De la famosa aventura del barco encantado
Por sus pasos contados y por contar, dos días después que salieron
de la alameda llegaron don Quijote y Sancho al río Ebro, y el verle fue de
gran gusto a don Quijote, porque contempló y miró en él la amenidad
de sus riberas, la claridad de sus aguas, el sosiego de su curso y la abundancia
de sus líquidos cristales, cuya alegre vista renovó en su memoria mil
amorosos pensamientos. Especialmente fue y vino en lo que había visto en la
cueva de Montesinos, que, puesto que el mono de maese Pedro le había dicho
que parte de aquellas cosas eran verdad y parte mentira, él se atenía
más a las verdaderas que a las mentirosas, bien al revés de Sancho,
que todas las tenía por la mesma mentira.
Yendo, pues, desta manera, se le ofreció a la vista un pequeño barco
sin remos ni otras jarcias algunas, que estaba atado en la orilla a un tronco de
un árbol que en la ribera estaba. Miró don Quijote a todas partes,
y no vio persona alguna; y luego sin más ni más se apeó de Rocinante
y mandó a Sancho que lo mesmo hiciese del rucio y que a entrambas bestias
las atase muy bien juntas al tronco de un álamo o sauce que allí estaba.
Preguntóle Sancho la causa de aquel súbito apeamiento y de aquel ligamiento.
Respondió don Quijote:
-Has de saber, Sancho, que este barco que aquí está, derechamente y
sin poder ser otra cosa en contrario, me está llamando y convidando a que
entre en él y vaya en él a dar socorro a algún caballero o a
otra necesitada y principal persona que debe de estar puesta en alguna grande cuita.
Porque este es estilo de los libros de las historias caballerescas y de los encantadores
que en ellas se entremeten y platican: cuando algún caballero está
puesto en algún trabajo que no puede ser librado dél sino por la mano
de otro caballero, puesto que estén distantes el uno del otro dos o tres mil
leguas, y aun más, o le arrebatan en una nube o le deparan un barco donde
se entre, y en menos de un abrir y cerrar de ojos le llevan, o por los aires o por
la mar, donde quieren y adonde es menester su ayuda. Así que, ¡oh Sancho!,
este barco está puesto aquí para el mesmo efecto, y esto es tan verdad
como es ahora de día; y antes que este se pase, ata juntos al rucio y a Rocinante,
y a la mano de Dios que nos guíe, que no dejaré de embarcarme si me
lo pidiesen frailes descalzos.
-Pues así es -respondió Sancho- y vuestra merced quiere dar a cada
paso en estos que no sé si los llame disparates, no hay sino obedecer y bajar
la cabeza, atendiendo al refrán: «Haz lo que tu amo te manda, y siéntate
con él a la mesa»; pero, con todo esto, por lo que toca al descargo
de mi conciencia, quiero advertir a vuestra merced que a mí me parece que
este tal barco no es de los encantados, sino de algunos pescadores deste río,
porque en él se pescan las mejores sabogas del mundo.
Esto decía mientras ataba las bestias Sancho, dejándolas a la proteción
y amparo de los encantadores, con harto dolor de su ánima. Don Quijote le
dijo que no tuviese pena del desamparo de aquellos animales, que el que los llevaría
a ellos por tan longincuos caminos y regiones tendría cuenta de sustentarlos.
-No entiendo eso de logicuos -dijo Sancho-, ni he oído tal vocablo
en todos los días de mi vida.
-Longincuos -respondió don Quijote- quiere decir ëapartadosí, y no
es maravilla que no lo entiendas, que no estás tú obligado a saber
latín, como algunos que presumen que lo saben y lo ignoran.
-Ya están atados -replicó Sancho-. ¿Qué hemos de hacer
ahora?
-¿Qué? -respondió don Quijote-. Santiguarnos y levar ferro,
quiero decir, embarcarnos y cortar la amarra con que este barco está atado.
Y dando un salto en él, siguiéndole Sancho, cortó el cordel,
y el barco se fue apartando poco a poco de la ribera; y cuando Sancho se vio obra
de dos varas dentro del río, comenzó a temblar, temiendo su perdición,
pero ninguna cosa le dio más pena que el oír roznar al rucio y el ver
que Rocinante pugnaba por desatarse, y díjole a su señor:
-El rucio rebuzna condolido de nuestra ausencia y Rocinante procura ponerse en libertad
para arrojarse tras nosotros. ¡Oh carísimos amigos, quedaos en paz y
la locura que nos aparta de vosotros, convertida en desengaño, nos vuelva
a vuestra presencia!
