Donde se cuenta la aventura del pastor enamorado,
con otros en verdad graciosos sucesos
Poco trecho se había alongado don Quijote del lugar de don Diego, cuando
encontró con dos como clérigos o como estudiantes y con dos labradores
que sobre cuatro bestias asnales venían caballeros. El uno de los estudiantes
traía, como en portamanteo, en un lienzo de bocací verde envuelto,
al parecer, un poco de grana blanca y dos pares de medias de cordellate; el otro
no traía otra cosa que dos espadas negras de esgrima, nuevas y con sus zapatillas.
Los labradores traían otras cosas, que daban indicio y señal que venían
de alguna villa grande donde las habían comprado y las llevaban a su aldea.
Y así estudiantes como labradores cayeron en la misma admiración en
que caían todos aquellos que la vez primera veían a don Quijote, y
morían por saber qué hombre fuese aquel tan fuera del uso de los otros
hombres.
Saludóles don Quijote, y después de saber el camino que llevaban, que
era el mesmo que él hacía, les ofreció su compañía
y les pidió detuviesen el paso, porque caminaban más sus pollinas que
su caballo; y, para obligarlos, en breves razones les dijo quién era, y su
oficio y profesión, que era de caballero andante que iba a buscar las aventuras
por todas las partes del mundo. Díjoles que se llamaba de nombre propio «don
Quijote de la Mancha» y por el apelativo «el Caballero de los Leones».
Todo esto para los labradores era hablarles en griego o en jerigonza, pero no para
los estudiantes, que luego entendieron la flaqueza del celebro de don Quijote, pero
con todo eso le miraban con admiración y con respecto, y uno dellos le dijo:
-Si vuestra merced, señor caballero, no lleva camino determinado, como no
le suelen llevar los que buscan las aventuras, vuesa merced se venga con nosotros:
verá una de las mejores bodas y más ricas que hasta el día de
hoy se habrán celebrado en la Mancha, ni en otras muchas leguas a la redonda.
Preguntóle don Quijote si eran de algún príncipe, que así
las ponderaba.
-No son -respondió el estudiante- sino de un labrador y una labradora: él,
el más rico de toda esta tierra, y ella, la más hermosa que han visto
los hombres. El aparato con que se han de hacer es estraordinario y nuevo, porque
se han de celebrar en un prado que está junto al pueblo de la novia, a quien
por excelencia llaman Quiteria «la hermosa», y el desposado se llama
Camacho «el rico», ella de edad de diez y ocho años, y él
de veinte y dos, ambos para en uno, aunque algunos curiosos que tienen de memoria
los linajes de todo el mundo quieren decir que el de la hermosa Quiteria se aventaja
al de Camacho; pero ya no se mira en esto, que las riquezas son poderosas de soldar
muchas quiebras. En efecto, el tal Camacho es liberal y hásele antojado de
enramar y cubrir todo el prado por arriba, de tal suerte, que el sol se ha de ver
en trabajo si quiere entrar a visitar las yerbas verdes de que está cubierto
el suelo. Tiene asimesmo maheridas danzas, así de espadas como de cascabel
menudo, que hay en su pueblo quien los repique y sacuda por estremo; de zapateadores
no digo nada, que es un juicio los que tiene muñidos; pero ninguna de las
cosas referidas, ni otras muchas que he dejado de referir, ha de hacer más
memorables estas bodas, sino las que imagino que hará en ellas el despechado
Basilio. Es este Basilio un zagal vecino del mesmo lugar de Quiteria, el cual tenía
su casa pared y medio de la de los padres de Quiteria, de donde tomó ocasión
el amor de renovar al mundo los ya olvidados amores de Píramo y Tisbe; porque
Basilio se enamoró de Quiteria desde sus tiernos y primeros años, y
ella fue correspondiendo a su deseo con mil honestos favores, tanto, que se contaban
por entretenimiento en el pueblo los amores de los dos niños Basilio y Quiteria.
Fue creciendo la edad, y acordó el padre de Quiteria de estorbar a Basilio
la ordinaria entrada que en su casa tenía; y por quitarse de andar receloso
y lleno de sospechas, ordenó de casar a su hija con el rico Camacho, no pareciéndole
ser bien casarla con Basilio, que no tenía tantos bienes de fortuna como de
naturaleza. Pues, si va a decir las verdades sin invidia, él es el más
ágil mancebo que conocemos, gran tirador de barra, luchador estremado y gran
jugador de pelota; corre como un gamo, salta más que una cabra, y birla a
los bolos como por encantamento; canta como una calandria, y toca una guitarra, que
la hace hablar, y, sobre todo, juega una espada como el más pintado.
-Por esa sola gracia -dijo a esta sazón don Quijote- merecía ese mancebo
no solo casarse con la hermosa Quiteria, sino con la mesma reina Ginebra, si fuera
hoy viva, a pesar de Lanzarote y de todos aquellos que estorbarlo quisieran.
-¡A mi mujer con eso! -dijo Sancho Panza, que hasta entonces había ido
callando y escuchando-, la cual no quiere sino que cada uno case con su igual, ateniéndose
al refrán que dicen «cada oveja con su pareja». Lo que yo quisiera
es que ese buen Basilio, que ya me le voy aficionando, se casara con esa señora
Quiteria, que buen siglo hayan y buen poso (iba a decir al revés) los que
estorban que se casen los que bien se quieren.
