Donde se prosigue la aventura del Caballero del Bosque,
con el discreto, nuevo y suave coloquio que pasó entre los dos escuderos
Divididos estaban caballeros y escuderos, estos contándose sus vidas y
aquellos sus amores, pero la historia cuenta primero el razonamiento de los mozos
y luego prosigue el de los amos, y, así, dice que, apartándose un poco
dellos, el del Bosque dijo a Sancho:
-Trabajosa vida es la que pasamos y vivimos, señor mío, estos que somos
escuderos de caballeros andantes: en verdad que comemos el pan en el sudor de nuestros
rostros, que es una de las maldiciones que echó Dios a nuestros primeros padres.
-También se puede decir -añadió Sancho- que lo comemos en el
yelo de nuestros cuerpos, porque ¿quién más calor y más
frío que los miserables escuderos de la andante caballería? Y aun menos
mal si comiéramos, pues los duelos con pan son menos, pero tal vez hay que
se nos pasa un día y dos sin desayunarnos, si no es del viento que sopla.
-Todo eso se puede llevar y conllevar -dijo el del Bosque- con la esperanza que tenemos
del premio; porque si demasiadamente no es desgraciado el caballero andante a quien
un escudero sirve, por lo menos a pocos lances se verá premiado con un hermoso
gobierno de cualque ínsula o con un condado de buen parecer.
-Yo -replicó Sancho- ya he dicho a mi amo que me contento con el gobierno
de alguna ínsula, y él es tan noble y tan liberal, que me le ha prometido
muchas y diversas veces.
-Yo -dijo el del Bosque- con un canonicato quedaré satisfecho de mis servicios,
y ya me le tiene mandado mi amo, y ¡qué tal!
-Debe de ser -dijo Sancho- su amo de vuesa merced caballero a lo eclesiástico,
y podrá hacer esas mercedes a sus buenos escuderos, pero el mío es
meramente lego, aunque yo me acuerdo cuando le querían aconsejar personas
discretas, aunque a mi parecer malintencionadas, que procurase ser arzobispo, pero
él no quiso sino ser emperador, y yo estaba entonces temblando si le venía
en voluntad de ser de la Iglesia, por no hallarme suficiente de tener beneficios
por ella; porque le hago saber a vuesa merced que, aunque parezco hombre, soy una
bestia para ser de la Iglesia.
-Pues en verdad que lo yerra vuesa merced -dijo el del Bosque-, a causa que los gobiernos
insulanos no son todos de buena data. Algunos hay torcidos, algunos pobres, algunos
malencónicos, y, finalmente, el más erguido y bien dispuesto trae consigo
una pesada carga de pensamientos y de incomodidades, que pone sobre sus hombros el
desdichado que le cupo en suerte. Harto mejor sería que los que profesamos
esta maldita servidumbre nos retirásemos a nuestras casas, y allí nos
entretuviésemos en ejercicios más suaves, como si dijésemos
cazando o pescando, que ¿qué escudero hay tan pobre en el mundo, a
quien le falte un rocín y un par de galgos y una caña de pescar, con
que entretenerse en su aldea?
-A mí no me falta nada deso -respondió Sancho-. Verdad es que no tengo
rocín, pero tengo un asno que vale dos veces más que el caballo de
mi amo. Mala pascua me dé Dios, y sea la primera que viniere, si le trocara
por él, aunque me diesen cuatro fanegas de cebada encima. A burla tendrá
vuesa merced el valor de mi rucio; que rucio es el color de mi jumento. Pues galgos
no me habían de faltar, habiéndolos sobrados en mi pueblo; y más,
que entonces es la caza más gustosa cuando se hace a costa ajena.
-Real y verdaderamente -respondió el del Bosque-, señor escudero, que
tengo propuesto y determinado de dejar estas borracherías destos caballeros
y retirarme a mi aldea, y criar mis hijitos, que tengo tres como tres orientales
perlas.
-Dos tengo yo -dijo Sancho-, que se pueden presentar al papa en persona, especialmente
una muchacha, a quien crío para condesa, si Dios fuere servido, aunque a pesar
de su madre.
-¿Y qué edad tiene esa señora que se cría para condesa?
-preguntó el del Bosque.
-Quince años, dos más a menos -respondió Sancho-, pero es tan
grande como una lanza y tan fresca como una mañana de abril, y tiene una fuerza
de un ganapán.
-Partes son esas -respondió el del Bosque- no solo para ser condesa, sino
para ser ninfa del verde bosque. ¡Oh hideputa, puta, y qué rejo debe
de tener la bellaca!
A lo que respondió Sancho, algo mohíno:
-Ni ella es puta, ni lo fue su madre, ni lo será ninguna de las dos, Dios
quiriendo, mientras yo viviere. Y háblese más comedidamente, que para
haberse criado vuesa merced entre caballeros andantes, que son la mesma cortesía,
no me parecen muy concertadas esas palabras.
-¡Oh, qué mal se le entiende a vuesa merced -replicó el del Bosque-
de achaque de alabanzas, señor escudero! ¿Cómo y no sabe que
cuando algún caballero da una buena lanzada al toro en la plaza, o cuando
alguna persona hace alguna cosa bien hecha, suele decir el vulgo: «¡Oh
hideputa, puto, y qué bien que lo ha hecho!», y aquello que parece vituperio,
en aquel término, es alabanza notable? Y renegad vos, señor, de los
hijos o hijas que no hacen obras que merezcan se les den a sus padres loores semejantes.
-Sí reniego -respondió Sancho-, y dese modo y por esa misma razón
podía echar vuestra merced a mí y a mis hijos y a mi mujer toda una
putería encima, porque todo cuanto hacen y dicen son estremos dignos de semejantes
alabanzas; y para volverlos a ver ruego yo a Dios me saque de pecado mortal, que
lo mesmo será si me saca deste peligroso oficio de escudero, en el cual he
incurrido segunda vez, cebado y engañado de una bolsa con cien ducados que
me hallé un día en el corazón de Sierra Morena, y el diablo
me pone ante los ojos aquí, allí, acá no, sino acullá,
un talego lleno de doblones, que me parece que a cada paso le toco con la mano y
me abrazo con él y lo llevo a mi casa, y echo censos y fundo rentas y vivo
como un príncipe; y el rato que en esto pienso se me hacen fáciles
y llevaderos cuantos trabajos padezco con este mentecato de mi amo, de quien sé
que tiene más de loco que de caballero.
-Por eso -respondió el del Bosque- dicen que la codicia rompe el saco, y si
va a tratar dellos, no hay otro mayor en el mundo que mi amo, porque es de aquellos
que dicen: «Cuidados ajenos matan al asno»; pues porque cobre otro caballero
el juicio que ha perdido se hace él loco y anda buscando lo que no sé
si después de hallado le ha de salir a los hocicos.
-¿Y es enamorado por dicha?
-Sí -dijo el del Bosque-, de una tal Casildea de Vandalia, la más
cruda y la más asada señora que en todo el orbe puede hallarse; pero
no cojea del pie de la crudeza, que otros mayores embustes le gruñen en las
entrañas, y ello dirá antes de muchas horas. |