Del estraño modo con que fue encantado don
Quijote de la Mancha, con otros famosos sucesos
Cuando don Quijote se vio de aquella manera enjaulado y encima del carro, dijo:
-Muchas y muy graves historias he yo leído de caballeros andantes, pero jamás
he leído, ni visto, ni oído que a los caballeros encantados los lleven
desta manera y con el espacio que prometen estos perezosos y tardíos animales,
porque siempre los suelen llevar por los aires con estraña ligereza, encerrados
en alguna parda y escura nube o en algún carro de fuego, o ya sobre algún
hipogrifo o otra bestia semejante; pero que me lleven a mí agora sobre un
carro de bueyes, ¡vive Dios que me pone en confusión! Pero quizá
la caballería y los encantos destos nuestros tiempos deben de seguir otro
camino que siguieron los antiguos. Y también podría ser que, como yo
soy nuevo caballero en el mundo, y el primero que ha resucitado el ya olvidado ejercicio
de la caballería aventurera, también nuevamente se hayan inventado
otros géneros de encantamentos y otros modos de llevar a los encantados. ¿Qué
te parece desto, Sancho hijo?
-No sé yo lo que me parece -respondió Sancho-, por no ser tan leído
como vuestra merced en las escrituras andantes; pero, con todo eso, osaría
afirmar y jurar que estas visiones que por aquí andan, que no son del todo
católicas.
-¿Católicas? ¡Mi padre! -respondió don Quijote-. ¿Cómo
han de ser católicas, si son todos demonios que han tomado cuerpos fantásticos
para venir a hacer esto y a ponerme en este estado? Y si quieres ver esta verdad,
tócalos y pálpalos, y verás como no tienen cuerpo sino de aire
y como no consiste más de en la apariencia.
-Par Dios, señor -replicó Sancho-, ya yo los he tocado, y este diablo
que aquí anda tan solícito es rollizo de carnes y tiene otra propiedad
muy diferente de la que yo he oído decir que tienen los demonios; porque,
según se dice, todos huelen a piedra azufre y a otros malos olores, pero este
huele a ámbar de media legua.
Decía esto Sancho por don Fernando, que, como tan señor, debía
de oler a lo que Sancho decía.
-No te maravilles deso, Sancho amigo -respondió don Quijote-, porque te hago
saber que los diablos saben mucho, y, puesto que traigan olores consigo, ellos no
huelen nada, porque son espíritus, y si huelen, no pueden oler cosas buenas,
sino malas y hidiondas. Y la razón es que como ellos dondequiera que están
traen el infierno consigo y no pueden recebir género de alivio alguno en sus
tormentos, y el buen olor sea cosa que deleita y contenta, no es posible que ellos
huelan cosa buena. Y si a ti te parece que ese demonio que dices huele a ámbar,
o tú te engañas o él quiere engañarte con hacer que no
le tengas por demonio.
Todos estos coloquios pasaron entre amo y criado; y temiendo don Fernando y Cardenio
que Sancho no viniese a caer del todo en la cuenta de su invención, a quien
andaba ya muy en los alcances, determinaron de abreviar con la partida, y llamando
aparte al ventero, le ordenaron que ensillase a Rocinante y enalbardase el jumento
de Sancho, el cual lo hizo con mucha presteza.
Ya en esto el cura se había concertado con los cuadrilleros que le acompañasen
hasta su lugar, dándoles un tanto cada día. Colgó Cardenio del
arzón de la silla de Rocinante, del un cabo, la adarga y, del otro, la bacía,
y por señas mandó a Sancho que subiese en su asno y tomase de las riendas
a Rocinante, y puso a los dos lados del carro a los dos cuadrilleros con sus escopetas.
