cómo salieron con su intención el
cura y el barbero, con otras cosas dignas de que se cuenten en esta grande historia
No le pareció mal al barbero la invención del cura, sino tan bien,
que luego la pusieron por obra. Pidiéronle a la ventera una saya y unas tocas,
dejándole en prendas una sotana nueva del cura. El barbero hizo una gran barba
de una cola rucia o roja de buey donde el ventero tenía colgado el peine.
Preguntóles la ventera que para qué le pedían aquellas cosas.
El cura le contó en breves razones la locura de don Quijote y cómo
convenía aquel disfraz para sacarle de la montaña donde a la sazón
estaba. Cayeron luego el ventero y la ventera en que el loco era su huésped,
el del bálsamo, y el amo del manteado escudero, y contaron al cura todo lo
que con él les había pasado, sin callar lo que tanto callaba Sancho.
En resolución, la ventera vistió al cura de modo que no había
más que ver. Púsole una saya de paño, llena de fajas de terciopelo
negro de un palmo en ancho, todas acuchilladas, y unos corpiños de terciopelo
verde guarnecidos con unos ribetes de raso blanco, que se debieron de hacer, ellos
y la saya, en tiempo del rey Bamba. No consintió el cura que le tocasen, sino
púsose en la cabeza un birretillo de lienzo colchado que llevaba para dormir
de noche, y ciñóse por la frente una liga de tafetán negro,
y con otra liga hizo un antifaz con que se cubrió muy bien las barbas y el
rostro; encasquetóse su sombrero, que era tan grande, que le podía
servir de quitasol, y, cubriéndose su herreruelo, subió en su mula
a mujeriegas, y el barbero en la suya, con su barba que le llegaba a la cintura,
entre roja y blanca, como aquella que, como se ha dicho, era hecha de la cola de
un buey barroso.
Despidiéronse de todos, y de la buena de Maritornes, que prometió de
rezar un rosario, aunque pecadora, por que Dios les diese buen suceso en tan arduo
y tan cristiano negocio como era el que habían emprendido.
Mas apenas hubo salido de la venta, cuando le vino al cura un pensamiento: que hacía
mal en haberse puesto de aquella manera, por ser cosa indecente que un sacerdote
se pusiese así, aunque le fuese mucho en ello; y diciéndoselo al barbero,
le rogó que trocasen trajes, pues era más justo que él fuese
la doncella menesterosa, y que él haría el escudero, y que así
se profanaba menos su dignidad; y que si no lo quería hacer, determinaba de
no pasar adelante, aunque a don Quijote se le llevase el diablo.
En esto llegó Sancho, y de ver a los dos en aquel traje no pudo tener la risa.
En efeto, el barbero vino en todo aquello que el cura quiso, y, trocando la invención,
el cura le fue informando el modo que había de tener y las palabras que había
de decir a don Quijote para moverle y forzarle a que con él se viniese y dejase
la querencia del lugar que había escogido para su vana penitencia. El barbero
respondió que sin que se le diese lición él lo pondría
bien en su punto. No quiso vestirse por entonces, hasta que estuviesen junto de donde
don Quijote estaba, y, así, dobló sus vestidos, y el cura acomodó
su barba, y siguieron su camino, guiándolos Sancho Panza; el cual les fue
contando lo que les aconteció con el loco que hallaron en la sierra, encubriendo,
empero, el hallazgo de la maleta y de cuanto en ella venía, que, maguer que
tonto, era un poco codicioso el mancebo.
Otro día llegaron al lugar donde Sancho había dejado puestas las señales
de las ramas para acertar el lugar donde había dejado a su señor, y,
en reconociéndole, les dijo como aquella era la entrada y que bien se podían
vestir, si era que aquello hacía al caso para la libertad de su señor:
porque ellos le habían dicho antes que el ir de aquella suerte y vestirse
de aquel modo era toda la importancia para sacar a su amo de aquella mala vida que
había escogido, y que le encargaban mucho que no dijese a su amo quién
ellos eran, ni que los conocía; y que si le preguntase, como se lo había
de preguntar, si dio la carta a Dulcinea, dijese que sí, y que, por no saber
leer, le había respondido de palabra, diciéndole que le mandaba, so
pena de la su desgracia, que luego al momento se viniese a ver con ella, que era
cosa que le importaba mucho; porque con esto y con lo que ellos pensaban decirle
tenían por cosa cierta reducirle a mejor vida y hacer con él que luego
se pusiese en camino para ir a ser emperador o monarca, que en lo de ser arzobispo
no había de qué temer.
