Donde se prosigue la graciosa aventura del titerero,
con otras cosas en verdad harto buenas
«Callaron todos, tirios y troyanos», quiero decir, pendientes estaban
todos los que el retablo miraban de la boca del declarador de sus maravillas, cuando
se oyeron sonar en el retablo cantidad de atabales y trompetas y dispararse mucha
artillería, cuyo rumor pasó en tiempo breve, y luego alzó la
voz el muchacho y dijo:
-Esta verdadera historia que aquí a vuesas mercedes se representa es sacada
al pie de la letra de las corónicas francesas y de los romances españoles
que andan en boca de las gentes y de los muchachos por esas calles. Trata de la libertad
que dio el señor don Gaiferos a su esposa Melisendra, que estaba cautiva en
España, en poder de moros, en la ciudad de Sansueña, que así
se llamaba entonces la que hoy se llama Zaragoza; y vean vuesas mercedes allí
cómo está jugando a las tablas don Gaiferos, según aquello que
se canta:
Jugando está a las tablas don Gaiferos,
que ya de Melisendra está olvidado.
Y aquel personaje que allí asoma con corona en la cabeza y ceptro en las manos
es el emperador Carlomagno, padre putativo de la tal Melisendra, el cual, mohíno
de ver el ocio y descuido de su yerno, le sale a reñir; y adviertan con la
vehemencia y ahínco que le riñe, que no parece sino que le quiere dar
con el ceptro media docena de coscorrones, y aun hay autores que dicen que se los
dio, y muy bien dados; y después de haberle dicho muchas cosas acerca del
peligro que corría su honra en no procurar la libertad de su esposa, dicen
que le dijo: «Harto os he dicho: miradlo». Miren vuestras mercedes también
cómo el emperador vuelve las espaldas y deja despechado a don Gaiferos, el
cual ya ven cómo arroja, impaciente de la cólera, lejos de sí
el tablero y las tablas, y pide apriesa las armas, y a don Roldán su primo
pide prestada su espada Durindana, y cómo don Roldán no se la quiere
prestar, ofreciéndole su compañía en la difícil empresa
en que se pone; pero el valeroso enojado no lo quiere aceptar, antes dice que él
solo es bastante para sacar a su esposa, si bien estuviese metida en el más
hondo centro de la tierra; y con esto se entra a armar, para ponerse luego en camino.
Vuelvan vuestras mercedes los ojos a aquella torre que allí parece, que se
presupone que es una de las torres del alcázar de Zaragoza, que ahora llaman
la Aljafería; y aquella dama que en aquel balcón parece vestida a lo
moro es la sin par Melisendra, que desde allí muchas veces se ponía
a mirar el camino de Francia, y, puesta la imaginación en París y en
su esposo, se consolaba en su cautiverio. Miren también un nuevo caso que
ahora sucede, quizá no visto jamás. ¿No veen aquel moro que
callandico y pasito a paso, puesto el dedo en la boca, se llega por las espaldas
de Melisendra? Pues miren cómo la da un beso en mitad de los labios, y la
priesa que ella se da a escupir y a limpiárselos con la blanca manga de su
camisa, y cómo se lamenta y se arranca de pesar sus hermosos cabellos, como
si ellos tuvieran la culpa del maleficio. Miren también cómo aquel
grave moro que está en aquellos corredores es el rey Marsilio de Sansueña,
el cual, por haber visto la insolencia del moro, puesto que era un pariente y gran
privado suyo le mandó luego prender, y que le den docientos azotes, llevándole
por las calles acostumbradas de la ciudad,
con chilladores delante
y envaramiento detrás;
y veis aquí donde salen a ejecutar la sentencia, aun bien apenas no habiendo
sido puesta en ejecución la culpa, porque entre moros no hay «traslado
a la parte», ni «a prueba y estése», como entre nosotros.
-Niño, niño -dijo con voz alta a esta sazón don Quijote-, seguid
vuestra historia línea recta y no os metáis en las curvas o transversales,
que para sacar una verdad en limpio menester son muchas pruebas y repruebas.
También dijo maese Pedro desde dentro:
-Muchacho, no te metas en dibujos, sino haz lo que ese señor te manda, que
será lo más acertado: sigue tu canto llano y no te metas en contrapuntos,
que se suelen quebrar de sotiles.
-Yo lo haré así -respondió el muchacho, y prosiguió diciendo-:
esta figura que aquí parece a caballo, cubierta con una capa gascona, es la
mesma de don Gaiferos; aquí su esposa, ya vengada del atrevimiento del enamorado
moro, con mejor y más sosegado semblante se ha puesto a los miradores de la
torre, y habla con su esposo creyendo que es algún pasajero, con quien pasó
todas aquellas razones y coloquios de aquel romance que dicen:
Caballero, si a Francia ides,
por Gaiferos preguntad,
las cuales no digo yo ahora, porque de la prolijidad se suele engendrar el fastidio.
