De lo que sucedió a don Quijote en el castillo
o casa del Caballero del Verde Gabán, con otras cosas extravagantes
Halló don Quijote ser la casa de don Diego de Miranda ancha como de aldea;
las armas, empero, aunque de piedra tosca, encima de la puerta de la calle; la bodega,
en el patio; la cueva, en el portal, y muchas tinajas a la redonda, que, por ser
del Toboso, le renovaron las memorias de su encantada y transformada Dulcinea; y
sospirando, y sin mirar lo que decía, ni delante de quién estaba, dijo:
-¡Oh dulces prendas, por mi mal halladas,
dulces y alegres cuando Dios quería!
»¡Oh tobosescas tinajas, que me habéis traído a la memoria
la dulce prenda de mi mayor amargura!
Oyóle decir esto el estudiante poeta hijo de don Diego, que con su madre había
salido a recebirle, y madre y hijo quedaron suspensos de ver la estraña figura
de don Quijote; el cual, apeándose de Rocinante, fue con mucha cortesía
a pedirle las manos para besárselas, y don Diego dijo:
-Recebid, señora, con vuestro sólito agrado al señor don Quijote
de la Mancha, que es el que tenéis delante, andante caballero, y el más
valiente y el más discreto que tiene el mundo.
La señora, que doña Cristina se llamaba, le recibió con muestras
de mucho amor y de mucha cortesía, y don Quijote se le ofreció con
asaz de discretas y comedidas razones. Casi los mismos comedimientos pasó
con el estudiante, que en oyéndole hablar don Quijote le tuvo por discreto
y agudo.
Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa de don Diego, pintándonos
en ellas lo que contiene una casa de un caballero labrador y rico; pero al traductor
desta historia le pareció pasar estas y otras semejantes menudencias en silencio,
porque no venían bien con el propósito principal de la historia, la
cual más tiene su fuerza en la verdad que en las frías digresiones.
Entraron a don Quijote en una sala, desarmóle Sancho, quedó en valones
y en jubón de camuza, todo bisunto con la mugre de las armas: el cuello era
valona a lo estudiantil, sin almidón y sin randas; los borceguíes eran
datilados, y encerados los zapatos. Ciñóse su buena espada, que pendía
de un tahalí de lobos marinos, que es opinión que muchos años
fue enfermo de los riñones; cubrióse un herreruelo de buen paño
pardo, pero antes de todo, con cinco calderos o seis de agua, que en la cantidad
de los calderos hay alguna diferencia, se lavó la cabeza y rostro, y todavía
se quedó el agua de color de suero, merced a la golosina de Sancho y a la
compra de sus negros requesones, que tan blanco pusieron a su amo. Con los referidos
atavíos y con gentil donaire y gallardía, salió don Quijote
a otra sala, donde el estudiante le estaba esperando para entretenerle en tanto que
las mesas se ponían, que por la venida de tan noble huésped quería
la señora doña Cristina mostrar que sabía y podía regalar
a los que a su casa llegasen.
En tanto que don Quijote se estuvo desarmando, tuvo lugar don Lorenzo, que así
se llamaba el hijo de don Diego, de decir a su padre:
-¿Quién diremos, señor, que es este caballero que vuesa merced
nos ha traído a casa? Que el nombre, la figura y el decir que es caballero
andante, a mí y a mi madre nos tiene suspensos.
-No sé lo que te diga, hijo -respondió don Diego-; solo te sabré
decir que le he visto hacer cosas del mayor loco del mundo y decir razones tan discretas,
que borran y deshacen sus hechos: háblale tú y toma el pulso a lo que
sabe, y, pues eres discreto, juzga de su discreción o tontería lo que
más puesto en razón estuviere, aunque, para decir verdad, antes le
tengo por loco que por cuerdo.
Con esto, se fue don Lorenzo a entretener a don Quijote, como queda dicho, y entre
otras pláticas que los dos pasaron dijo don Quijote a don Lorenzo:
-El señor don Diego de Miranda, padre de vuesa merced, me ha dado noticia
de la rara habilidad y sutil ingenio que vuestra merced tiene, y, sobre todo, que
es vuesa merced un gran poeta.
-Poeta, bien podrá ser -respondió don Lorenzo-, pero grande, ni por
pensamiento. Verdad es que yo soy algún tanto aficionado a la poesía
y a leer los buenos poetas, pero no de manera que se me pueda dar el nombre de grande
que mi padre dice.
-No me parece mal esa humildad -respondió don Quijote-, porque no hay poeta
que no sea arrogante y piense de sí que es el mayor poeta del mundo.
-No hay regla sin excepción -respondió don Lorenzo-, y alguno habrá
que lo sea y no lo piense.
