Donde se cuentan mil zarandajas tan impertinentes
como necesarias al verdadero entendimiento desta grande historia
Dice el que tradujo esta grande historia del original de la que escribió
su primer autor Cide Hamete Benengeli, que llegando al capítulo de la aventura
de la cueva de Montesinos, en el margen dél estaban escritas de mano del mesmo
Hamete estas mismas razones:
«No me puedo dar a entender ni me puedo persuadir que al valeroso don Quijote
le pasase puntualmente todo lo que en el antecedente capítulo queda escrito.
La razón es que todas las aventuras hasta aquí sucedidas han sido contingibles
y verisímiles, pero esta desta cueva no le hallo entrada alguna para tenerla
por verdadera, por ir tan fuera de los términos razonables. Pues pensar yo
que don Quijote mintiese, siendo el más verdadero hidalgo y el más
noble caballero de sus tiempos, no es posible, que no dijera él una mentira
si le asaetearan. Por otra parte, considero que él la contó y la dijo
con todas las circunstancias dichas, y que no pudo fabricar en tan breve espacio
tan gran máquina de disparates; y si esta aventura parece apócrifa,
yo no tengo la culpa, y, así, sin afirmarla por falsa o verdadera, la escribo.
Tú, letor, pues eres prudente, juzga lo que te pareciere, que yo no debo ni
puedo más, puesto que se tiene por cierto que al tiempo de su fin y muerte
dicen que se retrató della y dijo que él la había inventado,
por parecerle que convenía y cuadraba bien con las aventuras que había
leído en sus historias.»
Y luego prosigue diciendo:
Espantóse el primo, así del atrevimiento de Sancho Panza como de la
paciencia de su amo, y juzgó que del contento que tenía de haber visto
a su señora Dulcinea del Toboso, aunque encantada, le nacía aquella
condición blanda que entonces mostraba; porque si así no fuera, palabras
y razones le dijo Sancho que merecían molerle a palos, porque realmente le
pareció que había andado atrevidillo con su señor, a quien le
dijo:
-Yo, señor don Quijote de la Mancha, doy por bien empleadísima la jornada
que con vuestra merced he hecho, porque en ella he granjeado cuatro cosas. La primera,
haber conocido a vuestra merced, que lo tengo a gran felicidad. La segunda, haber
sabido lo que se encierra en esta cueva de Montesinos, con las mutaciones de Guadiana
y de las lagunas de Ruidera, que me servirán para el Ovidio español
que traigo entre manos. La tercera, entender la antigüedad de los naipes, que
por lo menos ya se usaban en tiempo del emperador Carlomagno, según puede
colegirse de las palabras que vuesa merced dice que dijo Durandarte, cuando, al cabo
de aquel grande espacio que estuvo hablando con él Montesinos, él despertó
diciendo: «Paciencia y barajar»; y esta razón y modo de hablar
no la pudo aprender encantado, sino cuando no lo estaba, en Francia y en tiempo del
referido emperador Carlomagno, y esta averiguación me viene pintiparada para
el otro libro que voy componiendo, que es Suplemento de Virgilio Polidoro en la
invención de las antigüedades, y creo que en el suyo no se acordó
de poner la de los naipes, como la pondré yo ahora, que será de mucha
importancia, y más alegando autor tan grave y tan verdadero como es el señor
Durandarte. La cuarta es haber sabido con certidumbre el nacimiento del río
Guadiana, hasta ahora ignorado de las gentes.
-Vuestra merced tiene razón -dijo don Quijote-, pero querría yo saber,
ya que Dios le haga merced de que se le dé licencia para imprimir esos sus
libros, que lo dudo, a quién piensa dirigirlos.
-Señores y grandes hay en España a quien puedan dirigirse -dijo el
primo.
-No muchos -respondió don Quijote-, y no porque no lo merezcan, sino que no
quieren admitirlos, por no obligarse a la satisfación que parece se debe al
trabajo y cortesía de sus autores. Un príncipe conozco yo que puede
suplir la falta de los demás con tantas ventajas, que si me atreviere a decirlas,
quizá despertara la invidia en más de cuatro generosos pechos; pero
quédese esto aquí para otro tiempo más cómodo, y vamos
a buscar a donde recogernos esta noche.
-No lejos de aquí -respondió el primo- está una ermita, donde
hace su habitación un ermitaño que dicen ha sido soldado y está
en opinión de ser un buen cristiano, y muy discreto, y caritativo además.
Junto con la ermita tiene una pequeña casa, que él ha labrado a su
costa; pero, con todo, aunque chica, es capaz de recibir huéspedes.
-¿Tiene por ventura gallinas el tal ermitaño? -preguntó Sancho.
