Donde se da cuenta de quiénes eran maese Pedro
y su mono, con el mal suceso que don Quijote tuvo en la aventura del rebuzno, que
no la acabó como él quisiera y como lo tenía pensado
Entra Cide Hamete, coronista desta grande historia, con estas palabras en este
capítulo: «Juro como católico cristiano...». A lo que su
traductor dice que el jurar Cide Hamete como católico cristiano, siendo él
moro, como sin duda lo era, no quiso decir otra cosa sino que así como el
católico cristiano, cuando jura, jura o debe jurar verdad y decirla en lo
que dijere, así él la decía como si jurara como cristiano católico
en lo que quería escribir de don Quijote, especialmente en decir quién
era maese Pedro y quién el mono adivino que traía admirados todos aquellos
pueblos con sus adivinanzas.
Dice, pues, que bien se acordará el que hubiere leído la primera parte
desta historia de aquel Ginés de Pasamonte a quien entre otros galeotes dio
libertad don Quijote en Sierra Morena, beneficio que después le fue mal agradecido
y peor pagado de aquella gente maligna y mal acostumbrada. Este Ginés de Pasamonte,
a quien don Quijote llamaba «Ginesillo de Parapilla», fue el que hurtó
a Sancho Panza el rucio, que, por no haberse puesto el cómo ni el cuándo
en la primera parte, por culpa de los impresores, ha dado en qué entender
a muchos, que atribuían a poca memoria del autor la falta de emprenta. Pero,
en resolución, Ginés le hurtó estando sobre él durmiendo
Sancho Panza, usando de la traza y modo que usó Brunelo cuando, estando Sacripante
sobre Albraca, le sacó el caballo de entre las piernas, y después le
cobró Sancho como se ha contado. Este Ginés, pues, temeroso de no ser
hallado de la justicia, que le buscaba para castigarle de sus infinitas bellaquerías
y delitos, que fueron tantos y tales, que él mismo compuso un gran volumen
contándolos, determinó pasarse al reino de Aragón y cubrirse
el ojo izquierdo, acomodándose al oficio de titerero, que esto y el jugar
de manos lo sabía hacer por estremo.
Sucedió, pues, que de unos cristianos ya libres que venían de Berbería
compró aquel mono, a quien enseñó que en haciéndole cierta
señal se le subiese en el hombro y le murmurase, o lo pareciese, al oído.
Hecho esto, antes que entrase en el lugar donde entraba con su retablo y mono, se
informaba en el lugar más cercano, o de quien él mejor podía,
qué cosas particulares hubiesen sucedido en el tal lugar, y a qué personas;
y llevándolas bien en la memoria, lo primero que hacía era mostrar
su retablo, el cual unas veces era de una historia y otras de otra, pero todas alegres
y regocijadas y conocidas. Acabada la muestra, proponía las habilidades de
su mono, diciendo al pueblo que adivinaba todo lo pasado y lo presente, pero que
en lo de por venir no se daba maña. Por la respuesta de cada pregunta pedía
dos reales, y de algunas hacía barato, según tomaba el pulso a los
preguntantes; y como tal vez llegaba a las casas de quien él sabía
los sucesos de los que en ella moraban, aunque no le preguntasen nada por no pagarle,
él hacía la seña al mono y luego decía que le había
dicho tal y tal cosa, que venía de molde con lo sucedido. Con esto cobraba
crédito inefable, y andábanse todos tras él. Otras veces, como
era tan discreto, respondía de manera que las respuestas venían bien
con las preguntas; y como nadie le apuraba ni apretaba a que dijese cómo adevinaba
su mono, a todos hacía monas, y llenaba sus esqueros.
Así como entró en la venta conoció a don Quijote y a Sancho,
por cuyo conocimiento le fue fácil poner en admiración a don Quijote
y a Sancho Panza y a todos los que en ella estaban; pero hubiérale de costar
caro si don Quijote bajara un poco más la mano cuando cortó la cabeza
al rey Marsilio y destruyó toda su caballería, como queda dicho en
el antecedente capítulo.
Esto es lo que hay que decir de maese Pedro y de su mono.
Y volviendo a don Quijote de la Mancha, digo que después de haber salido de
la venta determinó de ver primero las riberas del río Ebro y todos
aquellos contornos, antes de entrar en la ciudad de Zaragoza, pues le daba tiempo
para todo el mucho que faltaba desde allí a las justas. Con esta intención
siguió su camino, por el cual anduvo dos días sin acontecerle cosa
digna de ponerse en escritura, hasta que al tercero, al subir de una loma, oyó
un gran rumor de atambores, de trompetas y arcabuces. Al principio pensó que
algún tercio de soldados pasaba por aquella parte, y por verlos picó
a Rocinante y subió la loma arriba; y cuando estuvo en la cumbre, vio al pie
della, a su parecer, más de docientos hombres armados de diferentes suertes
de armas, como si dijésemos lanzones, ballestas, partesanas, alabardas y picas,
y algunos arcabuces y muchas rodelas. Bajó del recuesto y acercóse
al escuadrón tanto, que distintamente vio las banderas, juzgó de las
colores y notó las empresas que en ellas traían, especialmente una
que en un estandarte o jirón de raso blanco venía, en el cual estaba
pintado muy al vivo un asno como un pequeño sardesco, la cabeza levantada,
la boca abierta y la lengua de fuera, en acto y postura como si estuviera rebuznando;
alrededor dél estaban escritos de letras grandes estos dos versos:
No rebuznaron en balde
el uno y el otro alcalde.
