De la estraña aventura que le sucedió
al valeroso don Quijote con el bravo Caballero de los Espejos
La noche que siguió al día del rencuentro de la Muerte la pasaron
don Quijote y su escudero debajo de unos altos y sombrosos árboles, habiendo,
a persuasión de Sancho, comido don Quijote de lo que venía en el repuesto
del rucio, y entre la cena dijo Sancho a su señor:
-Señor, ¡qué tonto hubiera andado yo si hubiera escogido en albricias
los despojos de la primera aventura que vuestra merced acabara, antes que las crías
de las tres yeguas! En efecto, en efecto, más vale pájaro en mano que
buitre volando.
-Todavía -respondió don Quijote-, si tú, Sancho, me dejaras
acometer, como yo quería, te hubieran cabido en despojos, por lo menos, la
corona de oro de la Emperatriz y las pintadas alas de Cupido, que yo se las quitara
al redropelo y te las pusiera en las manos.
-Nunca los cetros y coronas de los emperadores farsantes -respondió Sancho
Panza- fueron de oro puro, sino de oropel o hoja de lata.
-Así es verdad -replicó don Quijote-, porque no fuera acertado que
los atavíos de la comedia fueran finos, sino fingidos y aparentes, como lo
es la mesma comedia, con la cual quiero, Sancho, que estés bien, teniéndola
en tu gracia, y por el mismo consiguiente a los que las representan y a los que las
componen, porque todos son instrumentos de hacer un gran bien a la república,
poniéndonos un espejo a cada paso delante, donde se veen al vivo las acciones
de la vida humana, y ninguna comparación hay que más al vivo nos represente
lo que somos y lo que habemos de ser como la comedia y los comediantes; si no, dime:
¿no has visto tú representar alguna comedia adonde se introducen reyes,
emperadores y pontífices, caballeros, damas y otros diversos personajes? Uno
hace el rufián, otro el embustero, este el mercader, aquel el soldado, otro
el simple discreto, otro el enamorado simple; y acabada la comedia y desnudándose
de los vestidos della, quedan todos los recitantes iguales.
-Sí he visto -respondió Sancho.
-Pues lo mesmo -dijo don Quijote- acontece en la comedia y trato deste mundo, donde
unos hacen los emperadores, otros los pontífices, y finalmente todas cuantas
figuras se pueden introducir en una comedia; pero en llegando al fin, que es cuando
se acaba la vida, a todos les quita la muerte las ropas que los diferenciaban, y
quedan iguales en la sepultura.
-Brava comparación -dijo Sancho-, aunque no tan nueva, que yo no la haya oído
muchas y diversas veces, como aquella del juego del ajedrez, que mientras dura el
juego cada pieza tiene su particular oficio, y en acabándose el juego todas
se mezclan, juntan y barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la
vida en la sepultura.
-Cada día, Sancho -dijo don Quijote-, te vas haciendo menos simple y más
discreto.
-Sí, que algo se me ha de pegar de la discreción de vuestra merced
-respondió Sancho-, que las tierras que de suyo son estériles y secas,
estercolándolas y cultivándolas vienen a dar buenos frutos. Quiero
decir que la conversación de vuestra merced ha sido el estiércol que
sobre la estéril tierra de mi seco ingenio ha caído; la cultivación,
el tiempo que ha que le sirvo y comunico; y con esto espero de dar frutos de mí
que sean de bendición, tales que no desdigan ni deslicen de los senderos de
la buena crianza que vuesa merced ha hecho en el agostado entendimiento mío.
Rióse don Quijote de las afectadas razones de Sancho, y parecióle ser
verdad lo que decía de su emienda, porque de cuando en cuando hablaba de manera
que le admiraba, puesto que todas o las más veces que Sancho quería
hablar de oposición y a lo cortesano acababa su razón con despeñarse
del monte de su simplicidad al profundo de su ignorancia; y en lo que él se
mostraba más elegante y memorioso era en traer refranes, viniesen o no viniesen
a pelo de lo que trataba, como se habrá visto y se habrá notado en
el discurso desta historia.
