Que trata de lo que contó el cabrero a todos
los que llevaban al valiente don Quijote
-Tres leguas deste valle está una aldea que, aunque pequeña, es de
las más ricas que hay en todos estos contornos, en la cual había un
labrador muy honrado, y tanto, que, aunque es anejo al ser rico el ser honrado, más
lo era él por la virtud que tenía que por la riqueza que alcanzaba;
mas lo que le hacía más dichoso, según él decía,
era tener una hija de tan estremada hermosura, rara discreción, donaire y
virtud, que el que la conocía y la miraba se admiraba de ver las estremadas
partes con que el cielo y la naturaleza la habían enriquecido. Siendo niña
fue hermosa, y siempre fue creciendo en belleza, y en la edad de diez y seis años
fue hermosísima. La fama de su belleza se comenzó a estender por todas
las circunvecinas aldeas, ¿qué digo yo por las circunvecinas no más,
si se estendió a las apartadas ciudades y aun se entró por las salas
de los reyes y por los oídos de todo género de gente, que como a cosa
rara o como a imagen de milagros de todas partes a verla venían? Guardábala
su padre y guardábase ella, que no hay candados, guardas ni cerraduras que
mejor guarden a una doncella que las del recato proprio.
»La riqueza del padre y la belleza de la hija movieron a muchos, así
del pueblo como forasteros, a que por mujer se la pidiesen; mas él, como a
quien tocaba disponer de tan rica joya, andaba confuso, sin saber determinarse a
quién la entregaría de los infinitos que le importunaban. Y entre los
muchos que tan buen deseo tenían fui yo uno, a quien dieron muchas y grandes
esperanzas de buen suceso conocer que el padre conocía quién yo era,
el ser natural del mismo pueblo, limpio en sangre, en la edad floreciente, en la
hacienda muy rico y en el ingenio no menos acabado. Con todas estas mismas partes
la pidió también otro del mismo pueblo, que fue causa de suspender
y poner en balanza la voluntad del padre, a quien parecía que con cualquiera
de nosotros estaba su hija bien empleada; y, por salir desta confusión, determinó
decírselo a Leandra, que así se llama la rica que en miseria me tiene
puesto, advirtiendo que, pues los dos éramos iguales, era bien dejar a la
voluntad de su querida hija el escoger a su gusto, cosa digna de imitar de todos
los padres que a sus hijos quieren poner en estado: no digo yo que los dejen escoger
en cosas ruines y malas, sino que se las propongan buenas, y de las buenas, que escojan
a su gusto. No sé yo el que tuvo Leandra, solo sé que el padre nos
entretuvo a entrambos con la poca edad de su hija y con palabras generales, que ni
le obligaban ni nos desobligaban tampoco. Llámase mi competidor Anselmo, y
yo Eugenio, porque vais con noticia de los nombres de las personas que en esta tragedia
se contienen, cuyo fin aún está pendiente, pero bien se deja entender
que ha de ser desastrado.
