Que trata de lo que más sucedió en
la venta y de otras muchas cosas dignas de saberse
Calló en diciendo esto el cautivo, a quien don Fernando dijo:
-Por cierto, señor capitán, el modo con que habéis contado este
estraño suceso ha sido tal, que iguala a la novedad y estrañeza del
mesmo caso: todo es peregrino y raro y lleno de accidentes que maravillan y suspenden
a quien los oye; y es de tal manera el gusto que hemos recebido en escuchalle, que
aunque nos hallara el día de mañana entretenidos en el mesmo cuento,
holgáramos que de nuevo se comenzara.
Y en diciendo esto don Fernando, Cardenio y todos los demás se le ofrecieron
con todo lo a ellos posible para servirle, con palabras y razones tan amorosas y
tan verdaderas, que el capitán se tuvo por bien satisfecho de sus voluntades.
Especialmente le ofreció don Fernando que si quería volverse con él,
que él haría que el marqués su hermano fuese padrino del bautismo
de Zoraida, y que él, por su parte, le acomodaría de manera que pudiese
entrar en su tierra con el autoridad y cómodo que a su persona se debía.
Todo lo agradeció cortesísimamente el cautivo, pero no quiso acetar
ninguno de sus liberales ofrecimientos.
En esto llegaba ya la noche, y al cerrar della llegó a la venta un coche,
con algunos hombres de a caballo. Pidieron posada; a quien la ventera respondió
que no había en toda la venta un palmo desocupado.
-Pues, aunque eso sea -dijo uno de los de a caballo que habían entrado-, no
ha de faltar para el señor oidor, que aquí viene.
A este nombre se turbó la güéspeda y dijo:
-Señor, lo que en ello hay es que no tengo camas: si es que su merced del
señor oidor la trae, que sí debe de traer, entre en buen hora, que
yo y mi marido nos saldremos de nuestro aposento por acomodar a su merced.
-Sea en buen hora -dijo el escudero.
Pero a este tiempo ya había salido del coche un hombre, que en el traje mostró
luego el oficio y cargo que tenía, porque la ropa luenga con las mangas arrocadas
que vestía mostraron ser oidor, como su criado había dicho. Traía
de la mano a una doncella, al parecer de hasta diez y seis años, vestida de
camino, tan bizarra, tan hermosa y tan gallarda, que a todos puso en admiración
su vista, de suerte que a no haber visto a Dorotea y a Luscinda y Zoraida, que en
la venta estaban, creyeran que otra tal hermosura como la desta doncella difícilmente
pudiera hallarse. Hallóse don Quijote al entrar del oidor y de la doncella,
y así como le vio dijo:
-Seguramente puede vuestra merced entrar y espaciarse en este castillo, que aunque
es estrecho y mal acomodado no hay estrecheza ni incomodidad en el mundo que no dé
lugar a las armas y a las letras, y más si las armas y letras traen por guía
y adalid a la fermosura, como la traen las letras de vuestra merced en esta fermosa
doncella, a quien deben no solo abrirse y manifestarse los castillos, sino apartarse
los riscos y devidirse y abajarse las montañas para dalle acogida. Entre vuestra
merced, digo, en este paraíso, que aquí hallará estrellas y
soles que acompañen el cielo que vuestra merced trae consigo, aquí
hallará las armas en su punto y la hermosura en su estremo.
Admirado quedó el oidor del razonamiento de don Quijote, a quien se puso a
mirar muy de propósito, y no menos le admiraba su talle que sus palabras;
y sin hallar ningunas con que respondelle, se tornó a admirar de nuevo cuando
vio delante de sí a Luscinda, Dorotea y a Zoraida, que a las nuevas de los
nuevos güéspedes, y a las que la ventera les había dado de la
hermosura de la doncella, habían venido a verla y a recebirla. Pero don Fernando,
Cardenio y el cura le hicieron más llanos y más cortesanos ofrecimientos.
En efecto, el señor oidor entró confuso, así de lo que veía
como de lo que escuchaba, y las hermosas de la venta dieron la bienllegada a la hermosa
doncella.
En resolución, bien echó de ver el oidor que era gente principal toda
la que allí estaba, pero el talle, visaje y la apostura de don Quijote le
desatinaba. Y habiendo pasado entre todos corteses ofrecimientos y tanteado la comodidad
de la venta, se ordenó lo que antes estaba ordenado: que todas las mujeres
se entrasen en el camaranchón ya referido, y que los hombres se quedasen fuera,
como en su guarda. Y, así, fue contento el oidor que su hija, que era la doncella,
se fuese con aquellas señoras, lo que ella hizo de muy buena gana. Y con parte
de la estrecha cama del ventero, y con la mitad de la que el oidor traía,
se acomodaron aquella noche mejor de lo que pensaban.
El cautivo, que desde el punto que vio al oidor, le dio saltos el corazón
y barruntos de que aquel era su hermano, preguntó a uno de los criados que
con él venían que cómo se llamaba y si sabía de qué
tierra era. El criado le respondió que se llamaba el licenciado Juan Pérez
de Viedma y que había oído decir que era de un lugar de las montañas
de León. Con esta relación y con lo que él había visto,
se acabó de confirmar de que aquel era su hermano, que había seguido
las letras, por consejo de su padre; y alborozado y contento, llamando aparte a don
Fernando, a Cardenio y al cura, les contó lo que pasaba, certificándoles
que aquel oidor era su hermano. Habíale dicho también el criado como
iba proveído por oidor a las Indias, en la Audiencia de México; supo
también como aquella doncella era su hija, de cuyo parto había muerto
su madre, y que él había quedado muy rico con el dote que con la hija
se le quedó en casa. Pidióles consejo qué modo tendría
para descubrirse o para conocer primero si, después de descubierto, su hermano,
por verle pobre, se afrentaba o le recebía con buenas entrañas.