En estas y en otras pláticas se les pasó gran parte de la noche, y
a Sancho le vino en voluntad de dejar caer las compuertas de los ojos, como él
decía cuando quería dormir, y, desaliñando al rucio, le dio
pasto abundoso y libre. No quitó la silla a Rocinante, por ser expreso mandamiento
de su señor que, en el tiempo que anduviesen en campaña o no durmiesen
debajo de techado, no desaliñase a Rocinante: antigua usanza establecida y
guardada de los andantes caballeros, quitar el freno y colgarle del arzón
de la silla; pero quitar la silla al caballo, ¡guarda! Y así lo hizo
Sancho, y le dio la misma libertad que al rucio, cuya amistad dél y de Rocinante
fue tan única y tan trabada, que hay fama, por tradición de padres
a hijos, que el autor desta verdadera historia hizo particulares capítulos
della, mas que, por guardar la decencia y decoro que a tan heroica historia se debe,
no los puso en ella, puesto que algunas veces se descuida deste su prosupuesto y
escribe que así como las dos bestias se juntaban, acudían a rascarse
el uno al otro, y que, después de cansados y satisfechos, cruzaba Rocinante
el pescuezo sobre el cuello del rucio (que le sobraba de la otra parte más
de media vara) y, mirando los dos atentamente al suelo, se solían estar de
aquella manera tres días, a lo menos todo el tiempo que les dejaban o no les
compelía la hambre a buscar sustento. Digo que dicen que dejó el autor
escrito que los había comparado en la amistad a la que tuvieron Niso y Euríalo,
y Pílades y Orestes; y si esto es así, se podía echar de ver,
para universal admiración, cuán firme debió ser la amistad destos
dos pacíficos animales, y para confusión de los hombres, que tan mal
saben guardarse amistad los unos a los otros. Por esto se dijo:
No hay amigo para amigo:
las cañas se vuelven lanzas;
y el otro que cantó:
De amigo a amigo, la chinche, etc.
Y no le parezca a alguno que anduvo el autor algo fuera de camino en haber comparado
la amistad destos animales a la de los hombres, que de las bestias han recebido muchos
advertimientos los hombres y aprendido muchas cosas de importancia, como son, de
las cigüeñas, el cristel; de los perros, el vómito y el agradecimiento;
de las grullas, la vigilancia; de las hormigas, la providencia; de los elefantes,
la honestidad, y la lealtad, del caballo.
Finalmente Sancho se quedó dormido al pie de un alcornoque, y don Quijote,
dormitando al de una robusta encina; pero poco espacio de tiempo había pasado,
cuando le despertó un ruido que sintió a sus espaldas, y, levantándose
con sobresalto, se puso a mirar y a escuchar de dónde el ruido procedía,
y vio que eran dos hombres a caballo, y que el uno, dejándose derribar de
la silla, dijo al otro:
-Apéate, amigo, y quita los frenos a los caballos, que a mi parecer este sitio
abunda de yerba para ellos, y del silencio y soledad que han menester mis amorosos
pensamientos.
El decir esto y el tenderse en el suelo todo fue a un mesmo tiempo, y al arrojarse
hicieron ruido las armas de que venía armado, manifiesta señal por
donde conoció don Quijote que debía de ser caballero andante; y llegándose
a Sancho, que dormía, le trabó del brazo, y con no pequeño trabajo
le volvió en su acuerdo y con voz baja le dijo:
-Hermano Sancho, aventura tenemos.
-Dios nos la dé buena -respondió Sancho-. ¿Y adónde está,
señor mío, su merced de esa señora aventura?
-¿Adónde, Sancho? -replicó don Quijote-. Vuelve los ojos y mira,
y verás allí tendido un andante caballero, que, a lo que a mí
se me trasluce, no debe de estar demasiadamente alegre, porque le vi arrojar del
caballo y tenderse en el suelo con algunas muestras de despecho, y al caer le crujieron
las armas.
-Pues ¿en qué halla vuesa merced -dijo Sancho- que esta sea aventura? |