Todo lo escuchó Sancho, y lo tomó muy bien en la memoria, y les agradeció
mucho la intención que tenían de aconsejar a su señor fuese
emperador, y no arzobispo, porque él tenía para sí que para
hacer mercedes a sus escuderos más podían los emperadores que los arzobispos
andantes. También les dijo que sería bien que él fuese delante
a buscarle y darle la respuesta de su señora; que ya sería ella bastante
a sacarle de aquel lugar, sin que ellos se pusiesen en tanto trabajo. Parecióles
bien lo que Sancho Panza decía, y, así, determinaron de aguardarle
hasta que volviese con las nuevas del hallazgo de su amo.
Entróse Sancho por aquellas quebradas de la sierra, dejando a los dos en una
por donde corría un pequeño y manso arroyo, a quien hacían sombra
agradable y fresca otras peñas y algunos árboles que por allí
estaban. El calor, y el día que allí llegaron, era de los del mes de
agosto, que por aquellas partes suele ser el ardor muy grande; la hora, las tres
de la tarde; todo lo cual hacía al sitio más agradable, y que convidase
a que en él esperasen la vuelta de Sancho, como lo hicieron.
Estando, pues, los dos allí sosegados y a la sombra, llegó a sus oídos
una voz, que, sin acompañarla son de algún otro instrumento, dulce
y regaladamente sonaba, de que no poco se admiraron, por parecerles que aquel no
era lugar donde pudiese haber quien tan bien cantase. Porque aunque suele decirse
que por las selvas y campos se hallan pastores de voces estremadas, más son
encarecimientos de poetas que verdades; y más cuando advirtieron que lo que
oían cantar eran versos, no de rústicos ganaderos, sino de discretos
cortesanos. Y confirmó esta verdad haber sido los versos que oyeron estos:
¿Quién menoscaba mis bienes?
Desdenes.
¿Y quién aumenta mis duelos?
Los
celos.
¿Y quién prueba mi paciencia?
Ausencia.
De ese modo, en mi dolencia
ningún remedio se alcanza,
pues me matan la esperanza
desdenes, celos y ausencia.
¿Quién me causa este dolor?
Amor.
¿Y quién mi gloria repugna?
Fortuna.
¿Y quién consiente en mi duelo?
El
cielo.
De ese modo, yo recelo
morir deste mal estraño,
pues se aumentan en mi daño
amor, fortuna y el cielo.
¿Quién mejorará mi suerte?
La
muerte.
Y el bien de amor, ¿quién le alcanza?
Mudanza.
Y sus males, ¿quién los cura?
Locura.
De ese modo, no es cordura
querer curar la pasión,
cuando los remedios son
muerte, mudanza y locura.
La hora, el tiempo, la soledad, la voz y la destreza del que cantaba causó
admiración y contento en los dos oyentes, los cuales se estuvieron quedos,
esperando si otra alguna cosa oían; pero viendo que duraba algún tanto
el silencio, determinaron de salir a buscar el músico que con tan buena voz
cantaba. Y queriéndolo poner en efeto, hizo la mesma voz que no se moviesen,
la cual llegó de nuevo a sus oídos, cantando este soneto:
SONETO
Santa amistad, que con ligeras alas,
tu apariencia quedándose en el suelo,
entre benditas almas en el cielo
subiste alegre a las impíreas salas:
desde allá, cuando quieres, nos señalas
la justa paz cubierta con un velo,
por quien a veces se trasluce el celo
de buenas obras que a la fin son malas.
Deja el cielo, ¡oh amistad!, o no permitas
que el engaño se vista tu librea,
con que destruye a la intención sincera;
que si tus apariencias no le quitas,
presto ha de verse el mundo en la pelea
de la discorde confusión primera.