-Pocos ermitaños están sin ellas -respondió don Quijote-, porque
no son los que agora se usan como aquellos de los desiertos de Egipto, que se vestían
de hojas de palma y comían raíces de la tierra. Y no se entienda que
por decir bien de aquellos no lo digo de aquestos, sino que quiero decir que al rigor
y estrecheza de entonces no llegan las penitencias de los de agora, pero no por esto
dejan de ser todos buenos: a lo menos, yo por buenos los juzgo; y cuando todo corra
turbio, menos mal hace el hipócrita que se finge bueno que el público
pecador.
Estando en esto, vieron que hacia donde ellos estaban venía un hombre a pie,
caminando apriesa y dando varazos a un macho que venía cargado de lanzas y
de alabardas. Cuando llegó a ellos, los saludó y pasó de largo.
Don Quijote le dijo:
-Buen hombre, deteneos, que parece que vais con más diligencia que ese macho
ha menester.
-No me puedo detener, señor -respondió el hombre-, porque las armas
que veis que aquí llevo han de servir mañana, y, así, me es
forzoso el no detenerme, y a Dios. Pero si quisiéredes saber para qué
las llevo, en la venta que está más arriba de la ermita pienso alojar
esta noche; y si es que hacéis este mesmo camino, allí me hallaréis,
donde os contaré maravillas. Y a Dios otra vez.
Y de tal manera aguijó el macho, que no tuvo lugar don Quijote de preguntarle
qué maravillas eran las que pensaba decirles, y como él era algo curioso
y siempre le fatigaban deseos de saber cosas nuevas, ordenó que al momento
se partiesen y fuesen a pasar la noche en la venta, sin tocar en la ermita, donde
quisiera el primo que se quedaran.
Hízose así, subieron a caballo y siguieron todos tres el derecho camino
de la venta, a la cual llegaron un poco antes de anochecer. Dijo el primo a don Quijote
que llegasen a ella, a beber un trago. Apenas oyó esto Sancho Panza, cuando
encaminó el rucio a la ermita, y lo mismo hicieron don Quijote y el primo;
pero la mala suerte de Sancho parece que ordenó que el ermitaño no
estuviese en casa, que así se lo dijo una sotaermitaño que en la ermita
hallaron. Pidiéronle de lo caro; respondió que su señor no lo
tenía, pero que si querían agua barata, que se la daría de muy
buena gana.
-Si yo la tuviera de agua -respondió Sancho-, pozos hay en el camino, donde
la hubiera satisfecho. ¡Ah, bodas de Camacho y abundancia de la casa de don
Diego, y cuántas veces os tengo de echar menos!
Con esto dejaron la ermita y picaron hacia la venta, y a poco trecho toparon un mancebito
que delante dellos iba caminando no con mucha priesa, y, así, le alcanzaron.
Llevaba la espada sobre el hombro, y en ella puesto un bulto o envoltorio, al parecer
de sus vestidos, que al parecer debían de ser los calzones o greguescos, y
herreruelo y alguna camisa, porque traía puesta una ropilla de terciopelo
con algunas vislumbres de raso, y la camisa, de fuera; las medias eran de seda, y
los zapatos cuadrados, a uso de corte; la edad llegaría a diez y ocho o diez
y nueve años; alegre de rostro, y al parecer ágil de su persona. Iba
cantando seguidillas, para entretener el trabajo del camino. Cuando llegaron a él,
acababa de cantar una que el primo tomó de memoria, que dicen que decía:
A la guerra me lleva
mi necesidad;
si tuviera dineros,
no fuera, en verdad.
El primero que le habló fue don Quijote, diciéndole:
-Muy a la ligera camina vuesa merced, señor galán. ¿Y adónde
bueno?, sepamos, si es que gusta decirlo.
A lo que el mozo respondió:
-El caminar tan a la ligera lo causa el calor y la pobreza, y el adónde voy
es a la guerra.
-¿Cómo la pobreza? -preguntó don Quijote-. Que por el calor
bien puede ser.
-Señor -replicó el mancebo-, yo llevo en este envoltorio unos greguescos
de terciopelo, compañeros desta ropilla: si los gasto en el camino, no me
podré honrar con ellos en la ciudad, y no tengo con que comprar otros; y así
por esto como por orearme voy desta manera hasta alcanzar unas compañías
de infantería que no están doce leguas de aquí, donde asentaré
mi plaza, y no faltarán bagajes en que caminar de allí adelante hasta
el embarcadero, que dicen ha de ser en Cartagena. Y más quiero tener por amo
y por señor al rey, y servirle en la guerra, que no a un pelón en la
corte.
