Que trata de la nueva y agradable aventura que al
cura y barbero sucedió en la mesma sierra
Felicísimos y venturosos fueron los tiempos donde se echó al mundo
el audacísimo caballero don Quijote de la Mancha, pues por haber tenido tan
honrosa determinación como fue el querer resucitar y volver al mundo la ya
perdida y casi muerta orden de la andante caballería gozamos ahora en esta
nuestra edad, necesitada de alegres entretenimientos, no solo de la dulzura de su
verdadera historia, sino de los cuentos y episodios della, que en parte no son menos
agradables y artificiosos y verdaderos que la misma historia; la cual prosiguiendo
su rastrillado, torcido y aspado hilo, cuenta que así como el cura comenzó
a prevenirse para consolar a Cardenio, lo impidió una voz que llegó
a sus oídos, que, con tristes acentos, decía desta manera:
-¡Ay, Dios! ¡Si será posible que he ya hallado lugar que pueda
servir de escondida sepultura a la carga pesada deste cuerpo, que tan contra mi voluntad
sostengo! Sí será, si la soledad que prometen estas sierras no me miente.
¡Ay, desdichada, y cuán más agradable compañía
harán estos riscos y malezas a mi intención, pues me darán lugar
para que con quejas comunique mi desgracia al cielo, que no la de ningún hombre
humano, pues no hay ninguno en la tierra de quien se pueda esperar consejo en las
dudas, alivio en las quejas, ni remedio en los males!
Todas estas razones oyeron y percibieron el cura y los que con él estaban,
y por parecerles, como ello era, que allí junto las decían, se levantaron
a buscar el dueño, y no hubieron andado veinte pasos, cuando detrás
de un peñasco vieron sentado al pie de un fresno a un mozo vestido como labrador,
al cual, por tener inclinado el rostro, a causa de que se lavaba los pies en el arroyo
que por allí corría, no se le pudieron ver por entonces, y ellos llegaron
con tanto silencio, que dél no fueron sentidos, ni él estaba a otra
cosa atento que a lavarse los pies, que eran tales, que no parecían sino dos
pedazos de blanco cristal que entre las otras piedras del arroyo se habían
nacido. Suspendióles la blancura y belleza de los pies, pareciéndoles
que no estaban hechos a pisar terrones, ni a andar tras el arado y los bueyes, como
mostraba el hábito de su dueño; y así, viendo que no habían
sido sentidos, el cura, que iba delante, hizo señas a los otros dos que se
agazapasen o escondiesen detrás de unos pedazos de peña que allí
había, y así lo hicieron todos, mirando con atención lo que
el mozo hacía, el cual traía puesto un capotillo pardo de dos haldas,
muy ceñido al cuerpo con una toalla blanca. Traía ansimesmo unos calzones
y polainas de paño pardo, y en la cabeza una montera parda. Tenía las
polainas levantadas hasta la mitad de la pierna, que sin duda alguna de blanco alabastro
parecía. Acabóse de lavar los hermosos pies, y luego, con un paño
de tocar, que sacó debajo de la montera, se los limpió; y al querer
quitársele, alzó el rostro, y tuvieron lugar los que mirándole
estaban de ver una hermosura incomparable, tal, que Cardenio dijo al cura, con voz
baja:
-Esta, ya que no es Luscinda, no es persona humana, sino divina.
El mozo se quitó la montera, y, sacudiendo la cabeza a una y a otra parte,
se comenzaron a descoger y desparcir unos cabellos que pudieran los del sol tenerles
envidia. Con esto conocieron que el que parecía labrador era mujer, y delicada,
y aun la más hermosa que hasta entonces los ojos de los dos habían
visto, y aun los de Cardenio si no hubieran mirado y conocido a Luscinda: que después
afirmó que sola la belleza de Luscinda podía contender con aquella.
Los luengos y rubios cabellos no solo le cubrieron las espaldas, mas toda en torno
la escondieron debajo de ellos, que si no eran los pies, ninguna otra cosa de su
cuerpo se parecía: tales y tantos eran. En esto les sirvió de peine
unas manos, que si los pies en el agua habían parecido pedazos de cristal,
las manos en los cabellos semejaban pedazos de apretada nieve; todo lo cual en más
admiración y en más deseo de saber quién era ponía a
los tres que la miraban.