Pero antes que se moviese el carro salió la ventera, su hija y Maritornes
a despedirse de don Quijote, fingiendo que lloraban de dolor de su desgracia; a quien
don Quijote dijo:
-No lloréis, mis buenas señoras, que todas estas desdichas son anexas
a los que profesan lo que yo profeso, y si estas calamidades no me acontecieran,
no me tuviera yo por famoso caballero andante, porque a los caballeros de poco nombre
y fama nunca les suceden semejantes casos, porque no hay en el mundo quien se acuerde
dellos: a los valerosos sí, que tienen envidiosos de su virtud y valentía
a muchos príncipes y a muchos otros caballeros, que procuran por malas vías
destruir a los buenos. Pero, con todo eso, la virtud es tan poderosa, que por sí
sola, a pesar de toda la nigromancía que supo su primer inventor Zoroastes,
saldrá vencedora de todo trance y dará de sí luz en el mundo
como la da el sol en el cielo. Perdonadme, fermosas damas, si algún desaguisado
por descuido mío os he fecho, que de voluntad y a sabiendas jamás le
di a nadie, y rogad a Dios me saque destas prisiones donde algún malintencionado
encantador me ha puesto: que si de ellas me veo libre, no se me caerá de la
memoria las mercedes que en este castillo me habedes fecho, para gratificallas, servillas
y recompensallas como ellas merecen.
En tanto que las damas del castillo esto pasaban con don Quijote, el cura y el barbero
se despidieron de don Fernando y sus camaradas y del capitán y de su hermano
y todas aquellas contentas señoras, especialmente de Dorotea y Luscinda. Todos
se abrazaron y quedaron de darse noticia de sus sucesos, diciendo don Fernando al
cura dónde había de escribirle para avisarle en lo que paraba don Quijote,
asegurándole que no habría cosa que más gusto le diese que saberlo,
y que él asimesmo le avisaría de todo aquello que él viese que
podría darle gusto, así de su casamiento como del bautismo de Zoraida
y suceso de don Luis y vuelta de Luscinda a su casa. El cura ofreció de hacer
cuanto se le mandaba, con toda puntualidad. Tornaron a abrazarse otra vez, y otra
vez tornaron a nuevos ofrecimientos.
El ventero se llegó al cura y le dio unos papeles, diciéndole que los
había hallado en un aforro de la maleta donde se halló la Novela del
Curioso impertinente, y que pues su dueño no había vuelto más
por allí, que se los llevase todos, que pues él no sabía leer,
no los quería. El cura se lo agradeció y, abriéndolos luego,
vio que al principio de lo escrito decía: Novela de Rinconete y Cortadillo,
por donde entendió ser alguna novela y coligió que, pues la del Curioso
impertinente había sido buena, que también lo sería aquella,
pues podría ser fuesen todas de un mesmo autor; y, así, la guardó,
con prosupuesto de leerla cuando tuviese comodidad.
Subió a caballo, y también su amigo el barbero, con sus antifaces,
porque no fuesen luego conocidos de don Quijote, y pusiéronse a caminar tras
el carro. Y la orden que llevaban era esta: iba primero el carro, guiándole
su dueño; a los dos lados iban los cuadrilleros, como se ha dicho, con sus
escopetas; seguía luego Sancho Panza sobre su asno, llevando de rienda a Rocinante.
Detrás de todo esto iban el cura y el barbero sobre sus poderosas mulas, cubiertos
los rostros como se ha dicho, con grave y reposado continente, no caminando más
de lo que permitía el paso tardo de los bueyes. Don Quijote iba sentado en
la jaula, las manos atadas, tendidos los pies y arrimado a las verjas, con tanto
silencio y tanta paciencia como si no fuera hombre de carne, sino estatua de piedra.
Y, así, con aquel espacio y silencio caminaron hasta dos leguas, que llegaron
a un valle, donde le pareció al boyero ser lugar acomodado para reposar y
dar pasto a los bueyes; y comunicándolo con el cura, fue de parecer el barbero
que caminasen un poco más, porque él sabía detrás de
un recuesto que cerca de allí se mostraba había un valle de más
yerba y mucho mejor que aquel donde parar querían. Tomóse el parecer
del barbero y, así, tornaron a proseguir su camino.
