Donde se cuenta la industria que Sancho tuvo para
encantar a la señora Dulcinea, y de otros sucesos tan ridículos
como verdaderos
Llegando el autor desta grande historia a contar lo que en este capítulo
cuenta, dice que quisiera pasarle en silencio, temeroso de que no había de
ser creído, porque las locuras de don Quijote llegaron aquí al término
y raya de las mayores que pueden imaginarse, y aun pasaron dos tiros de ballesta
más allá de las mayores. Finalmente, aunque con este miedo y recelo,
las escribió de la misma manera que él las hizo, sin añadir
ni quitar a la historia un átomo de la verdad, sin dársele nada por
objeciones que podían ponerle de mentiroso; y tuvo razón, porque la
verdad adelgaza y no quiebra, y siempre anda sobre la mentira, como el aceite sobre
el agua.
Y así, prosiguiendo su historia, dice que así como don Quijote se emboscó
en la floresta, encinar o selva junto al gran Toboso, mandó a Sancho volver
a la ciudad y que no volviese a su presencia sin haber primero hablado de su parte
a su señora, pidiéndola fuese servida de dejarse ver de su cautivo
caballero y se dignase de echarle su bendición, para que pudiese esperar por
ella felicísimos sucesos de todos sus acometimientos y dificultosas empresas.
Encargóse Sancho de hacerlo así como se le mandaba y de traerle tan
buena respuesta como le trujo la vez primera.
-Anda, hijo -replicó don Quijote-, y no te turbes cuando te vieres ante la
luz del sol de hermosura que vas a buscar. ¡Dichoso tú sobre todos los
escuderos del mundo! Ten memoria, y no se te pase della cómo te recibe: si
muda las colores el tiempo que la estuvieres dando mi embajada; si se desasosiega
y turba oyendo mi nombre; si no cabe en la almohada, si acaso la hallas sentada en
el estrado rico de su autoridad; y si está en pie, mírala si se pone
ahora sobre el uno, ahora sobre el otro pie; si te repite la respuesta que te diere
dos o tres veces; si la muda de blanda en áspera, de aceda en amorosa; si
levanta la mano al cabello para componerle, aunque no esté desordenado...
Finalmente, hijo, mira todas sus acciones y movimientos, porque si tú me los
relatares como ellos fueron, sacaré yo lo que ella tiene escondido en lo secreto
de su corazón acerca de lo que al fecho de mis amores toca: que has de saber,
Sancho, si no lo sabes, que entre los amantes las acciones y movimientos exteriores
que muestran cuando de sus amores se trata son certísimos correos que traen
las nuevas de lo que allá en lo interior del alma pasa. Ve, amigo, y guíete
otra mejor ventura que la mía, y vuélvate otro mejor suceso del que
yo quedo temiendo y esperando en esta amarga soledad en que me dejas.
-Yo iré y volveré presto -dijo Sancho-; y ensanche vuestra merced,
señor mío, ese corazoncillo, que le debe de tener agora no mayor que
una avellana, y considere que se suele decir que buen corazón quebranta mala
ventura, y que donde no hay tocinos, no hay estacas; y también se dice: «Donde
no piensa, salta la liebre». Dígolo porque si esta noche no hallamos
los palacios o alcázares de mi señora, agora que es de día los
pienso hallar, cuando menos los piense; y hallados, déjenme a mí con
ella.
-Por cierto, Sancho -dijo don Quijote-, que siempre traes tus refranes tan a pelo
de lo que tratamos cuanto me dé Dios mejor ventura en lo que deseo.
Esto dicho, volvió Sancho las espaldas y vareó su rucio, y don Quijote
se quedó a caballo descansando sobre los estribos y sobre el arrimo de su
lanza, lleno de tristes y confusas imaginaciones, donde le dejaremos, yéndonos
con Sancho Panza, que no menos confuso y pensativo se apartó de su señor
que él quedaba; y tanto, que apenas hubo salido del bosque, cuando, volviendo
la cabeza, y viendo que don Quijote no parecía, se apeó del jumento
y, sentándose al pie de un árbol, comenzó a hablar consigo mesmo
y a decirse:
-Sepamos agora, Sancho hermano, adónde va vuesa merced. ¿Va a buscar
algún jumento que se le haya perdido?
-No, por cierto. -Pues ¿qué va a buscar? -Voy a buscar, como quien
no dice nada, a una princesa, y en ella al sol de la hermosura y a todo el cielo
junto. -¿Y adónde pensáis hallar eso que decís, Sancho?
-¿Adónde? En la gran ciudad del Toboso. -Y bien, ¿y de parte
de quién la vais a buscar? -De parte del famoso caballero don Quijote de la
Mancha, que desface los tuertos y da de comer al que ha sed y de beber al que ha
hambre. -Todo eso está muy bien. ¿Y sabéis su casa, Sancho?
-Mi amo dice que han de ser unos reales palacios o unos soberbios alcázares.
-¿Y habéisla visto algún día por ventura? -Ni yo ni mi
amo la habemos visto jamás. -¿Y paréceos que fuera acertado
y bien hecho que si los del Toboso supiesen que estáis vos aquí con
intención de ir a sonsacarles sus princesas y a desasosegarles sus damas,
viniesen y os moliesen las costillas a puros palos y no os dejasen hueso sano? -En
verdad que tendrían mucha razón, cuando no considerasen que soy mandado,
y que
Mensajero sois, amigo,
no merecéis culpa, non.