Por esto determinaron de mostrarse; y al movimiento que hicieron de ponerse en pie,
la hermosa moza alzó la cabeza y, apartándose los cabellos de delante
de los ojos con entrambas manos, miró los que el ruido hacían, y apenas
los hubo visto, cuando se levantó en pie y, sin aguardar a calzarse ni a recoger
los cabellos, asió con mucha presteza un bulto, como de ropa, que junto a
sí tenía, y quiso ponerse en huida, llena de turbación y sobresalto;
mas no hubo dado seis pasos, cuando, no pudiendo sufrir los delicados pies la aspereza
de las piedras, dio consigo en el suelo. Lo cual visto por los tres, salieron a ella,
y el cura fue el primero que le dijo:
-Deteneos, señora, quienquiera que seáis, que los que aquí veis
solo tienen intención de serviros: no hay para qué os pongáis
en tan impertinente huida, porque ni vuestros pies lo podrán sufrir, ni nosotros
consentir.
A todo esto ella no respondía palabra, atónita y confusa. Llegaron,
pues, a ella, y, asiéndola por la mano, el cura prosiguió diciendo:
-Lo que vuestro traje, señora, nos niega, vuestros cabellos nos descubren:
señales claras que no deben de ser de poco momento las causas que han disfrazado
vuestra belleza en hábito tan indigno, y traídola a tanta soledad como
es esta, en la cual ha sido ventura el hallaros, si no para dar remedio a vuestros
males, a lo menos para darles consejo, pues ningún mal puede fatigar tanto
ni llegar tan al estremo de serlo (mientras no acaba la vida), que rehúya
de no escuchar siquiera el consejo que con buena intención se le da al que
lo padece. Así que, señora mía, o señor mío, o
lo que vos quisierdes ser, perded el sobresalto que nuestra vista os ha causado y
contadnos vuestra buena o mala suerte, que en nosotros juntos, o en cada uno, hallaréis
quien os ayude a sentir vuestras desgracias.
En tanto que el cura decía estas razones estaba la disfrazada moza como embelesada,
mirándolos a todos, sin mover labio ni decir palabra alguna, bien así
como rústico aldeano que de improviso se le muestran cosas raras y dél
jamás vistas. Mas volviendo el cura a decirle otras razones al mesmo efeto
encaminadas, dando ella un profundo suspiro, rompió el silencio y dijo:
-Pues que la soledad destas sierras no ha sido parte para encubrirme, ni la soltura
de mis descompuestos cabellos no ha permitido que sea mentirosa mi lengua, en balde
sería fingir yo de nuevo ahora lo que, si se me creyese, sería más
por cortesía que por otra razón alguna. Presupuesto esto, digo, señores,
que os agradezco el ofrecimiento que me habéis hecho, el cual me ha puesto
en obligación de satisfaceros en todo lo que me habéis pedido, puesto
que temo que la relación que os hiciere de mis desdichas os ha de causar,
al par de la compasión, la pesadumbre, porque no habéis de hallar remedio
para remediarlas, ni consuelo para entretenerlas. Pero con todo esto, porque no ande
vacilando mi honra en vuestras intenciones, habiéndome ya conocido por mujer
y viéndome moza, sola y en este traje, cosas todas juntas y cada una por sí
que pueden echar por tierra cualquier honesto crédito, os habré de
decir lo que quisiera callar, si pudiera.
Todo esto dijo sin parar la que tan hermosa mujer parecía, con tan suelta
lengua, con voz tan suave, que no menos les admiró su discreción que
su hermosura. Y tornándole a hacer nuevos ofrecimientos y nuevos ruegos para
que lo prometido cumpliese, ella, sin hacerse más de rogar, calzándose
con toda honestidad y recogiendo sus cabellos, se acomodó en el asiento de
una piedra, y, puestos los tres alrededor della, haciéndose fuerza por detener
algunas lágrimas que a los ojos se le venían, con voz reposada y clara
comenzó la historia de su vida desta manera:
-En esta Andalucía hay un lugar de quien toma título un duque, que
le hace uno de los que llaman «grandes» en España. Este tiene
dos hijos: el mayor, heredero de su estado y, al parecer, de sus buenas costumbres;