Por esta insignia sacó don Quijote que aquella gente debía de ser del
pueblo del rebuzno, y así se lo dijo a Sancho, declarándole lo que
en el estandarte venía escrito. Díjole también que el que les
había dado noticia de aquel caso se había errado en decir que dos regidores
habían sido los que rebuznaron, pero que, según los versos del estandarte,
no habían sido sino alcaldes. A lo que respondió Sancho Panza:
-Señor, en eso no hay que reparar, que bien puede ser que los regidores que
entonces rebuznaron viniesen con el tiempo a ser alcaldes de su pueblo, y, así,
se pueden llamar con entrambos títulos: cuanto más que no hace al caso
a la verdad de la historia ser los rebuznadores alcaldes o regidores, como ellos
una por una hayan rebuznado, porque tan a pique está de rebuznar un alcalde
como un regidor.
Finalmente, conocieron y supieron cómo el pueblo corrido salía a pelear
con otro que le corría más de lo justo y de lo que se debía
a la buena vecindad.
Fuese llegando a ellos don Quijote, no con poca pesadumbre de Sancho, que nunca fue
amigo de hallarse en semejantes jornadas. Los del escuadrón le recogieron
en medio, creyendo que era alguno de los de su parcialidad. Don Quijote, alzando
la visera, con gentil brío y continente llegó hasta el estandarte del
asno, y allí se le pusieron alrededor todos los más principales del
ejército, por verle, admirados con la admiración acostumbrada en que
caían todos aquellos que la vez primera le miraban. Don Quijote que los vio
tan atentos a mirarle, sin que ninguno le hablase ni le preguntase nada, quiso aprovecharse
de aquel silencio y, rompiendo el suyo, alzó la voz y dijo:
-Buenos señores, cuan encarecidamente puedo os suplico que no interrumpáis
un razonamiento que quiero haceros, hasta que veáis que os disgusta y enfada;
que si esto sucede, con la más mínima señal que me hagáis
pondré un sello en mi boca y echaré una mordaza a mi lengua.
Todos le dijeron que dijese lo que quisiese, que de buena gana le escucharían.
Don Quijote, con esta licencia, prosiguió diciendo:
-Yo, señores míos, soy caballero andante, cuyo ejercicio es el de las
armas, y cuya profesión, la de favorecer a los necesitados de favor y acudir
a los menesterosos. Días ha que he sabido vuestra desgracia y la causa que
os mueve a tomar las armas a cada paso, para vengaros de vuestros enemigos; y habiendo
discurrido una y muchas veces en mi entendimiento sobre vuestro negocio, hallo, según
las leyes del duelo, que estáis engañados en teneros por afrentados,
porque ningún particular puede afrentar a un pueblo entero, si no es retándole
de traidor por junto, porque no sabe en particular quién cometió la
traición por que le reta. Ejemplo desto tenemos en don Diego Ordóñez
de Lara, que retó a todo el pueblo zamorano porque ignoraba que solo Vellido
Dolfos había cometido la traición de matar a su rey, y, así,
retó a todos, y a todos tocaba la venganza y la respuesta; aunque bien es
verdad que el señor don Diego anduvo algo demasiado y aun pasó muy
adelante de los límites del reto, porque no tenía para qué retar
a los muertos, a las aguas, ni a los panes, ni a los que estaban por nacer, ni a
las otras menudencias que allí se declaran; pero vaya, pues cuando la cólera
sale de madre, no tiene la lengua padre, ayo ni freno que la corrija. Siendo, pues,
esto así, que uno solo no puede afrentar a reino, provincia, ciudad, república,
ni pueblo entero, queda en limpio que no hay para qué salir a la venganza
del reto de la tal afrenta, pues no lo es; porque ¡bueno sería que se
matasen a cada paso los del pueblo de la Reloja con quien se lo llama, ni los cazoleros,
berenjeneros, ballenatos, jaboneros, ni los de otros nombres y apellidos que andan
por ahí en boca de los muchachos y de gente de poco más a menos! ¡Bueno
sería, por cierto, que todos estos insignes pueblos se corriesen y vengasen
y anduviesen contino hechas las espadas sacabuches a cualquier pendencia, por pequeña
que fuese! ¡No, no, ni Dios lo permita o quiera! Los varones prudentes, las
repúblicas bien concertadas, por cuatro cosas han de tomar las armas y desenvainar
las espadas y poner a riesgo sus personas, vidas y haciendas: la primera, por defender
la fe católica; la segunda, por defender su vida, que es de ley natural y
