Donde prosigue el canónigo la materia de los
libros de caballerías, con otras cosas dignas de su ingenio
-Así es como vuestra merced dice, señor canónigo -dijo el cura-,
y por esta causa son más dignos de reprehensión los que hasta aquí
han compuesto semejantes libros, sin tener advertencia a ningún buen discurso
ni al arte y reglas por donde pudieran guiarse y hacerse famosos en prosa, como lo
son en verso los dos príncipes de la poesía griega y latina.
-Yo, a lo menos -replicó el canónigo-, he tenido cierta tentación
de hacer un libro de caballerías, guardando en él todos los puntos
que he significado; y si he de confesar la verdad, tengo escritas más de cien
hojas, y para hacer la experiencia de si correspondían a mi estimación,
las he comunicado con hombres apasionados desta leyenda , dotos y discretos, y con
otros ignorantes, que solo atienden al gusto de oír disparates, y de todos
he hallado una agradable aprobación. Pero, con todo esto, no he proseguido
adelante, así por parecerme que hago cosa ajena de mi profesión como
por ver que es más el número de los simples que de los prudentes, y
que, puesto que es mejor ser loado de los pocos sabios que burlado de los muchos
necios, no quiero sujetarme al confuso juicio del desvanecido vulgo, a quien por
la mayor parte toca leer semejantes libros. Pero lo que más me le quitó
de las manos y aun del pensamiento de acabarle fue un argumento que hice conmigo
mesmo, sacado de las comedias que ahora se representan, diciendo: «Si estas
que ahora se usan, así las imaginadas como las de historia, todas o las más
son conocidos disparates y cosas que no llevan pies ni cabeza, y, con todo eso, el
vulgo las oye con gusto, y las tiene y las aprueba por buenas, estando tan lejos
de serlo, y los autores que las componen y los actores que las representan dicen
que así han de ser, porque así las quiere el vulgo, y no de otra manera,
y que las que llevan traza y siguen la fábula como el arte pide no sirven
sino para cuatro discretos que las entienden, y todos los demás se quedan
ayunos de entender su artificio, y que a ellos les está mejor ganar de comer
con los muchos que no opinión con los pocos, deste modo vendrá a ser
mi libro, al cabo de haberme quemado las cejas por guardar los preceptos referidos,
y vendré a ser el sastre del cantillo». Y aunque algunas veces he procurado
persuadir a los actores que se engañan en tener la opinión que tienen,
y que más gente atraerán y más fama cobrarán representando
comedias que sigan el arte que no con las disparatadas, ya están tan asidos
y encorporados en su parecer, que no hay razón ni evidencia que dél
los saque. Acuérdome que un día dije a uno destos pertinaces: «Decidme,
¿no os acordáis que ha pocos años que se representaron en España
tres tragedias que compuso un famoso poeta destos reinos, las cuales fueron tales
que admiraron, alegraron y suspendieron a todos cuantos las oyeron, así simples
como prudentes, así del vulgo como de los escogidos, y dieron más dineros
a los representantes ellas tres solas que treinta de las mejores que después
acá se han hecho?». «Sin duda -respondió el autor que digo-
que debe de decir vuestra merced por La Isabela, La Filis y La Alejandra». «Por
esas digo -le repliqué yo-, y mirad si guardaban bien los preceptos del arte,
y si por guardarlos dejaron de parecer lo que eran y de agradar a todo el mundo.
Así que no está la falta en el vulgo, que pide disparates, sino en
aquellos que no saben representar otra cosa. Sí, que no fue disparate La ingratitud
vengada, ni le tuvo La Numancia, ni se le halló en la del Mercader amante,
ni menos en La enemiga favorable, ni en otras algunas que de algunos entendidos poetas
han sido compuestas, para fama y renombre suyo y para ganancia de los que las han
representado». Y otras cosas añadí a estas, con que a mi parecer
le dejé algo confuso, pero no satisfecho ni convencido para sacarle de su
errado pensamiento.
