Que trata de la discreción de la hermosa Dorotea,
con otras cosas de mucho gusto y pasatiempo
-Esta es, señores, la verdadera historia de mi tragedia: mirad y juzgad ahora
si los suspiros que escuchastes, las palabras que oístes y las lágrimas
que de mis ojos salían tenían ocasión bastante para mostrarse
en mayor abundancia; y, considerada la calidad de mi desgracia, veréis que
será en vano el consuelo, pues es imposible el remedio della. Solo os ruego,
lo que con facilidad podréis y debéis hacer, que me aconsejéis
dónde podré pasar la vida sin que me acabe el temor y sobresalto que
tengo de ser hallada de los que me buscan; que aunque sé que el mucho amor
que mis padres me tienen me asegura que seré dellos bien recebida, es tanta
la vergüenza que me ocupa solo el pensar que no como ellos pensaban tengo de
parecer a su presencia, que tengo por mejor desterrarme para siempre de ser vista
que no verles el rostro con pensamiento que ellos miran el mío ajeno de la
honestidad que de mí se debían de tener prometida.
Calló en diciendo esto, y el rostro se le cubrió de un color que mostró
bien claro el sentimiento y vergüenza del alma. En las suyas sintieron los que
escuchado la habían tanta lástima como admiración de su desgracia;
y aunque luego quisiera el cura consolarla y aconsejarla, tomó primero la
mano Cardenio, diciendo:
-En fin, señora, que tú eres la hermosa Dorotea, la hija única
del rico Clenardo.
Admirada quedó Dorotea cuando oyó el nombre de su padre, y de ver cuán
de poco era el que le nombraba, porque ya se ha dicho de la mala manera que Cardenio
estaba vestido, y así, le dijo:
-¿Y quién sois vos, hermano, que así sabéis el nombre
de mi padre? Porque yo, hasta ahora, si mal no me acuerdo, en todo el discurso del
cuento de mi desdicha no le he nombrado.
-Soy -respondió Cardenio- aquel sin ventura que, según vos, señora,
habéis dicho, Luscinda dijo que era su esposa. Soy el desdichado Cardenio,
a quien el mal término de aquel que a vos os ha puesto en el que estáis
me ha traído a que me veáis cual me veis, roto, desnudo, falto de todo
humano consuelo y, lo que es peor de todo, falto de juicio, pues no le tengo sino
cuando al cielo se le antoja dármele por algún breve espacio. Yo, Dorotea,
soy el que me hallé presente a las sinrazones de don Fernando, y el que aguardó
oír el sí que de ser su esposa pronunció Luscinda. Yo soy el
que no tuvo ánimo para ver en qué paraba su desmayo, ni lo que resultaba
del papel que le fue hallado en el pecho, porque no tuvo el alma sufrimiento para
ver tantas desventuras juntas; y, así, dejé la casa y la paciencia,
y una carta que dejé a un huésped mío, a quien rogué
que en manos de Luscinda la pusiese, y víneme a estas soledades, con intención
de acabar en ellas la vida, que desde aquel punto aborrecí, como mortal enemiga
mía. Mas no ha querido la suerte quitármela, contentándose con
quitarme el juicio, quizá por guardarme para la buena ventura que he
tenido en hallaros; pues siendo verdad, como creo que lo es, lo que aquí habéis
contado, aún podría ser que a entrambos nos tuviese el cielo guardado
mejor suceso en nuestros desastres que nosotros pensamos. Porque, presupuesto que
Luscinda no puede casarse con don Fernando, por ser mía, ni don Fernando con
ella, por ser vuestro, y haberlo ella tan manifiestamente declarado, bien podemos
esperar que el cielo nos restituya lo que es nuestro, pues está todavía
en ser y no se ha enajenado ni deshecho. Y pues este consuelo tenemos, nacido no
de muy remota esperanza, ni fundado en desvariadas imaginaciones, suplícoos,
señora, que toméis otra resolución en vuestros honrados pensamientos,
pues yo la pienso tomar en los míos, acomodándoos a esperar mejor fortuna;
que yo os juro por la fe de caballero y de cristiano de no desampararos hasta veros
en poder de don Fernando, y que cuando con razones no le pudiere atraer a que conozca
lo que os debe, de usar entonces la libertad que me concede el ser caballero y poder
con justo título desafialle, en razón de la sinrazón que os
hace, sin acordarme de mis agravios, cuya venganza dejaré al cielo, por acudir
en la tierra a los vuestros.