divina; la tercera, en defensa de su honra, de su familia y hacienda; la cuarta,
en servicio de su rey en la guerra justa; y si le quisiéremos añadir
la quinta, que se puede contar por segunda, es en defensa de su patria. A estas cinco
causas, como capitales, se pueden agregar algunas otras que sean justas y razonables
y que obliguen a tomar las armas, pero tomarlas por niñerías y por
cosas que antes son de risa y pasatiempo que de afrenta, parece que quien las toma
carece de todo razonable discurso; cuanto más que el tomar venganza injusta,
que justa no puede haber alguna que lo sea, va derechamente contra la santa ley que
profesamos, en la cual se nos manda que hagamos bien a nuestros enemigos y que amemos
a los que nos aborrecen, mandamiento que aunque parece algo dificultoso de cumplir,
no lo es sino para aquellos que tienen menos de Dios que del mundo y más de
carne que de espíritu; porque Jesucristo, Dios y hombre verdadero, que nunca
mintió, ni pudo ni puede mentir, siendo legislador nuestro, dijo que su yugo
era suave y su carga liviana, y, así, no nos había de mandar cosa que
fuese imposible el cumplirla. Así que, mis señores, vuesas mercedes
están obligados por leyes divinas y humanas a sosegarse.
-El diablo me lleve -dijo a esta sazón Sancho entre sí- si este mi
amo no es tólogo, y si no lo es, que lo parece como un güevo a otro.
Tomó un poco de aliento don Quijote y, viendo que todavía le prestaban
silencio, quiso pasar adelante en su plática, como pasara si no se pusiera
en medio la agudeza de Sancho, el cual, viendo que su amo se detenía, tomó
la mano por él, diciendo:
-Mi señor don Quijote de la Mancha, que un tiempo se llamó «el
Caballero de la Triste Figura» y ahora se llama «el Caballero de los
Leones», es un hidalgo muy atentado, que sabe latín y romance como un
bachiller, y en todo cuanto trata y aconseja procede como muy buen soldado, y tiene
todas las leyes y ordenanzas de lo que llaman el duelo en la uña, y, así,
no hay más que hacer sino dejarse llevar por lo que él dijere, y sobre
mí si lo erraren; cuanto más que ello se está dicho que es necedad
correrse por solo oír un rebuzno, que yo me acuerdo, cuando muchacho, que
rebuznaba cada y cuando que se me antojaba, sin que nadie me fuese a la mano, y con
tanta gracia y propiedad, que en rebuznando yo rebuznaban todos los asnos del pueblo,
y no por eso dejaba de ser hijo de mis padres, que eran honradísimos, y aunque
por esta habilidad era invidiado de más de cuatro de los estirados de mi pueblo,
no se me daba dos ardites. Y porque se vea que digo verdad, esperen y escuchen, que
esta ciencia es como la del nadar, que una vez aprendida, nunca se olvida.
Y, luego, puesta la mano en las narices, comenzó a rebuznar tan reciamente,
que todos los cercanos valles retumbaron. Pero uno de los que estaban junto a él,
creyendo que hacía burla dellos, alzó un varapalo que en la mano tenía
y diole tal golpe con él, que, sin ser poderoso a otra cosa, dio con Sancho
Panza en el suelo. Don Quijote que vio tan malparado a Sancho, arremetió al
que le había dado, con la lanza sobre mano; pero fueron tantos los que se
pusieron en medio, que no fue posible vengarle, antes, viendo que llovía sobre
él un nublado de piedras y que le amenazaban mil encaradas ballestas y no
menos cantidad de arcabuces, volvió las riendas a Rocinante, y a todo lo que
su galope pudo se salió de entre ellos, encomendándose de todo corazón
a Dios que de aquel peligro le librase, temiendo a cada paso no le entrase alguna
bala por las espaldas y le saliese al pecho, y a cada punto recogía el aliento,
por ver si le faltaba.
Pero los del escuadrón se contentaron con verle huir, sin tirarle. A Sancho
le pusieron sobre su jumento, apenas vuelto en sí, y le dejaron ir tras su
amo, no porque él tuviese sentido para regirle; pero el rucio siguió
las huellas de Rocinante, sin el cual no se hallaba un punto. Alongado, pues, don
Quijote buen trecho, volvió la cabeza y vio que Sancho venía, y atendióle,
viendo que ninguno le seguía.
Los del escuadrón se estuvieron allí hasta la noche, y por no haber
salido a la batalla sus contrarios, se volvieron a su pueblo, regocijados y alegres;
y si ellos supieran la costumbre antigua de los griegos, levantaran en aquel lugar
y sitio un trofeo. |