-Pocos-; respondió don Quijote-. Pero dígame vuesa merced: ¿qué
versos son los que agora trae entre manos, que me ha dicho el señor su padre
que le traen algo inquieto y pensativo? Y si es alguna glosa, a mí se me entiende
algo de achaque de glosas, y holgaría saberlos; y si es que son de justa literaria,
procure vuestra merced llevar el segundo premio, que el primero siempre se le lleva
el favor o la gran calidad de la persona, el segundo se le lleva la mera justicia,
y el tercero viene a ser segundo, y el primero, a esta cuenta, será el tercero,
al modo de las licencias que se dan en las universidades; pero, con todo esto, gran
personaje es el nombre de primero.
«Hasta ahora -dijo entre sí don Lorenzo- no os podré yo juzgar
por loco. Vamos adelante.» Y díjole:
-Paréceme que vuesa merced ha cursado las escuelas: ¿qué ciencias
ha oído?
-La de la caballería andante -respondió don Quijote-, que es tan buena
como la de la poesía, y aun dos deditos más.
-No sé qué ciencia sea esa -replicó don Lorenzo-, y hasta ahora
no ha llegado a mi noticia.
-Es una ciencia -replicó don Quijote- que encierra en sí todas o las
más ciencias del mundo, a causa que el que la profesa ha de ser jurisperito
y saber las leyes de la justicia distributiva y comutativa, para dar a cada uno lo
que es suyo y lo que le conviene; ha de ser teólogo, para saber dar razón
de la cristiana ley que profesa, clara y distintamente, adondequiera que le fuere
pedido; ha de ser médico, y principalmente herbolario, para conocer en mitad
de los despoblados y desiertos las yerbas que tienen virtud de sanar las heridas,
que no ha de andar el caballero andante a cada triquete buscando quien se las cure
; ha de ser astrólogo, para conocer por las estrellas cuántas horas
son pasadas de la noche y en qué parte y en qué clima del mundo se
halla; ha de saber las matemáticas, porque a cada paso se le ofrecerá
tener necesidad dellas; y dejando aparte que ha de estar adornado de todas las virtudes
teologales y cardinales, decendiendo a otras menudencias, digo que ha de saber nadar
como dicen que nadaba el peje Nicolás o Nicolao, ha de saber herrar un caballo
y aderezar la silla y el freno, y, volviendo a lo de arriba, ha de guardar la fe
a Dios y a su dama; ha de ser casto en los pensamientos, honesto en las palabras,
liberal en las obras, valiente en los hechos, sufrido en los trabajos, caritativo
con los menesterosos y, finalmente, mantenedor de la verdad, aunque le cueste la
vida el defenderla. De todas estas grandes y mínimas partes se compone un
buen caballero andante. Porque vea vuesa merced, señor don Lorenzo, si es
ciencia mocosa lo que aprende el caballero que la estudia y la profesa, y si se puede
igualar a las más estiradas que en los ginasios y escuelas se enseñan.
-Si eso es así -replicó don Lorenzo-, yo digo que se aventaja esa ciencia
a todas.
-¿Cómo si es así? -respondió don Quijote.
-Lo que yo quiero decir -dijo don Lorenzo- es que dudo que haya habido, ni que los
hay ahora, caballeros andantes y adornados de virtudes tantas.
-Muchas veces he dicho lo que vuelvo a decir ahora -respondió don Quijote-:
que la mayor parte de la gente del mundo está de parecer de que no ha habido
en él caballeros andantes; y por parecerme a mí que si el cielo milagrosamente
no les da a entender la verdad de que los hubo y de que los hay, cualquier trabajo
que se tome ha de ser en vano, como muchas veces me lo ha mostrado la experiencia,
no quiero detenerme agora en sacar a vuesa merced del error que con los muchos tiene:
lo que pienso hacer es rogar al cielo le saque dél y le dé a entender
cuán provechosos y cuán necesarios fueron al mundo los caballeros andantes
en los pasados siglos, y cuán útiles fueran en el presente si se usaran;
pero triunfan ahora, por pecados de las gentes, la pereza, la ociosidad, la gula
y el regalo.
«Escapado se nos ha nuestro huésped -dijo a esta sazón entre
sí don Lorenzo-, pero, con todo eso, él es loco bizarro, y yo sería
mentecato flojo si así no lo creyese.»
Aquí dieron fin a su plática, porque los llamaron a comer. Preguntó
don Diego a su hijo qué había sacado en limpio del ingenio del huésped.
A lo que él respondió:
-No le sacarán del borrador de su locura cuantos médicos y buenos escribanos
tiene el mundo: él es un entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos.
Fuéronse a comer, y la comida fue tal como don Diego había dicho en
el camino que la solía dar a sus convidados: limpia, abundante y sabrosa;
pero de lo que más se contentó don Quijote fue del maravilloso silencio
que en toda la casa había, que semejaba un monasterio de cartujos. Levantados,
pues, los manteles, y dadas gracias a Dios y agua a las manos, don Quijote pidió
ahincadamente a don Lorenzo dijese los versos de la justa literaria, a lo que él
respondió que, por no parecer de aquellos poetas que cuando les ruegan digan
sus versos los niegan y cuando no se los piden los vomitan, «yo diré
mi glosa, de la cual no espero premio alguno; que solo por ejercitar el ingenio la
he hecho». |