Con lo que Cardenio dijo, se acabó de admirar Dorotea, y, por no saber qué
gracias volver a tan grandes ofrecimientos, quiso tomarle los pies para besárselos;
mas no lo consintió Cardenio, y el licenciado respondió por entrambos
y aprobó el buen discurso de Cardenio y, sobre todo, les rogó, aconsejó
y persuadió que se fuesen con él a su aldea, donde se podrían
reparar de las cosas que les faltaban, y que allí se daría orden como
buscar a don Fernando o como llevar a Dorotea a sus padres o hacer lo que más
les pareciese conveniente. Cardenio y Dorotea se lo agradecieron, y acetaron la merced
que se les ofrecía. El barbero, que a todo había estado suspenso y
callado, hizo también su buena plática y se ofreció con no menos
voluntad que el cura a todo aquello que fuese bueno para servirles.
Contó asimesmo con brevedad la causa que allí los había traído,
con la estrañeza de la locura de don Quijote, y como aguardaban a su escudero,
que había ido a buscalle. Vínosele a la memoria a Cardenio, como por
sueños, la pendencia que con don Quijote había tenido, y contóla
a los demás, mas no supo decir por qué causa fue su quistión.
En esto oyeron voces y conocieron que el que las daba era Sancho Panza, que, por
no haberlos hallado en el lugar donde los dejó, los llamaba a voces. Saliéronle
al encuentro, y, preguntándole por don Quijote, les dijo como le había
hallado desnudo en camisa, flaco, amarillo y muerto de hambre, y suspirando por su
señora Dulcinea; y que puesto que le había dicho que ella le mandaba
que saliese de aquel lugar y se fuese al del Toboso, donde le quedaba esperando,
había respondido que estaba determinado de no parecer ante su fermosura fasta
que hobiese fecho fazañas que le ficiesen digno de su gracia; y que si aquello
pasaba adelante, corría peligro de no venir a ser emperador, como estaba obligado,
ni aun arzobispo, que era lo menos que podía ser: por eso, que mirasen lo
que se había de hacer para sacarle de allí.
El licenciado le respondió que no tuviese pena, que ellos le sacarían
de allí, mal que le pesase. Contó luego a Cardenio y a Dorotea lo que
tenían pensado para remedio de don Quijote, a lo menos para llevarle a su
casa. A lo cual dijo Dorotea que ella haría la doncella menesterosa mejor
que el barbero, y más, que tenía allí vestidos con que hacerlo
al natural, y que la dejasen el cargo de saber representar todo aquello que fuese
menester para llevar adelante su intento, porque ella había leído muchos
libros de caballerías y sabía bien el estilo que tenían las
doncellas cuitadas cuando pedían sus dones a los andantes caballeros.
-Pues no es menester más -dijo el cura-, sino que luego se ponga por obra,
que, sin duda, la buena suerte se muestra en favor nuestro, pues, tan sin pensarlo,
a vosotros, señores, se os ha comenzado a abrir puerta para vuestro remedio,
y a nosotros se nos ha facilitado la que habíamos menester.
Sacó luego Dorotea de su almohada una saya entera de cierta telilla rica y
una mantellina de otra vistosa tela verde, y de una cajita, un collar y otras joyas,
con que en un instante se adornó de manera que una rica y gran señora
parecía. Todo aquello, y más, dijo que había sacado de su casa
para lo que se ofreciese, y que hasta entonces no se le había ofrecido ocasión
de habello menester. A todos contentó en estremo su mucha gracia, donaire
y hermosura, y confirmaron a don Fernando por de poco conocimiento, pues tanta belleza
desechaba.
Pero el que más se admiró fue Sancho Panza, por parecerle, como era
así verdad, que en todos los días de su vida había visto tan
hermosa criatura; y, así, preguntó al cura con grande ahínco
le dijese quién era aquella tan fermosa señora y qué era lo
que buscaba por aquellos andurriales.
-Esta hermosa señora -respondió el cura-, Sancho hermano, es, como
quien no dice nada, es la heredera por línea recta de varón del gran
reino de Micomicón, la cual viene en busca de vuestro amo a pedirle un don,
el cual es que le desfaga un tuerto o agravio que un mal gigante le tiene fecho;
y a la fama que de buen caballero vuestro amo tiene por todo lo descubierto, de Guinea
ha venido a buscarle esta princesa.