El canto se acabó con un profundo suspiro, y los dos con atención volvieron
a esperar si más se cantaba; pero, viendo que la música se había
vuelto en sollozos y en lastimeros ayes, acordaron de saber quién era el triste
tan estremado en la voz como doloroso en los gemidos, y no anduvieron mucho cuando,
al volver de una punta de una peña, vieron a un hombre del mismo talle y figura
que Sancho Panza les había pintado cuando les contó el cuento de Cardenio;
el cual hombre, cuando los vio, sin sobresaltarse estuvo quedo, con la cabeza inclinada
sobre el pecho, a guisa de hombre pensativo, sin alzar los ojos a mirarlos más
de la vez primera, cuando de improviso llegaron.
El cura, que era hombre bien hablado, como el que ya tenía noticia de su desgracia,
pues por las señas le había conocido, se llegó a él,
y con breves aunque muy discretas razones le rogó y persuadió que aquella
tan miserable vida dejase, porque allí no la perdiese, que era la desdicha
mayor de las desdichas. Estaba Cardenio entonces en su entero juicio, libre de aquel
furioso accidente que tan a menudo le sacaba de sí mismo; y, así, viendo
a los dos en traje tan no usado de los que por aquellas soledades andaban, no dejó
de admirarse algún tanto, y más cuando oyó que le habían
hablado en su negocio, como en cosa sabida (porque las razones que el cura le dijo
así lo dieron a entender); y, así, respondió desta manera:
-Bien veo yo, señores, quienquiera que seáis, que el cielo, que tiene
cuidado de socorrer a los buenos, y aun a los malos muchas veces, sin yo merecerlo
me envía, en estos tan remotos y apartados lugares del trato común
de las gentes, algunas personas que, poniéndome delante de los ojos con vivas
y varias razones cuán sin ella ando en hacer la vida que hago, han procurado
sacarme desta a mejor parte; pero, como no saben que sé yo que en saliendo
deste daño he de caer en otro mayor, quizá me deben de tener por hombre
de flacos discursos, y aun, lo que peor sería, por de ningún juicio.
Y no sería maravilla que así fuese, porque a mí se me trasluce
que la fuerza de la imaginación de mis desgracias es tan intensa y puede tanto
en mi perdición, que, sin que yo pueda ser parte a estorbarlo, vengo a quedar
como piedra, falto de todo buen sentido y conocimiento; y vengo a caer en la cuenta
desta verdad cuando algunos me dicen y muestran señales de las cosas que he
hecho en tanto que aquel terrible accidente me señorea, y no sé más
que dolerme en vano y maldecir sin provecho mi ventura, y dar por disculpa de mis
locuras el decir la causa dellas a cuantos oírla quieren; porque viendo los
cuerdos cuál es la causa no se maravillarán de los efetos, y si no
me dieren remedio, a lo menos no me darán culpa, convirtiéndoseles
el enojo de mi desenvoltura en lástima de mis desgracias. Y si es que vosotros,
señores, venís con la mesma intención que otros han venido,
antes que paséis adelante en vuestras discretas persuasiones os ruego que
escuchéis el cuento, que no le tiene, de mis desventuras, porque quizá,
después de entendido, ahorraréis del trabajo que tomaréis en
consolar un mal que de todo consuelo es incapaz.
Los dos, que no deseaban otra cosa que saber de su mesma boca la causa de su daño,
le rogaron se la contase, ofreciéndole de no hacer otra cosa de la que él
quisiese en su remedio o consuelo; y con esto el triste caballero comenzó
su lastimera historia, casi por las mesmas palabras y pasos que la había contado
a don Quijote y al cabrero pocos días atrás, cuando, por ocasión
del maestro Elisabat y puntualidad de don Quijote en guardar el decoro a la caballería,
se quedó el cuento imperfeto, como la historia lo deja contado. Pero ahora
quiso la buena suerte que se detuvo el accidente de la locura y le dio lugar de contarlo
hasta el fin; y, así, llegando al paso del billete que había hallado
don Fernando entre el libro de Amadís de Gaula, dijo Cardenio que le tenía
bien en la memoria y que decía desta manera:
LUSCINDA A CARDENIO
Cada día descubro en vos valores que me obligan y fuerzan a que en más
os estime; y, así, si quisiéredes sacarme desta deuda sin ejecutarme
en la honra, lo podréis muy bien hacer. Padre tengo, que os conoce y que me
quiere bien, el cual, sin forzar mi voluntad, cumplirá la que será
justo que vos tengáis, si es que me estimáis como decís y como
yo creo. |