-¿Y lleva vuesa merced alguna ventaja por ventura? -preguntó el primo.
-Si yo hubiera servido a algún grande de España o algún principal
personaje -respondió el mozo-, a buen seguro que yo la llevara, que eso tiene
el servir a los buenos, que del tinelo suelen salir a ser alférez o capitanes,
o con algún buen entretenimiento; pero yo, desventurado, serví siempre
a catarriberas y a gente advenediza, de ración y quitación tan mísera
y atenuada, que en pagar el almidonar un cuello se consumía la mitad della;
y sería tenido a milagro que un paje aventurero alcanzase alguna siquiera
razonable ventura.
-Y dígame por su vida, amigo -preguntó don Quijote-, ¿es posible
que en los años que sirvió no ha podido alcanzar alguna librea?
-Dos me han dado -respondió el paje-, pero así como el que se sale
de alguna religión antes de profesar le quitan el hábito y le vuelven
sus vestidos, así me volvían a mí los míos mis amos,
que, acabados los negocios a que venían a la corte, se volvían a sus
casas y recogían las libreas que por sola ostentación habían
dado.
-Notable espilorchería, como dice el italiano -dijo don Quijote-. Pero, con
todo eso, tenga a felice ventura el haber salido de la corte con tan buena intención
como lleva, porque no hay otra cosa en la tierra más honrada ni de más
provecho que servir a Dios, primeramente, y luego a su rey y señor natural,
especialmente en el ejercicio de las armas, por las cuales se alcanzan, si no más
riquezas, a lo menos más honra que por las letras, como yo tengo dicho muchas
veces; que puesto que han fundado más mayorazgos las letras que las armas,
todavía llevan un no sé qué los de las armas a los de las letras,
con un sí sé qué de esplendor que se halla en ellos, que los
aventaja a todos. Y esto que ahora le quiero decir llévelo en la memoria,
que le será de mucho provecho y alivio en sus trabajos: y es que aparte la
imaginación de los sucesos adversos que le podrán venir, que el peor
de todos es la muerte, y como esta sea buena, el mejor de todos es el morir. Preguntáronle
a Julio César, aquel valeroso emperador romano, cuál era la mejor muerte:
respondió que la impensada, la de repente y no prevista; y aunque respondió
como gentil y ajeno del conocimiento del verdadero Dios, con todo eso dijo bien,
para ahorrarse del sentimiento humano. Que puesto caso que os maten en la primera
facción y refriega, o ya de un tiro de artillería, o volado de una
mina, ¿qué importa? Todo es morir, y acabóse la obra; y según
Terencio más bien parece el soldado muerto en la batalla que vivo y salvo
en la huida, y tanto alcanza de fama el buen soldado cuanto tiene de obediencia a
sus capitanes y a los que mandar le pueden. Y advertid, hijo, que al soldado mejor
le está el oler a pólvora que a algalia, y que si la vejez os coge
en este honroso ejercicio, aunque sea lleno de heridas y estropeado o cojo, a lo
menos no os podrá coger sin honra, y tal, que no os la podrá menoscabar
la pobreza. Cuanto más que ya se va dando orden como se entretengan y remedien
los soldados viejos y estropeados, porque no es bien que se haga con ellos lo que
suelen hacer los que ahorran y dan libertad a sus negros cuando ya son viejos y no
pueden servir, y echándolos de casa con título de libres los hacen
esclavos de la hambre, de quien no piensan ahorrarse sino con la muerte. Y por ahora
no os quiero decir más, sino que subáis a las ancas deste mi caballo
hasta la venta, y allí cenaréis conmigo, y por la mañana seguiréis
el camino, que os le dé Dios tan bueno como vuestros deseos merecen.
El paje no aceptó el convite de las ancas, aunque sí el de cenar con
él en la venta, y a esta sazón dicen que dijo Sancho entre sí:
«¡Válate Dios por señor! ¿Y es posible que hombre
que sabe decir tales, tantas y tan buenas cosas como aquí ha dicho, diga que
ha visto los disparates imposibles que cuenta de la cueva de Montesinos? Ahora bien,
ello dirá».
Y en esto llegaron a la venta, a tiempo que anochecía, y no sin gusto de Sancho,
por ver que su señor la juzgó por verdadera venta, y no por castillo,
como solía. No hubieron bien entrado, cuando don Quijote preguntó al
ventero por el hombre de las lanzas y alabardas; el cual le respondió que
en la caballeriza estaba acomodando el macho. Lo mismo hicieron de sus jumentos el
primo y Sancho, dando a Rocinante el mejor pesebre y el mejor lugar de la caballeriza. |