»En esta sazón vino a nuestro pueblo un Vicente de la Roca, hijo de
un pobre labrador del mismo lugar, el cual Vicente venía de las Italias y
de otras diversas partes de ser soldado. Llevóle de nuestro lugar, siendo
muchacho de hasta doce años, un capitán que con su compañía
por allí acertó a pasar, y volvió el mozo de allí a otros
doce vestido a la soldadesca, pintado con mil colores, lleno de mil dijes de cristal
y sutiles cadenas de acero. Hoy se ponía una gala y mañana otra, pero
todas sutiles, pintadas, de poco peso y menos tomo. La gente labradora, que de suyo
es maliciosa y dándole el ocio lugar es la misma malicia, lo notó,
y contó punto por punto sus galas y preseas, y halló que los vestidos
eran tres, de diferentes colores, con sus ligas y medias, pero él hacía
tantos guisados e invenciones dellas, que si no se los contaran hubiera quien jurara
que había hecho muestra de más de diez pares de vestidos y de más
de veinte plumajes. Y no parezca impertinencia y demasía esto que de los vestidos
voy contando, porque ellos hacen una buena parte en esta historia. Sentábase
en un poyo que debajo de un gran álamo está en nuestra plaza y allí
nos tenía a todos la boca abierta, pendientes de las hazañas que nos
iba contando. No había tierra en todo el orbe que no hubiese visto, ni batalla
donde no se hubiese hallado; había muerto más moros que tiene Marruecos
y Túnez, y entrado en más singulares desafíos, según
él decía, que Gante y Luna, Diego García de Paredes y otros
mil que nombraba, y de todos había salido con vitoria, sin que le hubiesen
derramado una sola gota de sangre. Por otra parte, mostraba señales de heridas
que, aunque no se divisaban, nos hacía entender que eran arcabuzazos dados
en diferentes rencuentros y faciones. Finalmente, con una no vista arrogancia llamaba
de vos a sus iguales y a los mismos que le conocían, y decía que su
padre era su brazo, su linaje sus obras, y que, debajo de ser soldado, al mismo rey
no debía nada. Añadiósele a estas arrogancias ser un poco músico
y tocar una guitarra a lo rasgado, de manera que decían algunos que la hacía
hablar; pero no pararon aquí sus gracias, que también la tenía
de poeta, y, así, de cada niñería que pasaba en el pueblo componía
un romance de legua y media de escritura. Este soldado, pues, que aquí he
pintado, este Vicente de la Roca, este bravo, este galán, este músico,
este poeta fue visto y mirado muchas veces de Leandra desde una ventana de su casa
que tenía la vista a la plaza. Enamoróla el oropel de sus vistosos
trajes; encantáronla sus romances, que de cada uno que componía daba
veinte traslados; llegaron a sus oídos las hazañas que él de
sí mismo había referido: y, finalmente, que así el diablo lo
debía de tener ordenado, ella se vino a enamorar dél, antes que en
él naciese presunción de solicitalla; y como en los casos de amor no
hay ninguno que con más facilidad se cumpla que aquel que tiene de su parte
el deseo de la dama, con facilidad se concertaron Leandra y Vicente, y primero que
alguno de sus muchos pretendientes cayesen en la cuenta de su deseo, ya ella le tenía
cumplido, habiendo dejado la casa de su querido y amado padre, que madre no la tiene,
y ausentádose de la aldea con el soldado, que salió con más
triunfo desta empresa que de todas las muchas que él se aplicaba. Admiró
el suceso a toda el aldea y aun a todos los que dél noticia tuvieron; yo quedé
suspenso, Anselmo atónito, el padre triste, sus parientes afrentados, solícita
la justicia, los cuadrilleros listos; tomáronse los caminos, escudriñáronse
los bosques y cuanto había, y al cabo de tres días hallaron a la antojadiza
Leandra en una cueva de un monte, desnuda en camisa, sin muchos dineros y preciosísimas
joyas que de su casa había sacado. Volviéronla a la presencia del lastimado
padre, preguntáronle su desgracia: confesó sin apremio que Vicente
de la Roca la había engañado y debajo de su palabra de ser su esposo
la persuadió que dejase la casa de su padre, que él la llevaría
a la más rica y más viciosa ciudad que había en todo el universo
mundo, que era Nápoles; y que ella, mal advertida y peor engañada,
le había creído y, robando a su padre, se le entregó la misma