y el menor no sé yo de qué sea heredero, sino de las traiciones de
Vellido y de los embustes de Galalón. Deste señor son vasallos mis
padres, humildes en linaje, pero tan ricos, que si los bienes de su naturaleza igualaran
a los de su fortuna, ni ellos tuvieran más que desear ni yo temiera verme
en la desdicha en que me veo, porque quizá nace mi poca ventura de la que
no tuvieron ellos en no haber nacido ilustres. Bien es verdad que no son tan bajos
que puedan afrentarse de su estado, ni tan altos que a mí me quiten la imaginación
que tengo de que de su humildad viene mi desgracia. Ellos, en fin, son labradores,
gente llana, sin mezcla de alguna raza malsonante y, como suele decirse, cristianos
viejos ranciosos, pero tan ricos, que su riqueza y magnífico trato les va
poco a poco adquiriendo nombre de hidalgos, y aun de caballeros, puesto que de la
mayor riqueza y nobleza que ellos se preciaban era de tenerme a mí por hija;
y así por no tener otra ni otro que los heredase como por ser padres y aficionados,
yo era una de las más regaladas hijas que padres jamás regalaron. Era
el espejo en que se miraban, el báculo de su vejez y el sujeto a quien encaminaban,
midiéndolos con el cielo, todos sus deseos, de los cuales, por ser ellos tan
buenos, los míos no salían un punto. Y del mismo modo que yo era señora
de sus ánimos, ansí lo era de su hacienda: por mí se recebían
y despedían los criados; la razón y cuenta de lo que se sembraba y
cogía pasaba por mi mano, los molinos de aceite, los lagares del vino, el
número del ganado mayor y menor, el de las colmenas; finalmente, de todo aquello
que un tan rico labrador como mi padre puede tener y tiene, tenía yo la cuenta
y era la mayordoma y señora, con tanta solicitud mía y con tanto gusto
suyo, que buenamente no acertaré a encarecerlo. Los ratos que del día
me quedaban después de haber dado lo que convenía a los mayorales,
a capataces y a otros jornaleros, los entretenía en ejercicios que son a las
doncellas tan lícitos como necesarios, como son los que ofrece la aguja y
la almohadilla, y la rueca muchas veces; y si alguna, por recrear el ánimo,
estos ejercicios dejaba, me acogía al entretenimiento de leer algún
libro devoto, o a tocar una harpa, porque la experiencia me mostraba que la música
compone los ánimos descompuestos y alivia los trabajos que nacen del espíritu.
Esta, pues, era la vida que yo tenía en casa de mis padres, la cual si tan
particularmente he contado no ha sido por ostentación ni por dar a entender
que soy rica, sino porque se advierta cuán sin culpa me he venido de aquel
buen estado que he dicho al infelice en que ahora me hallo. Es, pues, el caso que,
pasando mi vida en tantas ocupaciones y en un encerramiento tal, que al de un monesterio
pudiera compararse, sin ser vista, a mi parecer, de otra persona alguna que de los
criados de casa, porque los días que iba a misa era tan de mañana,
y tan acompañada de mi madre y de otras criadas, y yo tan cubierta y recatada,
que apenas vían mis ojos más tierra de aquella donde ponía los
pies, y, con todo esto, los del amor, o los de la ociosidad, por mejor decir, a quien
los de lince no pueden igualarse, me vieron, puestos en la solicitud de don Fernando,
que este es el nombre del hijo menor del duque que os he contado.
No hubo bien nombrado a don Fernando la que el cuento contaba, cuando a Cardenio
se le mudó la color del rostro, y comenzó a trasudar, con tan grande
alteración, que el cura y el barbero, que miraron en ello, temieron que le
venía aquel accidente de locura que habían oído decir que de
cuando en cuando le venía. Mas Cardenio no hizo otra cosa que trasudar y estarse
quedo, mirando de hito en hito a la labradora, imaginando quién ella era,
la cual, sin advertir en los movimientos de Cardenio, prosiguió su historia,
diciendo:
-Y no me hubieron bien visto, cuando, según él dijo después,
quedó tan preso de mis amores cuanto lo dieron bien a entender sus demostraciones.
