete Benengeli, que la historia de vuestras grandezas dejó escritas,
y rebién haya el curioso que tuvo cuidado de hacerlas traducir de arábigo
en nuestro vulgar castellano, para universal entretenimiento de las gentes.
Hízole levantar don Quijote y dijo:
-Desa manera, ¿verdad es que hay historia mía y que fue moro y sabio
el que la compuso?
-Es tan verdad, señor -dijo Sansón- , que tengo para mí que
el día de hoy están impresos más de doce mil libros de la tal
historia: si no, dígalo Portugal, Barcelona y Valencia, donde se han impreso,
y aun hay fama que se está imprimiendo en Amberes; y a mí se me trasluce
que no ha de haber nación ni lengua donde no se traduzga.
-Una de las cosas -dijo a esta sazón don Quijote- que más debe de dar
contento a un hombre virtuoso y eminente es verse, viviendo, andar con buen nombre
por las lenguas de las gentes, impreso y en estampa. Dije con buen nombre, porque,
siendo al contrario, ninguna muerte se le igualará.
-Si por buena fama y si por buen nombre va -dijo el bachiller- , solo vuestra merced
lleva la palma a todos los caballeros andantes; porque el moro en su lengua y el
cristiano en la suya tuvieron cuidado de pintarnos muy al vivo la gallardía
de vuestra merced, el ánimo grande en acometer los peligros, la paciencia
en las adversidades y el sufrimiento así en las desgracias como en las heridas,
la honestidad y continencia en los amores tan platónicos de vuestra merced
y de mi señora doña Dulcinea del Toboso.
-Nunca -dijo a este punto Sancho Panza- he oído llamar con don a mi
señora Dulcinea, sino solamente «la señora Dulcinea del Toboso»,
y ya en esto anda errada la historia.
-No es objeción de importancia esa -respondió Carrasco.
-No, por cierto -respondió don Quijote-, pero dígame vuestra merced,
señor bachiller: ¿qué hazañas mías son las que
más se ponderan en esa historia?
-En eso -respondió el bachiller- hay diferentes opiniones, como hay diferentes
gustos: unos se atienen a la aventura de los molinos de viento, que a vuestra merced
le parecieron Briareos y gigantes; otros, a la de los batanes; este, a la descripción
de los dos ejércitos, que después parecieron ser dos manadas de carneros;
aquel encarece la del muerto que llevaban a enterrar a Segovia; uno dice que a todas
se aventaja la de la libertad de los galeotes; otro, que ninguna iguala a la de los
dos gigantes benitos, con la pendencia del valeroso vizcaíno.
-Dígame, señor bachiller -dijo a esta sazón Sancho-: ¿entra
ahí la aventura de los yangüeses, cuando a nuestro buen Rocinante se
le antojó pedir cotufas en el golfo?
-No se le quedó nada -respondió Sansón- al sabio en el tintero:
todo lo dice y todo lo apunta, hasta lo de las cabriolas que el buen Sancho hizo
en la manta.
-En la manta no hice yo cabriolas -respondió Sancho-; en el aire, sí,
y aun más de las que yo quisiera.
-A lo que yo imagino -dijo don Quijote-, no hay historia humana en el mundo que no
tenga sus altibajos, especialmente las que tratan de caballerías, las cuales
nunca pueden estar llenas de prósperos sucesos.
-Con todo eso -respondió el bachiller-, dicen algunos que han leído
la historia que se holgaran se les hubiera olvidado a los autores della algunos de
los infinitos palos que en diferentes encuentros dieron al señor don Quijote.
-Ahí entra la verdad de la historia -dijo Sancho.
-También pudieran callarlos por equidad -dijo don Quijote-, pues las acciones
que ni mudan ni alteran la verdad de la historia no hay para qué escribirlas,
si han de redundar en menosprecio del señor de la historia. A fee que no fue
tan piadoso Eneas como Virgilio le pinta, ni tan prudente Ulises como le describe
Homero.
-Así es -replicó Sansón- , pero uno es escribir como poeta,
y otro como historiador: el poeta puede contar o cantar las cosas, no como fueron,
sino como debían ser; y el historiador las ha de escribir, no como debían
ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna.
-Pues si es que se anda a decir verdades ese señor moro -dijo Sancho-, a buen
seguro que entre los palos de mi señor se hallen los míos, porque nunca
a su merced le tomaron la medida de las espaldas que no me la tomasen a mí
de todo el cuerpo; pero no hay de qué maravillarme, pues, como dice el mismo
señor mío, del dolor de la cabeza han de participar los miembros.
-Socarrón sois, Sancho -respondió don Quijote-. A fee que no os falta
memoria cuando vos queréis tenerla.
-Cuando yo quisiese olvidarme de los garrotazos que me han dado -dijo Sancho-, no
lo consentirán los cardenales, que aún se están frescos en las
costillas.
-Callad, Sancho -dijo don Quijote-, y no interrumpáis al señor bachiller,
a quien suplico pase adelante en decirme lo que se dice de mí en la referida
historia.
-Y de mí -dijo Sancho-, que también dicen que soy yo uno de los principales
presonajes della.
-Personajes, que no presonajes, Sancho amigo -dijo Sansón.
-¿Otro reprochador de voquibles tenemos? -dijo Sancho-. Pues ándense
a eso y no acabaremos en toda la vida.
-Mala me la dé Dios, Sancho -respondió el bachiller-, si no sois vos
la segunda persona de la historia, y que hay tal que precia más oíros
hablar a vos que al más pintado de toda ella, puesto que también hay
quien diga que anduvistes demasiadamente de crédulo en creer que podía
ser verdad el gobierno de aquella ínsula ofrecida por el señor don
Quijote, que está presente.
-Aún hay sol en las bardas -dijo don Quijote-, y mientras más fuere
entrando en edad Sancho, con la esperiencia que dan los años, estará
más idóneo y más hábil para ser gobernador que no está
agora.
-Por Dios, señor -dijo Sancho-, la isla que yo no gobernase con los años
que tengo no la gobernaré con los años de Matusalén. El daño
está en que la dicha ínsula se entretiene, no sé dónde,
y no en faltarme a mí el caletre para gobernarla.
-Encomendadlo a Dios, Sancho -dijo don Quijote-, que todo se hará bien, y
quizá mejor de lo que vos pensáis, que no se mueve la hoja en el árbol
sin la voluntad de Dios.
-Así es verdad -dijo Sansón-, que, si Dios quiere, no le faltarán
a Sancho mil islas que gobernar, cuanto más una.
-Gobernador he visto por ahí -dijo Sancho- que a mi parecer no llegan a la
suela de mi zapato, y, con todo eso, los llaman «señoría»,
y se sirven con plata.
-Esos no son gobernadores de ínsulas -replicó Sansón-, sino
de otros gobiernos más manuales, que los que gobiernan ínsulas por
lo menos han de saber gramática.
-Con la grama bien me avendría yo -dijo Sancho-, pero con la tica
ni me tiro ni me pago, porque no la entiendo. Pero dejando esto del gobierno en las
manos de Dios, que me eche a las partes donde más de mí se sirva, digo,
señor bachiller Sansón Carrasco, que infinitamente me ha dado gusto
que el autor de la historia haya hablado de mí de manera que no enfadan las
cosas que de mí se cuentan: que a fe de buen escudero que si hubiera dicho
de mí cosas que no fueran muy de cristiano viejo, como soy, que nos habían
de oír los sordos.
-Eso fuera hacer milagros -respondió Sansón. |