-No os fiéis en eso, Sancho, porque la gente manchega es tan colérica
como honrada y no consiente cosquillas de nadie. Vive Dios que si os huele, que os
mando mala ventura. - ¡Oxte, puto! ¡Allá darás, rayo! ¡No,
sino ándeme yo buscando tres pies al gato por el gusto ajeno! Y más,
que así será buscar a Dulcinea por el Toboso como a Marica por Ravena
o al bachiller en Salamanca. ¡El diablo, el diablo me ha metido a mí
en esto, que otro no!
Este soliloquio pasó consigo Sancho, y lo que sacó dél fue que
volvió a decirse:
-Ahora bien, todas las cosas tienen remedio, si no es la muerte, debajo de cuyo yugo
hemos de pasar todos, mal que nos pese, al acabar de la vida. Este mi amo por mil
señales he visto que es un loco de atar, y aun también yo no le quedo
en zaga, pues soy más mentecato que él, pues le sigo y le sirvo, si
es verdadero el refrán que dice: «Dime con quién andas, decirte
he quién eres», y el otro de «No con quien naces, sino con quien
paces». Siendo, pues, loco, como lo es, y de locura que las más veces
toma unas cosas por otras y juzga lo blanco por negro y lo negro por blanco, como
se pareció cuando dijo que los molinos de viento eran gigantes, y las mulas
de los religiosos dromedarios, y las manadas de carneros ejércitos de enemigos,
y otras muchas cosas a este tono, no será muy difícil hacerle creer
que una labradora, la primera que me topare por aquí, es la señora
Dulcinea; y cuando él no lo crea, juraré yo, y si él jurare,
tornaré yo a jurar, y si porfiare, porfiaré yo más, y de manera
que tengo de tener la mía siempre sobre el hito, venga lo que viniere. Quizá
con esta porfía acabaré con él que no me envíe otra vez
a semejantes mensajerías, viendo cuán mal recado le traigo dellas,
o quizá pensará, como yo imagino, que algún mal encantador de
estos que él dice que le quieren mal la habrá mudado la figura, por
hacerle mal y daño.
Con esto que pensó Sancho Panza quedó sosegado su espíritu y
tuvo por bien acabado su negocio, y deteniéndose allí hasta la tarde,
por dar lugar a que don Quijote pensase que le había tenido para ir y volver
del Toboso. Y sucedióle todo tan bien, que cuando se levantó para subir
en el rucio vio que del Toboso hacia donde él estaba venían tres labradoras
sobre tres pollinos, o pollinas, que el autor no lo declara, aunque más se
puede creer que eran borricas, por ser ordinaria caballería de las aldeanas;
pero como no va mucho en esto, no hay para qué detenernos en averiguarlo.
En resolución, así como Sancho vio a las labradoras, a paso tirado
volvió a buscar a su señor don Quijote, y hallóle suspirando
y diciendo mil amorosas lamentaciones. Como don Quijote le vio, le dijo:
-¿Qué hay, Sancho amigo? ¿Podré señalar este día
con piedra blanca o con negra?
-Mejor será -respondió Sancho- que vuesa merced la señale con
almagre, como rétulos de cátedras, porque le echen bien de ver los
que le vieren.
-De ese modo -replicó don Quijote-, buenas nuevas traes.
-Tan buenas -respondió Sancho-, que no tiene más que hacer vuesa merced
sino picar a Rocinante y salir a lo raso a ver a la señora Dulcinea del Toboso,
que con otras dos doncellas suyas viene a ver a vuesa merced.
-¡Santo Dios! ¿Qué es lo que dices, Sancho amigo? -dijo don Quijote-.
Mira no me engañes, ni quieras con falsas alegrías alegrar mis verdaderas
tristezas.
-¿Qué sacaría yo de engañar a vuesa merced -respondió
Sancho-, y más estando tan cerca de descubrir mi verdad? Pique, señor,
y venga, y verá venir a la princesa nuestra ama vestida y adornada, en fin,
como quien ella es. Sus doncellas y ella todas son una ascua de oro, todas mazorcas
de perlas, todas son diamantes, todas rubíes, todas telas de brocado de más
de diez altos; los cabellos, sueltos por las espaldas, que son otros tantos rayos
del sol que andan jugando con el viento; y, sobre todo, vienen a caballo sobre tres
cananeas remendadas, que no hay más que ver.
-Hacaneas querrás decir, Sancho.
-Poca diferencia hay -respondió Sancho-; de cananeas a hacaneas;
pero, vengan sobre lo que vinieren, ellas vienen las más galanas señoras
que se puedan desear, especialmente la princesa Dulcinea mi señora, que pasma
los sentidos.
-Vamos, Sancho hijo -respondió don Quijote-, y en albricias destas no esperadas
como buenas nuevas te mando el mejor despojo que ganare en la primera aventura que
tuviere, y si esto no te contenta, te mando las crías que este año
me dieren las tres yeguas mías, que tú sabes que quedan para parir
en el prado concejil de nuestro pueblo.
-A las crías me atengo -respondió Sancho-, porque de ser buenos los
despojos de la primera aventura no está muy cierto.
Ya en esto salieron de la selva y descubrieron cerca a las tres aldeanas. Tendió
don Quijote los ojos por todo el camino del Toboso, y como no vio sino a las tres
labradoras, turbóse todo y preguntó a Sancho si las había dejado
fuera de la ciudad.
-¿Cómo fuera de la ciudad? -respondió-. ¿Por ventura
tiene vuesa merced los ojos en el colodrillo, que no vee que son estas las que aquí
vienen, resplandecientes como el mismo sol a medio día? |