Mas por acabar presto con el cuento, que no le tiene, de mis desdichas, quiero pasar
en silencio las diligencias que don Fernando hizo para declararme su voluntad: sobornó
toda la gente de mi casa, dio y ofreció dádivas y mercedes a mis parientes;
los días eran todos de fiesta y de regocijo en mi calle, las noches no dejaban
dormir a nadie las músicas; los billetes que sin saber cómo a mis manos
venían eran infinitos, llenos de enamoradas razones y ofrecimientos, con menos
letras que promesas y juramentos. Todo lo cual no solo no me ablandaba, pero me endurecía
de manera como si fuera mi mortal enemigo y que todas las obras que para reducirme
a su voluntad hacía las hiciera para el efeto contrario; no porque a mí
me pareciese mal la gentileza de don Fernando, ni que tuviese a demasía sus
solicitudes, porque me daba un no sé qué de contento verme tan querida
y estimada de un tan principal caballero, y no me pesaba ver en sus papeles mis alabanzas
(que en esto, por feas que seamos las mujeres, me parece a mí que siempre
nos da gusto el oír que nos llaman hermosas), pero a todo esto se opone mi
honestidad, y los consejos continuos que mis padres me daban, que ya muy al descubierto
sabían la voluntad de don Fernando, porque ya a él no se le daba nada
de que todo el mundo la supiese. Decíanme mis padres que en sola mi virtud
y bondad dejaban y depositaban su honra y fama, y que considerase la desigualdad
que había entre mí y don Fernando, y que por aquí echaría
de ver que sus pensamientos (aunque él dijese otra cosa) más se encaminaban
a su gusto que a mi provecho, y que si yo quisiese poner en alguna manera algún
inconveniente para que él se dejase de su injusta pretensión, que ellos
me casarían luego con quien yo más gustase, así de los más
principales de nuestro lugar como de todos los circunvecinos, pues todo se podía
esperar de su mucha hacienda y de mi buena fama. Con estos ciertos prometimientos,
y con la verdad que ellos me decían, fortificaba yo mi entereza, y jamás
quise responder a don Fernando palabra que le pudiese mostrar, aunque de muy lejos,
esperanza de alcanzar su deseo. Todos estos recatos míos, que él debía
de tener por desdenes, debieron de ser causa de avivar más su lascivo apetito,
que este nombre quiero dar a la voluntad que me mostraba; la cual, si ella fuera
como debía, no la supiérades vosotros ahora, porque hubiera faltado
la ocasión de decírosla. Finalmente, don Fernando supo que mis padres
andaban por darme estado, por quitalle a él la esperanza de poseerme, o a
lo menos porque yo tuviese más guardas para guardarme, y esta nueva o sospecha
fue causa para que hiciese lo que ahora oiréis. Y fue que una noche, estando
yo en mi aposento con sola la compañía de una doncella que me servía,
teniendo bien cerradas las puertas, por temor que por descuido mi honestidad no se
viese en peligro, sin saber ni imaginar cómo, en medio destos recatos y prevenciones
y en la soledad deste silencio y encierro me le hallé delante, cuya vista
me turbó de manera que me quitó la de mis ojos y me enmudeció
la lengua; y, así, no fui poderosa de dar voces, ni aun él creo que
me las dejara dar, porque luego se llegó a mí y, tomándome entre
sus brazos (porque yo, como digo, no tuve fuerzas para defenderme, según estaba
turbada), comenzó a decirme tales razones, que no sé cómo es
posible que tenga tanta habilidad la mentira, que las sepa componer de modo que parezcan
tan verdaderas. Hacía el traidor que sus lágrimas acreditasen sus palabras,
y los suspiros su intención. Yo, pobrecilla, sola entre los míos, mal
ejercitada en casos semejantes, comencé no sé en qué modo a
tener por verdaderas tantas falsedades, pero no de suerte que me moviesen a compasión
menos que buena sus lágrimas y suspiros; y así, pasándoseme
aquel sobresalto primero, torné algún tanto a cobrar mis perdidos espíritus
y, con más ánimo del que pensé que pudiera tener, le dije: «Si
como estoy, señor, en tus brazos, estuviera entre los de un león fiero,
y el librarme dellos se me asegurara con que hiciera o dijera cosa que fuera en perjuicio
de mi honestidad, así fuera posible hacella o decilla como es posible dejar
de haber sido lo que fue. Así que si tú tienes ceñido mi cuerpo
con tus brazos, yo tengo atada mi alma con mis buenos deseos, que son tan diferentes
de los tuyos como lo verás, si con hacerme fuerza quisieres pasar adelante
en ellos. Tu vasalla soy, pero no tu esclava; ni tiene ni debe tener imperio la nobleza
de tu sangre para deshonrar y tener en poco la humildad de la mía; y en tanto
me estimo yo, villana y labradora, como tú, señor y caballero. Conmigo
no han de ser de ningún efecto tus fuerzas, ni han de tener valor tus riquezas,
ni tus palabras han de poder engañarme, ni tus suspiros y lágrimas
enternecerme. Si alguna de todas estas cosas que he dicho viera yo en el que mis
padres me dieran por esposo, a su voluntad se ajustara la mía, y mi voluntad
de la suya no saliera; de modo que, como quedara con honra, aunque quedara sin gusto,
de grado le entregara lo que tú, señor, ahora con tanta fuerza procuras.
Todo esto he dicho porque no es pensar que de mí alcance cosa alguna el que
no fuere mi ligítimo esposo». «Si no reparas más que en
eso, bellísima Dorotea (que este es el nombre desta desdichada)», dijo
el desleal caballero, «ves aquí te doy la mano de serlo tuyo, y sean
testigos desta verdad los cielos, a quien ninguna cosa se asconde, y esta imagen
de Nuestra Señora que aquí tienes.» |