De cosas que dice Benengeli que las sabrá
quien le leyere, si las lee con atención
Cuando el valiente huye, la superchería está descubierta, y es
de varones prudentes guardarse para mejor ocasión. Esta verdad se verificó
en don Quijote, el cual, dando lugar a la furia del pueblo y a las malas intenciones
de aquel indignado escuadrón, puso pies en polvorosa y, sin acordarse de Sancho
ni del peligro en que le dejaba, se apartó tanto cuanto le pareció
que bastaba para estar seguro. Seguíale Sancho atravesado en su jumento, como
queda referido. Llegó, en fin, ya vuelto en su acuerdo, y al llegar se dejó
caer del rucio a los pies de Rocinante, todo ansioso, todo molido y todo apaleado.
Apeóse don Quijote para catarle las feridas, pero como le hallase sano de
los pies a la cabeza, con asaz cólera le dijo:
-¡Tan enhoramala supistes vos rebuznar, Sancho! ¿Y dónde hallastes
vos ser bueno el nombrar la soga en casa del ahorcado? A música de rebuznos,
¿qué contrapunto se había de llevar sino de varapalos? Y dad
gracias a Dios, Sancho, que ya que os santiguaron con un palo, no os hicieron el
per signum crucis con un alfanje.
-No estoy para responder -respondió Sancho-, porque me parece que hablo por
las espaldas. Subamos y apartémonos de aquí, que yo pondré silencio
en mis rebuznos, pero no en dejar de decir que los caballeros andantes huyen y dejan
a sus buenos escuderos molidos como alheña o como cibera en poder de sus enemigos.
-No huye el que se retira -respondió don Quijote-, porque has de saber, Sancho,
que la valentía que no se funda sobre la basa de la prudencia se llama temeridad,
y las hazañas del temerario más se atribuyen a la buena fortuna que
a su ánimo. Y, así, yo confieso que me he retirado, pero no huido,
y en esto he imitado a muchos valientes que se han guardado para tiempos mejores,
y desto están las historias llenas, las cuales, por no serte a ti de provecho
ni a mí de gusto, no te las refiero ahora.
En esto, ya estaba a caballo Sancho, ayudado de don Quijote, el cual asimismo subió
en Rocinante, y poco a poco se fueron a emboscar en una alameda que hasta un cuarto
de legua de allí se parecía. De cuando en cuando daba Sancho unos ayes
profundísimos y unos gemidos dolorosos; y preguntándole don Quijote
la causa de tan amargo sentimiento, respondió que desde la punta del espinazo
hasta la nuca del celebro le dolía de manera que le sacaba de sentido.
-La causa dese dolor debe de ser, sin duda -dijo don Quijote-, que como era el palo
con que te dieron largo y tendido, te cogió todas las espaldas, donde entran
todas esas partes que te duelen, y si más te cogiera, más te doliera.
-¡Por Dios -dijo Sancho- que vuesa merced me ha sacado de una gran duda, y
que me la ha declarado por lindos términos! ¡Cuerpo de mí! ¿Tan
encubierta estaba la causa de mi dolor, que ha sido menester decirme que me duele
todo todo aquello que alcanzó el palo? Si me dolieran los tobillos, aún
pudiera ser que se anduviera adivinando el porqué me dolían, pero dolerme
lo que me molieron no es mucho adivinar. A la fe, señor nuestro amo, el mal
ajeno de pelo cuelga, y cada día voy descubriendo tierra de lo poco que puedo
esperar de la compañía que con vuestra merced tengo; porque si esta
vez me ha dejado apalear, otra y otras ciento volveremos a los manteamientos de marras
y a otras muchacherías, que si ahora me han salido a las espaldas, después
me saldrán a los ojos. Harto mejor haría yo, sino que soy un bárbaro
y no haré nada que bueno sea en toda mi vida, harto mejor haría yo,
vuelvo a decir, en volverme a mi casa y a mi mujer y a mis hijos, y sustentarla y
criarlos con lo que Dios fue servido de darme, y no andarme tras vuesa merced por
caminos sin camino y por sendas y carreras que no las tienen, bebiendo mal y comiendo
peor. Pues ¡tomadme el dormir! Contad, hermano escudero, siete pies de tierra,
y si quisiéredes más, tomad otros tantos, que en vuestra mano está
escudillar, y tendeos a todo vuestro buen talante, que quemado vea yo y hecho polvos
al primero que dio puntada en la andante caballería, o a lo menos al primero
que quiso ser escudero de tales tontos como debieron ser todos los caballeros andantes
pasados. De los presentes no digo nada, que, por ser vuestra merced uno dellos, los
tengo respeto, y porque sé que sabe vuesa merced un punto más que el
diablo en cuanto habla y en cuanto piensa.
-Haría yo una buena apuesta con vos, Sancho -dijo don Quijote-, que ahora
que vais hablando sin que nadie os vaya a la mano, que no os duele nada en todo vuestro
cuerpo. Hablad, hijo mío, todo aquello que os viniere al pensamiento y a la
boca, que a trueco de que a vos no os duela nada, tendré yo por gusto el enfado
que me dan vuestras impertinencias; y si tanto deseáis volveros a vuestra
casa con vuestra mujer y hijos, no permita Dios que yo os lo impida: dineros tenéis
míos, mirad cuánto ha que esta tercera vez salimos de nuestro pueblo
y mirad lo que podéis y debéis ganar cada mes, y pagaos de vuestra
mano.