-Déjeseme a mí el hacer esa experiencia -dijo el cura-; cuanto más
que no hay pensar sino que vos, señor capitán, seréis muy bien
recebido, porque el valor y prudencia que en su buen parecer descubre vuestro hermano
no da indicios de ser arrogante ni desconocido, ni que no ha de saber poner los casos
de la fortuna en su punto.
-Con todo eso -dijo el capitán-, yo querría no de improviso, sino por
rodeos, dármele a conocer.
-Ya os digo -respondió el cura- que yo lo trazaré de modo que todos
quedemos satisfechos.
Ya en esto estaba aderezada la cena, y todos se sentaron a la mesa, eceto el cautivo
y las señoras, que cenaron de por sí en su aposento. En la mitad de
la cena, dijo el cura:
-Del mesmo nombre de vuestra merced, señor oidor, tuve yo una camarada en
Costantinopla, donde estuve cautivo algunos años; la cual camarada era uno
de los valientes soldados y capitanes que había en toda la infantería
española, pero tanto cuanto tenía de esforzado y valeroso tenía
de desdichado.
-¿Y cómo se llamaba ese capitán, señor mío? -preguntó
el oidor.
-Llamábase -respondió el cura- Ruy Pérez de Viedma y era natural
de un lugar de las montañas de León, el cual me contó un caso
que a su padre con sus hermanos le había sucedido, que, a no contármelo
un hombre tan verdadero como él, lo tuviera por conseja de aquellas que las
viejas cuentan el invierno al fuego. Porque me dijo que su padre había dividido
su hacienda entre tres hijos que tenía, y les había dado ciertos consejos
mejores que los de Catón. Y sé yo decir que el que él escogió
de venir a la guerra le había sucedido tan bien, que en pocos años,
por su valor y esfuerzo, sin otro brazo que el de su mucha virtud, subió a
ser capitán de infantería y a verse en camino y predicamento de ser
presto maestre de campo. Pero fuele la fortuna contraria, pues donde la pudiera esperar
y tener buena, allí la perdió, con perder la libertad en la felicísima
jornada donde tantos la cobraron, que fue en la batalla de Lepanto. Yo la perdí
en la Goleta, y después, por diferentes sucesos, nos hallamos camaradas en
Costantinopla. Desde allí vino a Argel, donde sé que le sucedió
uno de los más estraños casos que en el mundo han sucedido.
De aquí fue prosiguiendo el cura, y con brevedad sucinta contó lo que
con Zoraida a su hermano había sucedido, a todo lo cual estaba tan atento
el oidor, que ninguna vez había sido tan oidor como entonces. Solo llegó
el cura al punto de cuando los franceses despojaron a los cristianos que en la barca
venían, y la pobreza y necesidad en que su camarada y la hermosa mora habían
quedado, de los cuales no había sabido en qué habían parado,
ni si habían llegado a España o llevádolos los franceses a Francia.
Todo lo que el cura decía estaba escuchando algo de allí desviado el
capitán, y notaba todos los movimientos que su hermano hacía; el cual,
viendo que ya el cura había llegado al fin de su cuento, dando un grande suspiro
y llenándosele los ojos de agua, dijo:
-¡Oh, señor, si supiésedes las nuevas que me habéis contado
y cómo me tocan tan en parte que me es forzoso dar muestras dello con estas
lágrimas que contra toda mi discreción y recato me salen por los ojos!
Ese capitán tan valeroso que decís es mi mayor hermano, el cual, como
más fuerte y de más altos pensamientos que yo ni otro hermano menor
mío, escogió el honroso y digno ejercicio de la guerra, que fue uno
de los tres caminos que nuestro padre nos propuso, según os dijo vuestra camarada
en la conseja que a vuestro parecer le oístes. Yo seguí el de las letras,
en las cuales Dios y mi diligencia me han puesto en el grado que me veis. Mi menor
hermano está en el Pirú, tan rico, que con lo que ha enviado a mi padre
y a mí ha satisfecho bien la parte que él se llevó, y aun dado
a las manos de mi padre con que poder hartar su liberalidad natural; y yo ansimesmo
he podido con más decencia y autoridad tratarme en mis estudios y llegar al
puesto en que me veo. Vive aún mi padre muriendo con el deseo de saber de
su hijo mayor, y pide a Dios con continuas oraciones no cierre la muerte sus ojos
hasta que él vea con vida a los de su hijo. Del cual me maravillo, siendo
tan discreto, cómo en tantos trabajos y afliciones, o prósperos sucesos,
se haya descuidado de dar noticia de sí a su padre: que si él lo supiera,
o alguno de nosotros, no tuviera necesidad de aguardar al milagro de la caña
para alcanzar su rescate. Pero de lo que yo agora me temo es de pensar si aquellos
franceses le habrán dado libertad o le habrán muerto por encubrir su
hurto. Esto todo será que yo prosiga mi viaje no con aquel contento con que
le comencé, sino con toda melancolía y tristeza. ¡Oh buen hermano
mío, y quién supiera agora dónde estabas, que yo te fuera a
buscar y a librar de tus trabajos, aunque fuera a costa de los míos! ¡Oh,
quién llevara nuevas a nuestro viejo padre de que tenías vida, aunque
estuvieras en las mazmorras más escondidas de Berbería, que de allí
te sacaran sus riquezas, las de mi hermano y las mías! ¡Oh Zoraida hermosa
y liberal, quién pudiera pagar el bien que a mi hermano hiciste! ¡Quién
pudiera hallarse al renacer de tu alma y a las bodas que tanto gusto a todos nos
dieran! |