En esto volvió el cura el rostro y vio que a sus espaldas venían hasta
seis o siete hombres de a caballo, bien puestos y aderezados, de los cuales fueron
presto alcanzados, porque caminaban no con la flema y reposo de los bueyes, sino
como quien iba sobre mulas de canónigos y con deseo de llegar presto a sestear
a la venta que menos de una legua de allí se parecía. Llegaron los
diligentes a los perezosos y saludáronse cortésmente; y uno de los
que venían, que, en resolución, era canónigo de Toledo y señor
de los demás que le acompañaban, viendo la concertada procesión
del carro, cuadrilleros, Sancho, Rocinante, cura y barbero, y más a don Quijote
enjaulado y aprisionado, no pudo dejar de preguntar qué significaba llevar
aquel hombre de aquella manera, aunque ya se había dado a entender, viendo
las insignias de los cuadrilleros, que debía de ser algún facinoroso
salteador o otro delincuente cuyo castigo tocase a la Santa Hermandad. Uno de los
cuadrilleros, a quien fue hecha la pregunta, respondió ansí:
-Señor, lo que significa ir este caballero desta manera dígalo él,
porque nosotros no lo sabemos.
Oyó don Quijote la plática y dijo:
-¿Por dicha vuestras mercedes, señores caballeros, son versados y peritos
en esto de la caballería andante? Porque si lo son, comunicaré con
ellos mis desgracias, y si no, no hay para qué me canse en decillas.
Ya a este tiempo habían llegado el cura y el barbero, viendo que los caminantes
estaban en pláticas con don Quijote de la Mancha, para responder de modo que
no fuese descubierto su artificio.
El canónigo, a lo que don Quijote dijo, respondió:
-En verdad, hermano, que sé más de libros de caballerías que
de las Súmulas de Villalpando. Ansí que, si no está más
que en esto, seguramente podéis comunicar conmigo lo que quisiéredes.
-A la mano de Dios -replicó don Quijote-. Pues así es, quiero, señor
caballero, que sepades que yo voy encantado en esta jaula por envidia y fraude de
malos encantadores, que la virtud más es perseguida de los malos que amada
de los buenos. Caballero andante soy, y no de aquellos de cuyos nombres jamás
la fama se acordó para eternizarlos en su memoria, sino de aquellos que, a
despecho y pesar de la mesma envidia, y de cuantos magos crió Persia, bracmanes
la India, ginosofistas la Etiopia, ha de poner su nombre en el templo de la inmortalidad,
para que sirva de ejemplo y dechado en los venideros siglos, donde los caballeros
andantes vean los pasos que han de seguir, si quisieren llegar a la cumbre y alteza
honrosa de las armas.
-Dice verdad el señor don Quijote de la Mancha -dijo a esta sazón el
cura-, que él va encantado en esta carreta, no por sus culpas y pecados, sino
por la mala intención de aquellos a quien la virtud enfada y la valentía
enoja. Este es, señor, el Caballero de la Triste Figura, si ya le oístes
nombrar en algún tiempo, cuyas valerosas hazañas y grandes hechos serán
escritas en bronces duros y en eternos mármoles, por más que se canse
la envidia en escurecerlos y la malicia en ocultarlos.
Cuando el canónigo oyó hablar al preso y al libre en semejante estilo,
estuvo por hacerse la cruz de admirado y no podía saber lo que le había
acontecido, y en la mesma admiración cayeron todos los que con él venían.
En esto Sancho Panza, que se había acercado a oír la plática,
para adobarlo todo, dijo:
-Ahora, señores, quiéranme bien o quiéranme mal por lo que dijere,
el caso de ello es que así va encantado mi señor don Quijote como mi
madre: él tiene su entero juicio, él come y bebe y hace sus necesidades
como los demás hombres y como las hacía ayer, antes que le enjaulasen.
Siendo esto ansí, ¿cómo quieren hacerme a mí entender
que va encantado? Pues yo he oído decir a muchas personas que los encantados
ni comen, ni duermen, ni hablan, y mi amo, si no le van a la mano, hablará
más que treinta procuradores. |