-Si todos los que bien se quieren se hubiesen de casar -dijo don Quijote-, quitaríase
la eleción y juridición a los padres de casar sus hijos con quien y
cuando deben, y si a la voluntad de las hijas quedase escoger los maridos, tal habría
que escogiese al criado de su padre, y tal al que vio pasar por la calle, a su parecer,
bizarro y entonado, aunque fuese un desbaratado espadachín: que el amor y
la afición con facilidad ciegan los ojos del entendimiento, tan necesarios
para escoger estado, y el del matrimonio está muy a peligro de errarse, y
es menester gran tiento y particular favor del cielo para acertarle. Quiere hacer
uno un viaje largo, y si es prudente, antes de ponerse en camino busca alguna compañía
segura y apacible con quien acompañarse; pues ¿por qué no hará
lo mesmo el que ha de caminar toda la vida, hasta el paradero de la muerte, y más
si la compañía le ha de acompañar en la cama, en la mesa y en
todas partes, como es la de la mujer con su marido? La de la propia mujer no es mercaduría
que una vez comprada se vuelve o se trueca o cambia, porque es accidente inseparable,
que dura lo que dura la vida: es un lazo que, si una vez le echáis al cuello,
se vuelve en el nudo gordiano, que, si no le corta la guadaña de la muerte,
no hay desatarle. Muchas más cosas pudiera decir en esta materia, si no lo
estorbara el deseo que tengo de saber si le queda más que decir al señor
licenciado acerca de la historia de Basilio.
A lo que respondió el estudiante bachiller, o licenciado, como le llamó
don Quijote, que:
-De todo no me queda más que decir sino que desde el punto que Basilio supo
que la hermosa Quiteria se casaba con Camacho el rico, nunca más le han visto
reír ni hablar razón concertada, y siempre anda pensativo y triste,
hablando entre sí mismo, con que da ciertas y claras señales de que
se le ha vuelto el juicio: come poco y duerme poco, y lo que come son frutas, y en
lo que duerme, si duerme, es en el campo, sobre la dura tierra, como animal bruto;
mira de cuando en cuando al cielo, y otras veces clava los ojos en la tierra, con
tal embelesamiento, que no parece sino estatua vestida que el aire le mueve la ropa.
En fin, él da tales muestras de tener apasionado el corazón, que tememos
todos los que le conocemos que el dar el sí mañana la hermosa Quiteria
ha de ser la sentencia de su muerte.
-Dios lo hará mejor -dijo Sancho-, que Dios, que da la llaga, da la medicina.
Nadie sabe lo que está por venir: de aquí a mañana muchas horas
hay, y en una, y aun en un momento, se cae la casa; yo he visto llover y hacer sol,
todo a un mesmo punto; tal se acuesta sano la noche, que no se puede mover otro día.
Y díganme: ¿por ventura habrá quien se alabe que tiene echado
un clavo a la rodaja de la fortuna? No, por cierto; y entre el sí y
el no de la mujer no me atrevería yo a poner una punta de alfiler,
porque no cabría. Denme a mí que Quiteria quiera de buen corazón
y de buena voluntad a Basilio, que yo le daré a él un saco de buena
ventura: que el amor, según yo he oído decir, mira con unos antojos
que hacen parecer oro al cobre, a la pobreza, riqueza, y a las lagañas, perlas.
-¿Adónde vas a parar, Sancho, que seas maldito? -dijo don Quijote-.
Que cuando comienzas a ensartar refranes y cuentos, no te puede esperar sino el mesmo
Judas que te lleve. Dime, animal, ¿qué sabes tú de clavos, ni
de rodajas, ni de otra cosa ninguna?
-¡Oh! Pues si no me entienden -respondió Sancho-, no es maravilla que
mis sentencias sean tenidas por disparates. Pero no importa: yo me entiendo, y sé
que no he dicho muchas necedades en lo que he dicho, sino que vuesa merced, señor
mío, siempre es friscal de mis dichos, y aun de mis hechos.
-Fiscal has de decir -dijo don Quijote-, que no friscal, prevaricador
del buen lenguaje, que Dios te confunda.
-No se apunte vuestra merced conmigo -respondió Sancho-, pues sabe que no
me he criado en la corte, ni he estudiado en Salamanca, para saber si añado
o quito alguna letra a mis vocablos. Sí, que, ¡válgame Dios!,
no hay para qué obligar al sayagués a que hable como el toledano, y
toledanos puede haber que no las corten en el aire en esto del hablar polido.
-Así es -dijo el licenciado-, porque no pueden hablar tan bien los que se
crían en las Tenerías y en Zocodover como los que se pasean casi todo
el día por el claustro de la Iglesia Mayor, y todos son toledanos. El lenguaje
puro, el propio, el elegante y claro, está en los discretos cortesanos, aunque
hayan nacido en Majalahonda: dije discretos porque hay muchos que no lo son,
y la discreción es la gramática del buen lenguaje, que se acompaña
con el uso. Yo, señores, por mis pecados, he estudiado cánones en Salamanca,
y pícome algún tanto de decir mi razón con palabras claras,
llanas y significantes.
-Si no os picáredes más de saber más menear las negras que lleváis
que la lengua -dijo el otro estudiante-, vos llevárades el primero en licencias,
como llevastes cola. |