Y en esto comenzó a llorar tan amargamente, que don Quijote, mohíno
y colérico, le dijo:
-¿De qué temes, cobarde criatura? ¿De qué lloras, corazón
de mantequillas? ¿Quién te persigue, o quién te acosa, ánimo
de ratón casero, o qué te falta, menesteroso en la mitad de las entrañas
de la abundancia? ¿Por dicha vas caminando a pie y descalzo por las montañas
rifeas, sino sentado en una tabla, como un archiduque, por el sesgo curso deste agradable
río, de donde en breve espacio saldremos al mar dilatado? Pero ya habemos
de haber salido y caminado por lo menos setecientas o ochocientas leguas; y si yo
tuviera aquí un astrolabio con que tomar la altura del polo, yo te dijera
las que hemos caminado: aunque o yo sé poco o ya hemos pasado o pasaremos
presto por la línea equinocial, que divide y corta los dos contrapuestos polos
en igual distancia.
-Y cuando lleguemos a esa leña que vuestra merced dice -preguntó Sancho-,
¿cuánto habremos caminado?
-Mucho -replicó don Quijote-, porque de trecientos y sesenta grados que contiene
el globo del agua y de la tierra, según el cómputo de Ptolomeo, que
fue el mayor cosmógrafo que se sabe, la mitad habremos caminado, llegando
a la línea que he dicho.
-Por Dios -dijo Sancho-, que vuesa merced me trae por testigo de lo que dice a una
gentil persona, puto y gafo, con la añadidura de meón, o meo, o no
sé cómo.
Rióse don Quijote de la interpretación que Sancho había dado
al nombre y al cómputo y cuenta del cosmógrafo Ptolomeo, y díjole:
-Sabrás, Sancho, que los españoles, y los que se embarcan en Cádiz
para ir a las Indias Orientales, una de las señales que tienen para entender
que han pasado la línea equinocial que te he dicho es que a todos los que
van en el navío se les mueren los piojos, sin que les quede ninguno, ni en
todo el bajel le hallarán, si le pesan a oro; y, así, puedes, Sancho,
pasear una mano por un muslo, y si topares cosa viva, saldremos desta duda, y si
no, pasado habemos.
-Yo no creo nada deso -respondió Sancho-, pero, con todo, haré lo que
vuesa merced me manda, aunque no sé para qué hay necesidad de hacer
esas experiencias, pues yo veo con mis mismos ojos que no nos habemos apartado de
la ribera cinco varas, ni hemos decantado de donde están las alemañas
dos varas, porque allí están Rocinante y el rucio en el propio lugar
do los dejamos; y tomada la mira, como yo la tomo ahora, voto a tal que no nos movemos
ni andamos al paso de una hormiga.
-Haz, Sancho, la averiguación que te he dicho, y no te cures de otra, que
tú no sabes qué cosa sean coluros, líneas, paralelos, zodiacos,
eclíticas, polos, solsticios, equinocios, planetas, signos, puntos, medidas,
de que se compone la esfera celeste y terrestre; que si todas estas cosas supieras,
o parte dellas, vieras claramente qué de paralelos hemos cortado, qué
de signos visto y qué de imágines hemos dejado atrás y vamos
dejando ahora. Y tórnote a decir que te tientes y pesques, que yo para mí
tengo que estás más limpio que un pliego de papel liso y blanco.
Tentóse Sancho, y llegando con la mano bonitamente y con tiento hacia la corva
izquierda, alzó la cabeza y miró a su amo, y dijo:
-O la experiencia es falsa o no hemos llegado adonde vuesa merced dice, ni con muchas
leguas.
-Pues ¿qué -preguntó don Quijote-, has topado algo?
-¡Y aun algos! -respondió Sancho.
Y, sacudiéndose los dedos, se lavó toda la mano en el río, por
el cual sosegadamente se deslizaba el barco por mitad de la corriente, sin que le
moviese alguna inteligencia secreta, ni algún encantador escondido, sino el
mismo curso del agua, blando entonces y suave.
En esto, descubrieron unas grandes aceñas que en la mitad del río estaban,
y apenas las hubo visto don Quijote, cuando con voz alta dijo a Sancho:
-¿Vees? Allí, ¡oh amigo!, se descubre la ciudad, castillo o fortaleza
donde debe de estar algún caballero oprimido, o alguna reina, infanta o princesa
malparada, para cuyo socorro soy aquí traído.
-¿Qué diablos de ciudad, fortaleza o castillo dice vuesa merced, señor?
-dijo Sancho-. ¿No echa de ver que aquellas son aceñas que están
en el río, donde se muele el trigo?
-Calla, Sancho -dijo don Quijote-, que aunque parecen aceñas no lo son, y
ya te he dicho que todas las cosas trastruecan y mudan de su ser natural los encantos.
No quiero decir que las mudan de en uno en otro ser realmente, sino que lo parece,
como lo mostró la experiencia en la transformación de Dulcinea, único
refugio de mis esperanzas. |