-Cuando yo servía -respondió Sancho- a Tomé Carrasco, el padre
del bachiller Sansón Carrasco, que vuestra merced bien conoce, dos ducados
ganaba cada mes, amén de la comida. Con vuestra merced no sé lo que
puedo ganar, puesto que sé que tiene más trabajo el escudero del caballero
andante que el que sirve a un labrador, que, en resolución, los que servimos
a labradores, por mucho que trabajemos de día, por mal que suceda, a la noche
cenamos olla y dormimos en cama, en la cual no he dormido después que ha que
sirvo a vuestra merced. Si no ha sido el tiempo breve que estuvimos en casa de don
Diego de Miranda, y la jira que tuve con la espuma que saqué de las ollas
de Camacho, y lo que comí y bebí y dormí en casa de Basilio,
todo el otro tiempo he dormido en la dura tierra, al cielo abierto, sujeto a lo que
dicen inclemencias del cielo, sustentándome con rajas de queso y mendrugos
de pan, y bebiendo aguas, ya de arroyos, ya de fuentes, de las que encontramos por
esos andurriales donde andamos.
-Confieso -dijo don Quijote- que todo lo que dices, Sancho, sea verdad: ¿cuánto
parece que os debo dar más de lo que os daba Tomé Carrasco?
-A mi parecer -dijo Sancho-, con dos reales más que vuestra merced añadiese
cada mes me tendría por bien pagado. Esto es cuanto al salario de mi trabajo;
pero en cuanto a satisfacerme a la palabra y promesa que vuestra merced me tiene
hecha de darme el gobierno de una ínsula, sería justo que se me añadiesen
otros seis reales, que por todos serían treinta.
-Está muy bien -replicó don Quijote-, y conforme al salario que vos
os habéis señalado, veinte y cinco días ha que salimos de nuestro
pueblo: contad, Sancho, rata por cantidad, y mirad lo que os debo y pagaos, como
os tengo dicho, de vuestra mano.
-¡Oh, cuerpo de mí! -dijo Sancho-, que va vuestra merced muy errado
en esta cuenta, porque en lo de la promesa de la ínsula se ha de contar desde
el día que vuestra merced me la prometió hasta la presente hora en
que estamos.
-Pues ¿qué tanto ha, Sancho, que os la prometí? -dijo don Quijote.
-Si yo mal no me acuerdo -respondió Sancho-, debe de haber más de veinte
años, tres días más a menos.
Diose don Quijote una gran palmada en la frente y comenzó a reír muy
de gana y dijo:
-Pues no anduve yo en Sierra Morena, ni en todo el discurso de nuestras salidas,
sino dos meses apenas, ¿y dices, Sancho, que ha veinte años que te
prometí la ínsula? Ahora digo que quieres que se consuma en tus salarios
el dinero que tienes mío; y si esto es así y tú gustas dello,
desde aquí te lo doy, y buen provecho te haga, que a trueco de verme sin tan
mal escudero, holgaréme de quedarme pobre y sin blanca. Pero dime, prevaricador
de las ordenanzas escuderiles de la andante caballería, ¿dónde
has visto tú o leído que ningún escudero de caballero andante
se haya puesto con su señor en «cuanto más tanto me habéis
de dar cada mes porque os sirva»? Éntrate, éntrate, malandrín,
follón y vestiglo, que todo lo pareces, éntrate, digo, por el maremágnum
de sus historias, y si hallares que algún escudero haya dicho ni pensado lo
que aquí has dicho, quiero que me le claves en la frente y por añadidura
me hagas cuatro mamonas selladas en mi rostro. Vuelve las riendas, o el cabestro,
al rucio, y vuélvete a tu casa, porque un solo paso desde aquí no has
de pasar más adelante conmigo. ¡Oh pan mal conocido, oh promesas mal
colocadas, oh hombre que tiene más de bestia que de persona! ¿Ahora
cuando yo pensaba ponerte en estado, y tal, que a pesar de tu mujer te llamaran «señoría»,
te despides? ¿Ahora te vas, cuando yo venía con intención firme
y valedera de hacerte señor de la mejor ínsula del mundo? En fin, como
tú has dicho otras veces, no es la miel, etcétera. Asno eres, y asno
has de ser, y en asno has de parar cuando se te acabe el curso de la vida, que para
mí tengo que antes llegará ella a su último término que
tú caigas y des en la cuenta de que eres bestia.
Miraba Sancho a don Quijote de hito en hito, en tanto que los tales vituperios le
decía, y compungióse de manera que le vinieron las lágrimas
a los ojos y con voz dolorida y enferma le dijo:
-Señor mío, yo confieso que para ser del todo asno no me falta más
de la cola: si vuestra merced quiere ponérmela, yo la daré por bien
puesta, y le serviré como jumento todos los días que me quedan de mi
vida. Vuestra merced me perdone y se duela de mi mocedad, y advierta que sé
poco, y que si hablo mucho, más procede de enfermedad que de malicia; mas
quien yerra y se enmienda, a Dios se encomienda.
-Maravillárame yo, Sancho, si no mezclaras algún refrancico en tu coloquio.
Ahora bien, yo te perdono, con que te emiendes y con que no te muestres de aquí
adelante tan amigo de tu interés, sino que procures ensanchar el corazón
y te alientes y animes a esperar el cumplimiento de mis promesas, que, aunque se
tarda, no se imposibilita.
Sancho respondió que sí haría, aunque sacase fuerzas de flaqueza.
Con esto se metieron en la alameda, y don Quijote se acomodó al pie de un
olmo y Sancho al de una haya, que estos tales árboles y otros sus semejantes
siempre tienen pies, y no manos. Sancho pasó la noche penosamente, porque
el varapalo se hacía más sentir con el sereno; don Quijote la pasó
en sus continuas memorias. Pero, con todo eso, dieron los ojos al sueño, y
al salir del alba siguieron su camino buscando las riberas del famoso Ebro, donde
les sucedió lo que se contará en el capítulo venidero. |