-Dichosa buscada y dichoso hallazgo -dijo a esta sazón Sancho Panza-, y más
si mi amo es tan venturoso que desfaga ese agravio y enderece ese tuerto, matando
a ese hideputa dese gigante que vuestra merced dice, que sí matará
si él le encuentra, si ya no fuese fantasma, que contra las fantasmas no tiene
mi señor poder alguno. Pero una cosa quiero suplicar a vuestra merced entre
otras, señor licenciado, y es que porque a mi amo no le tome gana de ser arzobispo,
que es lo que yo temo, que vuestra merced le aconseje que se case luego con esta
princesa, y así quedará imposibilitado de recebir órdenes arzobispales
y vendrá con facilidad a su imperio, y yo al fin de mis deseos; que yo he
mirado bien en ello y hallo por mi cuenta que no me está bien que mi amo sea
arzobispo, porque yo soy inútil para la Iglesia, pues soy casado, y andarme
ahora a traer dispensaciones para poder tener renta por la Iglesia, teniendo como
tengo mujer y hijos, sería nunca acabar. Así que, señor, todo
el toque está en que mi amo se case luego con esta señora, que hasta
ahora no sé su gracia y, así, no la llamo por su nombre.
-Llámase -respondió el cura- la princesa Micomicona, porque, llamándose
su reino Micomicón, claro está que ella se ha de llamar así.
-No hay duda en eso -respondió Sancho-, que yo he visto a muchos tomar el
apellido y alcurnia del lugar donde nacieron, llamándose Pedro de Alcalá,
Juan de Úbeda y Diego de Valladolid, y esto mesmo se debe de usar allá
en Guinea, tomar las reinas los nombres de sus reinos.
-Así debe de ser -dijo el cura-; y en lo del casarse vuestro amo, yo haré
en ello todos mis poderíos.
Con lo que quedó tan contento Sancho cuanto el cura admirado de su simplicidad
y de ver cuán encajados tenía en la fantasía los mesmos disparates
que su amo, pues sin alguna duda se daba a entender que había de venir a ser
emperador.
Ya en esto se había puesto Dorotea sobre la mula del cura y el barbero se
había acomodado al rostro la barba de la cola de buey, y dijeron a Sancho
que los guiase adonde don Quijote estaba (al cual advirtieron que no dijese que conocía
al licenciado ni al barbero, porque en no conocerlos consistía todo el toque
de venir a ser emperador su amo), puesto que ni el cura ni Cardenio quisieron ir
con ellos, porque no se le acordase a don Quijote la pendencia que con Cardenio había
tenido, y el cura, porque no era menester por entonces su presencia, y, así,
los dejaron ir delante, y ellos los fueron siguiendo a pie, poco a poco. No dejó
de avisar el cura lo que había de hacer Dorotea; a lo que ella dijo que descuidasen,
que todo se haría sin faltar punto, como lo pedían y pintaban los libros
de caballerías.
Tres cuartos de legua habrían andado, cuando descubrieron a don Quijote entre
unas intricadas peñas, ya vestido, aunque no armado, y así como Dorotea
le vio y fue informada de Sancho que aquel era don Quijote, dio del azote a su palafrén,
siguiéndole el bien barbado barbero; y en llegando junto a él, el escudero
se arrojó de la mula y fue a tomar en los brazos a Dorotea, la cual, apeándose
con grande desenvoltura, se fue a hincar de rodillas ante las de don Quijote; y aunque
él pugnaba por levantarla, ella, sin levantarse, le fabló en esta guisa:
-De aquí no me levantaré, ¡oh valeroso y esforzado caballero!,
fasta que la vuestra bondad y cortesía me otorgue un don, el cual redundará
en honra y prez de vuestra persona y en pro de la más desconsolada y agraviada
doncella que el sol ha visto. Y si es que el valor de vuestro fuerte brazo corresponde
a la voz de vuestra inmortal fama, obligado estáis a favorecer a la sin ventura
que de tan lueñes tierras viene, al olor de vuestro famoso nombre, buscándoos
para remedio de sus desdichas.
-No os responderé palabra, fermosa señora -respondió don Quijote-,
ni oiré más cosa de vuestra facienda, fasta que os levantéis
de tierra.
-No me levantaré, señor -respondió la afligida doncella-, si
primero por la vuestra cortesía no me es otorgado el don que pido.
-Yo vos le otorgo y concedo -respondió don Quijote-, como no se haya de cumplir
en daño o mengua de mi rey, de mi patria y de aquella que de mi corazón
y libertad tiene la llave.
-No será en daño ni en mengua de los que decís, mi buen señor
-replicó la dolorosa doncella.
Y estando en esto se llegó Sancho Panza al oído de su señor
y muy pasito le dijo: |