Basta ver cómo don Gaiferos se descubre, y que por los ademanes alegres que
Melisendra hace se nos da a entender que ella le ha conocido, y más ahora
que veemos se descuelga del balcón para ponerse en las ancas del caballo de
su buen esposo. Mas, ¡ay, sin ventura!, que se le ha asido una punta del faldellín
de uno de los hierros del balcón, y está pendiente en el aire, sin
poder llegar al suelo. Pero veis cómo el piadoso cielo socorre en las mayores
necesidades, pues llega don Gaiferos y, sin mirar si se rasgará o no el rico
faldellín, ase della y mal su grado la hace bajar al suelo y luego de un brinco
la pone sobre las ancas de su caballo, a horcajadas como hombre, y la manda que se
tenga fuertemente y le eche los brazos por las espaldas, de modo que los cruce en
el pecho, porque no se caiga, a causa que no estaba la señora Melisendra acostumbrada
a semejantes caballerías. Veis también cómo los relinchos del
caballo dan señales que va contento con la valiente y hermosa carga que lleva
en su señor y en su señora. Veis cómo vuelven las espaldas y
salen de la ciudad y alegres y regocijados toman de París la vía. ¡Vais
en paz, oh par sin par de verdaderos amantes! ¡Lleguéis a salvamento
a vuestra deseada patria, sin que la fortuna ponga estorbo en vuestro felice viaje!
¡Los ojos de vuestros amigos y parientes os vean gozar en paz tranquila los
días (que los de Néstor sean) que os quedan de la vida!
Aquí alzó otra vez la voz maese Pedro y dijo:
-Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala.
No respondió nada el intérprete, antes prosiguió diciendo:
-No faltaron algunos ociosos ojos, que lo suelen ver todo, que no viesen la bajada
y la subida de Melisendra, de quien dieron noticia al rey Marsilio, el cual mandó
luego tocar al arma; y miren con qué priesa, que ya la ciudad se hunde con
el son de las campanas que en todas las torres de las mezquitas suenan.
-¡Eso no! -dijo a esta sazón don Quijote-. En esto de las campanas anda
muy impropio maese Pedro, porque entre moros no se usan campanas, sino atabales y
un género de dulzainas que parecen nuestras chirimías; y esto de sonar
campanas en Sansueña sin duda que es un gran disparate.
Lo cual oído por maese Pedro, cesó el tocar y dijo:
-No mire vuesa merced en niñerías, señor don Quijote, ni quiera
llevar las cosas tan por el cabo, que no se le halle. ¿No se representan por
ahí casi de ordinario mil comedias llenas de mil impropiedades y disparates,
y, con todo eso, corren felicísimamente su carrera y se escuchan no solo con
aplauso, sino con admiración y todo? Prosigue, muchacho, y deja decir, que
como yo llene mi talego, siquiera represente más impropiedades que tiene átomos
el sol.
-Así es la verdad -replicó don Quijote.
Y el muchacho dijo:
-Miren cuánta y cuán lucida caballería sale de la ciudad en
siguimiento de los dos católicos amantes, cuántas trompetas que suenan,
cuántas dulzainas que tocan y cuántos atabales y atambores que retumban.
Témome que los han de alcanzar y los han de volver atados a la cola de su
mismo caballo, que sería un horrendo espetáculo.
Viendo y oyendo, pues, tanta morisma y tanto estruendo don Quijote, parecióle
ser bien dar ayuda a los que huían, y levantándose en pie, en voz alta
dijo:
-No consentiré yo que en mis días y en mi presencia se le haga superchería
a tan famoso caballero y a tan atrevido enamorado como don Gaiferos. ¡Deteneos,
mal nacida canalla, no le sigáis ni persigáis; si no, conmigo sois
en la batalla!
Y, diciendo y haciendo, desenvainó la espada y de un brinco se puso junto
al retablo, y con acelerada y nunca vista furia comenzó a llover cuchilladas
sobre la titerera morisma, derribando a unos, descabezando a otros, estropeando a
este, destrozando a aquel, y, entre otros muchos, tiró un altibajo tal, que
si maese Pedro no se abaja, se encoge y agazapa, le cercenara la cabeza con más
facilidad que si fuera hecha de masa de mazapán. Daba voces maese Pedro, diciendo:
-Deténgase vuesa merced, señor don Quijote, y advierta que estos que
derriba, destroza y mata no son verdaderos moros, sino unas figurillas de pasta.
Mire, ¡pecador de mí!, que me destruye y echa a perder toda mi hacienda.
Mas no por esto dejaba de menudear don Quijote cuchilladas, mandobles, tajos y reveses
como llovidos. Finalmente, en menos de dos credos, dio con todo el retablo en el
suelo, hechas pedazos y desmenuzadas todas sus jarcias y figuras, el rey Marsilio
malherido, y el emperador Carlomagno, partida la corona y la cabeza en dos partes.
Alborotóse el senado de los oyentes, huyóse el mono por los tejados
de la venta, temió el primo, acobardóse el paje, y hasta el mesmo Sancho
Panza tuvo pavor grandísimo, porque, como él juró después
de pasada la borrasca, jamás había visto a su señor con tan
desatinada cólera. Hecho, pues, el general destrozo del retablo, sosegóse
un poco don Quijote y dijo: |