Que trata del gracioso artificio y orden que se tuvo
en sacar a nuestro enamorado caballero de la asperísima penitencia en que
se había puesto
No hubo bien acabado el cura, cuando Sancho dijo:
-Pues, mía fe, señor licenciado, el que hizo esa fazaña fue
mi amo, y no porque yo no le dije antes y le avisé que mirase lo que hacía,
y que era pecado darles libertad, porque todos iban allí por grandísimos
bellacos.
-Majadero -dijo a esta sazón don Quijote-, a los caballeros andantes no les
toca ni atañe averiguar si los afligidos, encadenados y opresos que encuentran
por los caminos van de aquella manera o están en aquella angustia por sus
culpas o por sus gracias: solo le toca ayudarles como a menesterosos, poniendo los
ojos en sus penas, y no en sus bellaquerías. Yo topé un rosario y sarta
de gente mohína y desdichada, y hice con ellos lo que mi religión me
pide, y lo demás allá se avenga; y a quien mal le ha parecido, salvo
la santa dignidad del señor licenciado y su honrada persona, digo que sabe
poco de achaque de caballería y que miente como un hideputa y mal nacido:
y esto le haré conocer con mi espada, donde más largamente se contiene.
Y esto dijo afirmándose en los estribos y calándose el morrión,
porque la bacía de barbero, que a su cuenta era el yelmo de Mambrino, llevaba
colgado del arzón delantero, hasta adobarla del mal tratamiento que la hicieron
los galeotes.
Dorotea, que era discreta y de gran donaire, como quien ya sabía el menguado
humor de don Quijote y que todos hacían burla dél, sino Sancho Panza,
no quiso ser para menos y, viéndole tan enojado, le dijo:
-Señor caballero, miémbresele a la vuestra merced el don que me tiene
prometido, y que conforme a él no puede entremeterse en otra aventura, por
urgente que sea. Sosiegue vuestra merced el pecho, que si el señor licenciado
supiera que por ese invicto brazo habían sido librados los galeotes, él
se diera tres puntos en la boca, y aun se mordiera tres veces la lengua, antes que
haber dicho palabra que en despecho de vuestra merced redundara.
-Eso juro yo bien -dijo el cura-, y aun me hubiera quitado un bigote.
-Yo callaré, señora mía -dijo don Quijote-, y reprimiré
la justa cólera que ya en mi pecho se había levantado, y iré
quieto y pacífico hasta tanto que os cumpla el don prometido; pero en pago
deste buen deseo os suplico me digáis, si no se os hace de mal, cuál
es la vuestra cuita, y cuántas, quiénes y cuáles son las personas
de quien os tengo de dar debida, satisfecha y entera venganza.
-Eso haré yo de gana -respondió Dorotea-, si es que no os enfadan oír
lástimas y desgracias.
-No enfadará, señora mía -respondió don Quijote.
A lo que respondió Dorotea:
-Pues así es, esténme vuestras mercedes atentos.
No hubo ella dicho esto, cuando Cardenio y el barbero se le pusieron al lado, deseosos
de ver cómo fingía su historia la discreta Dorotea, y lo mismo hizo
Sancho, que tan engañado iba con ella como su amo. Y ella, después
de haberse puesto bien en la silla y prevenídose con toser y hacer otros ademanes
con mucho donaire, comenzó a decir desta manera:
-Primeramente, quiero que vuestras mercedes sepan, señores míos, que
a mí me llaman...
Y detúvose aquí un poco porque se le olvidó el nombre que el
cura le había puesto; pero él acudió al remedio, porque entendió
en lo que reparaba, y dijo:
-No es maravilla, señora mía, que la vuestra grandeza se turbe y empache
contando sus desventuras, que ellas suelen ser tales, que muchas veces quitan la
memoria a los que maltratan, de tal manera que aun de sus mesmos nombres no se les
acuerda, como han hecho con vuestra gran señoría, que se ha olvidado
que se llama la princesa Micomicona, legítima heredera del gran reino Micomicón;
y con este apuntamiento puede la vuestra grandeza reducir ahora fácilmente
a su lastimada memoria todo aquello que contar quisiere.
-Así es la verdad -respondió la doncella-, y desde aquí adelante
creo que no será menester apuntarme nada, que yo saldré a buen puerto
con mi verdadera historia. La cual es que el rey mi padre, que se llamaba Tinacrio
el Sabidor, fue muy docto en esto que llaman el arte mágica y alcanzó
por su ciencia que mi madre, que se llamaba la reina Jaramilla, había de morir
primero que él, y que de allí a poco tiempo él también
había de pasar desta vida y yo había de quedar huérfana de padre
y madre. Pero decía él que no le fatigaba tanto esto cuanto le ponía
en confusión saber por cosa muy cierta que un descomunal gigante, señor
de una grande ínsula que casi alinda con nuestro reino, llamado Pandafilando
de la Fosca Vista, porque es cosa averiguada que, aunque tiene los ojos en su lugar
y derechos, siempre mira al revés, como si fuese bizco, y esto lo hace él
de maligno y por poner miedo y espanto a los que mira, digo que supo que este gigante,
en sabiendo mi orfandad, había de pasar con gran poderío sobre mi reino
y me lo había de quitar todo, sin dejarme una pequeña aldea donde me
recogiese, pero que podía escusar toda esta ruina y desgracia si yo me quisiese
casar con él, mas, a lo que él entendía, jamás pensaba
que me vendría a mí en voluntad de hacer tan desigual casamiento; y
dijo en esto la pura verdad, porque jamás me ha pasado por el pensamiento
casarme con aquel gigante, pero ni con otro alguno, por grande y desaforado que fuese.