noche que había faltado, y que él la llevó a un áspero
monte y la encerró en aquella cueva donde la habían hallado. Contó
también cómo el soldado, sin quitalle su honor, le robó cuanto
tenía y la dejó en aquella cueva y se fue, suceso que de nuevo puso
en admiración a todos. Duro se nos hizo de creer la continencia del mozo,
pero ella lo afirmó con tantas veras, que fueron parte para que el desconsolado
padre se consolase, no haciendo cuenta de las riquezas que le llevaban, pues le habían
dejado a su hija con la joya que, si una vez se pierde, no deja esperanza de que
jamás se cobre. El mismo día que pareció Leandra, la despareció
su padre de nuestros ojos y la llevó a encerrar en un monesterio de una villa
que está aquí cerca, esperando que el tiempo gaste alguna parte de
la mala opinión en que su hija se puso. Los pocos años de Leandra sirvieron
de disculpa de su culpa, a lo menos con aquellos que no les iba algún interés
en que ella fuese mala o buena; pero los que conocían su discreción
y mucho entendimiento no atribuyeron a ignorancia su pecado, sino a su desenvoltura
y a la natural inclinación de las mujeres, que por la mayor parte suele ser
desatinada y mal compuesta. Encerrada Leandra, quedaron los ojos de Anselmo ciegos,
a lo menos sin tener cosa que mirar que contento le diese; los míos, en tinieblas,
sin luz que a ninguna cosa de gusto les encaminase. Con la ausencia de Leandra crecía
nuestra tristeza, apocábase nuestra paciencia, maldecíamos las galas
del soldado y abominábamos del poco recato del padre de Leandra. Finalmente,
Anselmo y yo nos concertamos de dejar el aldea y venirnos a este valle, donde él
apacentando una gran cantidad de ovejas suyas proprias y yo un numeroso rebaño
de cabras, también mías, pasamos la vida entre los árboles,
dando vado a nuestras pasiones o cantando juntos alabanzas o vituperios de la hermosa
Leandra o suspirando solos y a solas comunicando con el cielo nuestras querellas.
A imitación nuestra, otros muchos de los pretendientes de Leandra se han venido
a estos ásperos montes usando el mismo ejercicio nuestro, y son tantos, que
parece que este sitio se ha convertido en la pastoral Arcadia, según está
colmo de pastores y de apriscos, y no hay parte en él donde no se oiga el
nombre de la hermosa Leandra. Este la maldice y la llama antojadiza, varia y deshonesta;
aquel la condena por fácil y ligera; tal la absuelve y perdona, y tal la justicia
y vitupera; uno celebra su hermosura, otro reniega de su condición, y, en
fin, todos la deshonran y todos la adoran, y de todos se estiende a tanto la locura,
que hay quien se queje de desdén sin haberla jamás hablado, y aun quien
se lamente y sienta la rabiosa enfermedad de los celos, que ella jamás dio
a nadie, porque, como ya tengo dicho, antes se supo su pecado que su deseo. No hay
hueco de peña, ni margen de arroyo, ni sombra de árbol que no esté
ocupada de algún pastor que sus desventuras a los aires cuente; el eco repite
el nombre de Leandra dondequiera que pueda formarse: ěLeandraî resuenan los montes,
ěLeandraî murmuran los arroyos, y Leandra nos tiene a todos suspensos y encantados,
esperando sin esperanza y temiendo sin saber de qué tememos. Entre estos disparatados,
el que muestra que menos y más juicio tiene es mi competidor Anselmo, el cual,
teniendo tantas otras cosas de que quejarse, solo se queja de ausencia; y al son
de un rabel que admirablemente toca, con versos donde muestra su buen entendimiento,
cantando se queja. Yo sigo otro camino más fácil, y a mi parecer el
más acertado, que es decir mal de la ligereza de las mujeres, de su inconstancia,
de su doble trato, de sus promesas muertas, de su fe rompida y, finalmente, del poco
discurso que tienen en saber colocar sus pensamientos e intenciones que tienen. Y
esta fue la ocasión, señores, de las palabras y razones que dije a
esta cabra cuando aquí llegué, que por ser hembra la tengo en poco,
aunque es la mejor de todo mi apero. Esta es la historia que prometí contaros.
Si he sido en el contarla prolijo, no seré en serviros corto: cerca de aquí
tengo mi majada y en ella tengo fresca leche y muy sabrosísimo queso, con
otras varias y sazonadas frutas, no menos a la vista que al gusto agradables. |