-En materia ha tocado vuestra merced, señor canónigo -dijo a esta sazón
el cura-, que ha despertado en mí un antiguo rancor que tengo con las comedias
que agora se usan, tal, que iguala al que tengo con los libros de caballerías;
porque habiendo de ser la comedia, según le parece a Tulio, espejo de la vida
humana, ejemplo de las costumbres y imagen de la verdad, las que ahora se representan
son espejos de disparates, ejemplos de necedades e imágenes de lascivia. Porque
¿qué mayor disparate puede ser en el sujeto que tratamos que salir
un niño en mantillas en la primera scena del primer acto, y en la segunda
salir ya hecho hombre barbado? ¿Y qué mayor que pintarnos un viejo
valiente y un mozo cobarde, un lacayo rectórico, un paje consejero, un rey
ganapán y una princesa fregona? ¿Qué diré, pues, de la
observancia que guardan en los tiempos en que pueden o podían suceder las
acciones que representan, sino que he visto comedia que la primera jornada comenzó
en Europa, la segunda en Asia, la tercera se acabó en África, y aun,
si fuera de cuatro jornadas, la cuarta acababa en América, y, así,
se hubiera hecho en todas las cuatro partes del mundo? Y si es que la imitación
es lo principal que ha de tener la comedia, ¿cómo es posible que satisfaga
a ningún mediano entendimiento que, fingiendo una acción que pasa en
tiempo del rey Pepino y Carlomagno, el mismo que en ella hace la persona principal
le atribuyan que fue el emperador Heraclio, que entró con la Cruz en Jerusalén,
y el que ganó la Casa Santa, como Godofre de Bullón, habiendo infinitos
años de lo uno a lo otro; y fundándose la comedia sobre cosa fingida,
atribuirle verdades de historia y mezclarle pedazos de otras sucedidas a diferentes
personas y tiempos, y esto no con trazas verisímiles, sino con patentes errores,
de todo punto inexcusables? Y es lo malo que hay ignorantes que digan que esto es
lo perfecto y que lo demás es buscar gullurías. Pues ¿qué,
si venimos a las comedias divinas? ¡Qué de milagros falsos fingen en
ellas, qué de cosas apócrifas y mal entendidas, atribuyendo a un santo
los milagros de otro! Y aun en las humanas se atreven a hacer milagros, sin más
respeto ni consideración que parecerles que allí estará bien
el tal milagro y apariencia, como ellos llaman, para que gente ignorante se admire
y venga a la comedia. Que todo esto es en perjuicio de la verdad y en menoscabo de
las historias, y aun en oprobrio de los ingenios españoles, porque los estranjeros,
que con mucha puntualidad guardan las leyes de la comedia, nos tienen por bárbaros
e ignorantes, viendo los absurdos y disparates de las que hacemos. Y no sería
bastante disculpa desto decir que el principal intento que las repúblicas
bien ordenadas tienen permitiendo que se hagan públicas comedias es para entretener
la comunidad con alguna honesta recreación y divertirla a veces de los malos
humores que suele engendrar la ociosidad, y que pues este se consigue con cualquier
comedia, buena o mala, no hay para qué poner leyes, ni estrechar a los que
las componen y representan a que las hagan como debían hacerse, pues, como
he dicho, con cualquiera se consigue lo que con ellas se pretende. A lo cual respondería
yo que este fin se conseguiría mucho mejor, sin comparación alguna,
con las comedias buenas que con las no tales, porque de haber oído la comedia
artificiosa y bien ordenada saldría el oyente alegre con las burlas, enseñado
con las veras, admirado de los sucesos, discreto con las razones, advertido con los
embustes, sagaz con los ejemplos, airado contra el vicio y enamorado de la virtud:
que todos estos afectos ha de despertar la buena comedia en el ánimo del que
la escuchare, por rústico y torpe que sea, y de toda imposibilidad es imposible
dejar de alegrar y entretener, satisfacer y contentar la comedia que todas estas
partes tuviere mucho más que aquella que careciere dellas, como por la mayor
parte carecen estas que de ordinario agora se representan. Y no tienen la culpa desto
los poetas que las componen, porque algunos hay dellos que conocen muy bien en lo
que yerran y saben estremadamente lo que deben hacer, pero, como las comedias se
han hecho mercadería vendible, dicen, y dicen verdad, que los representantes
no se las comprarían si no fuesen de aquel jaez; y, así, el poeta procura
acomodarse con lo que el representante que le ha de pagar su obra le pide. Y que
esto sea verdad véase por muchas e infinitas comedias que ha compuesto un
felicísimo ingenio destos reinos con tanta gala, con tanto donaire, con tan
elegante verso, con tan buenas razones, con tan graves sentencias, y, finalmente,
tan llenas de elocución y alteza de estilo, que tiene lleno el mundo de su
fama; y por querer acomodarse al gusto de los representantes, no han llegado todas,
como han llegado algunas, al punto de la perfección que requieren. Otros las
componen tan sin mirar lo que hacen, que después de representadas tienen necesidad
los recitantes de huirse y ausentarse, temerosos de ser castigados, como lo han sido
muchas veces, por haber representado cosas en perjuicio de algunos reyes y en deshonra
de algunos linajes. Y todos estos inconvinientes cesarían, y aun otros muchos
más que no digo, con que hubiese en la corte una persona inteligente y discreta
que examinase todas las comedias antes que se representasen (no solo aquellas que
se hiciesen en la corte, sino todas las que se quisiesen representar en España),
sin la cual aprobación, sello y firma ninguna justicia en su lugar dejase
representar comedia alguna, y desta manera los comediantes tendrían cuidado
de enviar las comedias a la corte, y con seguridad podrían representallas,
y aquellos que las componen mirarían con más cuidado y estudio lo que
hacían, temerosos de haber de pasar sus obras por el riguroso examen de quien
lo entiende; y desta manera se harían buenas comedias y se conseguiría
felicísimamente lo que en ellas se pretende: así el entretenimiento
del pueblo como la opinión de los ingenios de España, el interés
y seguridad de los recitantes, y el ahorro del cuidado de castigallos. Y si se diese
cargo a otro, o a este mismo, que examinase los libros de caballerías que
de nuevo se compusiesen, sin duda podrían salir algunos con la perfección
que vuestra merced ha dicho, enriqueciendo nuestra lengua del agradable y precioso
tesoro de la elocuencia, dando ocasión que los libros viejos se escureciesen
a la luz de los nuevos que saliesen, para honesto pasatiempo, no solamente de los
ociosos, sino de los más ocupados, pues no es posible que esté continuo
el arco armado, ni la condición y flaqueza humana se pueda sustentar sin alguna
lícita recreación. |