Dijo también mi padre que después que él fuese muerto y viese
yo que Pandafilando comenzaba a pasar sobre mi reino, que no aguardase a ponerme
en defensa, porque sería destruirme, sino que libremente le dejase desembarazado
el reino, si quería escusar la muerte y total destruición de mis buenos
y leales vasallos, porque no había de ser posible defenderme de la endiablada
fuerza del gigante; sino que luego, con algunos de los míos, me pusiese en
camino de las Españas, donde hallaría el remedio de mis males hallando
a un caballero andante cuya fama en este tiempo se estendería por todo este
reino, el cual se había de llamar, si mal no me acuerdo, don Azote o don Gigote.
-Don Quijote diría, señora -dijo a esta sazón Sancho Panza-,
o por otro nombre el Caballero de la Triste Figura.
-Así es la verdad -dijo Dorotea-. Dijo más: que había de ser
alto de cuerpo, seco de rostro, y que en el lado derecho, debajo del hombro izquierdo,
o por allí junto, había de tener un lunar pardo con ciertos cabellos
a manera de cerdas.
En oyendo esto don Quijote, dijo a su escudero:
-Ten aquí, Sancho, hijo, ayúdame a desnudar, que quiero ver si soy
el caballero que aquel sabio rey dejó profetizado.
-Pues ¿para qué quiere vuestra merced desnudarse? -dijo Dorotea.
-Para ver si tengo ese lunar que vuestro padre dijo -respondió don Quijote.
-No hay para qué desnudarse -dijo Sancho-, que yo sé que tiene vuestra
merced un lunar desas señas en la mitad del espinazo, que es señal
de ser hombre fuerte.
-Eso basta -dijo Dorotea-, porque con los amigos no se ha de mirar en pocas cosas,
y que esté en el hombro o que esté en el espinazo importa poco: basta
que haya lunar, y esté donde estuviere, pues todo es una mesma carne; y sin
duda acertó mi buen padre en todo, y yo he acertado en encomendarme al señor
don Quijote, que él es por quien mi padre dijo, pues las señales del
rostro vienen con las de la buena fama que este caballero tiene, no solo en España,
pero en toda la Mancha, pues apenas me hube desembarcado en Osuna cuando oí
decir tantas hazañas suyas, que luego me dio el alma que era el mesmo que
venía a buscar.
-Pues ¿cómo se desembarcó vuestra merced en Osuna, señora
mía -preguntó don Quijote-, si no es puerto de mar?
Mas antes que Dorotea respondiese, tomó el cura la mano y dijo:
-Debe de querer decir la señora princesa que después que desembarcó
en Málaga la primera parte donde oyó nuevas de vuestra merced fue en
Osuna.
-Eso quise decir -dijo Dorotea.
-Y esto lleva camino -dijo el cura-, y prosiga vuestra majestad adelante.
-No hay que proseguir -respondió Dorotea-, sino que finalmente mi suerte ha
sido tan buena en hallar al señor don Quijote, que ya me cuento y tengo por
reina y señora de todo mi reino, pues él por su cortesía y magnificencia
me ha prometido el don de irse conmigo dondequiera que yo le llevare, que no será
a otra parte que a ponerle delante de Pandafilando de la Fosca Vista, para que le
mate y me restituya lo que tan contra razón me tiene usurpado; que todo esto
ha de suceder a pedir de boca, pues así lo dejó profetizado Tinacrio
el Sabidor, mi buen padre, el cual también dejó dicho, y escrito en
letras caldeas o griegas, que yo no las sé leer, que si este caballero de
la profecía, después de haber degollado al gigante, quisiese casarse
conmigo, que yo me otorgase luego sin réplica alguna por su legítima
esposa y le diese la posesión de mi reino junto con la de mi persona.
-¿Qué te parece, Sancho amigo? -dijo a este punto don Quijote-. ¿No
oyes lo que pasa? ¿No te lo dije yo? Mira si tenemos ya reino que mandar y
reina con quien casar.
-¡Eso juro yo -dijo Sancho- para el puto que no se casare en abriendo el gaznatico
al señor Pandahilado! Pues ¡monta que es mala la reina! ¡Así
se me vuelvan las pulgas de la cama!
Y diciendo esto, dio dos zapatetas en el aire, con muestras de grandísimo
contento, y luego fue a tomar las riendas de la mula de Dorotea, y haciéndola
detener se hincó de rodillas ante ella, suplicándole le diese las manos
para besárselas, en señal que la recibía por su reina y señora.
¿Quién no había de reír de los circustantes, viendo la
locura del amo y la simplicidad del criado? En efecto, Dorotea se las dio, y le prometió
de hacerle gran señor en su reino, cuando el cielo le hiciese tanto bien,
que se lo dejase cobrar y gozar. Agradecióselo Sancho con tales palabras,
que renovó la risa en todos.
-Esta, señores -prosiguió Dorotea-, es mi historia. Solo resta por
deciros que de cuanta gente de acompañamiento saqué de mi reino no
me ha quedado sino solo este bien barbado escudero, porque todos se anegaron en una
gran borrasca que tuvimos a vista del puerto, y él y yo salimos en dos tablas
a tierra, como por milagro: y así es todo milagro y misterio el discurso de
mi vida, como lo habréis notado. Y si en alguna cosa he andado demasiada,
o no tan acertada como debiera, echad la culpa a lo que el señor licenciado
dijo al principio de mi cuento: que los trabajos continuos y extraordinarios quitan
la memoria al que los padece. |