Que trata de las estrañas cosas que en Sierra
Morena sucedieron al valiente caballero de la Mancha, y de la imitación que
hizo a la penitencia de Beltenebros
Despidióse del cabrero don Quijote y, subiendo otra vez sobre Rocinante, mandó
a Sancho que le siguiese, el cual lo hizo, con su jumento, de muy mala gana. Íbanse
poco a poco entrando en lo más áspero de la montaña, y Sancho
iba muerto por razonar con su amo y deseaba que él comenzase la plática,
por no contravenir a lo que le tenía mandado; mas no pudiendo sufrir tanto
silencio, le dijo:
-Señor don Quijote, vuestra merced me eche su bendición y me dé
licencia, que desde aquí me quiero volver a mi casa y a mi mujer y a mis hijos,
con los cuales por lo menos hablaré y departiré todo lo que quisiere;
porque querer vuestra merced que vaya con él por estas soledades de día
y de noche, y que no le hable cuando me diere gusto, es enterrarme en vida. Si ya
quisiera la suerte que los animales hablaran, como hablaban en tiempo de Guisopete,
fuera menos mal, porque departiera yo con mi jumento lo que me viniera en gana y
con esto pasara mi mala ventura; que es recia cosa, y que no se puede llevar en paciencia,
andar buscando aventuras toda la vida, y no hallar sino coces y manteamientos, ladrillazos
y puñadas, y, con todo esto, nos hemos de coser la boca, sin osar decir lo
que el hombre tiene en su corazón, como si fuera mudo.
-Ya te entiendo, Sancho -respondió don Quijote-: tú mueres porque te
alce el entredicho que te tengo puesto en la lengua. Dale por alzado y di lo que
quisieres, con condición que no ha de durar este alzamiento más de
en cuanto anduviéremos por estas sierras.
-Sea ansí -dijo Sancho-, hable yo ahora, que después Dios sabe lo que
será; y comenzando a gozar de ese salvoconduto, digo que qué le iba
a vuestra merced en volver tanto por aquella reina Magimasa o como se llama. ¿O
qué hacía al caso que aquel abad fuese su amigo o no? Que si vuestra
merced pasara con ello, pues no era su juez, bien creo yo que el loco pasara adelante
con su historia, y se hubieran ahorrado el golpe del guijarro y las coces y aun más
de seis torniscones.
-A fe, Sancho -respondió don Quijote-, que si tú supieras como yo lo
sé cuán honrada y cuán principal señora era la reina
Madasima, yo sé que dijeras que tuve mucha paciencia, pues no quebré
la boca por donde tales blasfemias salieron; porque es muy gran blasfemia decir ni
pensar que una reina esté amancebada con un cirujano. La verdad del cuento
es que aquel maestro Elisabat que el loco dijo fue un hombre muy prudente y de muy
sanos consejos y sirvió de ayo y de médico a la reina; pero pensar
que ella era su amiga es disparate digno de muy gran castigo. Y porque veas que Cardenio
no supo lo que dijo, has de advertir que cuando lo dijo ya estaba sin juicio.
-Eso digo yo -dijo Sancho-, que no había para qué hacer cuenta de las
palabras de un loco; porque si la buena suerte no ayudara a vuestra merced y encaminara
el guijarro a la cabeza como le encaminó al pecho, buenos quedáramos
por haber vuelto por aquella mi señora que Dios cohonda. Pues ¡montas,
que no se librara Cardenio por loco!
-Contra cuerdos y contra locos está obligado cualquier caballero andante a
volver por la honra de las mujeres, cualesquiera que sean, cuanto más por
las reinas de tan alta guisa y pro como fue la reina Madasima, a quien yo tengo particular
afición por sus buenas partes; porque, fuera de haber sido fermosa, además
fue muy prudente y muy sufrida en sus calamidades, que las tuvo muchas, y los consejos
y compañía del maestro Elisabat le fue y le fueron de mucho provecho
y alivio para poder llevar sus trabajos con prudencia y paciencia. Y de aquí
tomó ocasión el vulgo ignorante y malintencionado de decir y pensar
que ella era su manceba; y mienten, digo otra vez, y mentirán otras docientas
todos los que tal pensaren y dijeren.
-Ni yo lo digo ni lo pienso -respondió Sancho-. Allá se lo hayan, con
su pan se lo coman: si fueron amancebados o no, a Dios habrán dado la cuenta.
De mis viñas vengo, no sé nada, no soy amigo de saber vidas ajenas,
que el que compra y miente, en su bolsa lo siente. Cuanto más, que desnudo
nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano . Mas que lo fuesen, ¿qué
me va a mí? Y muchos piensan que hay tocinos, y no hay estacas. Mas ¿quién
puede poner puertas al campo? Cuanto más, que de Dios dijeron.
-¡Válame Dios -dijo don Quijote-, y qué de necedades vas, Sancho,
ensartando! ¿Qué va de lo que tratamos a los refranes que enhilas?
Por tu vida, Sancho, que calles, y de aquí adelante entremétete en
espolear a tu asno, y deja de hacello en lo que no te importa. Y entiende con todos
tus cinco sentidos que todo cuanto yo he hecho, hago e hiciere va muy puesto en razón
y muy conforme a las reglas de caballería, que las sé mejor que cuantos
caballeros las profesaron en el mundo.
-Señor -respondió Sancho-, y ¿es buena regla de caballería
que andemos perdidos por estas montañas, sin senda ni camino, buscando a un
loco, el cual, después de hallado, quizá le vendrá en voluntad
de acabar lo que dejó comenzado, no de su cuento, sino de la cabeza de vuestra
merced y de mis costillas, acabándonoslas de romper de todo punto?
-Calla, te digo otra vez, Sancho -dijo don Quijote-, porque te hago saber que no
solo me trae por estas partes el deseo de hallar al loco, cuanto el que tengo de
hacer en ellas una hazaña con que he de ganar perpetuo nombre y fama en todo
lo descubierto de la tierra; y será tal, que he de echar con ella el sello
a todo aquello que puede hacer perfecto y famoso a un andante caballero.
-¿Y es de muy gran peligro esa hazaña? -preguntó Sancho Panza.
-No -respondió el de la Triste Figura-, puesto que de tal manera podía
correr el dado, que echásemos azar en lugar de encuentro; pero todo ha de
estar en tu diligencia.
-¿En mi diligencia? -dijo Sancho.
-Sí -dijo don Quijote-, porque si vuelves presto de adonde pienso enviarte,
presto se acabará mi pena y presto comenzará mi gloria. Y porque no
es bien que te tenga más suspenso, esperando en lo que han de parar mis razones,
quiero, Sancho, que sepas que el famoso Amadís de Gaula fue uno de los más
perfectos caballeros andantes. No he dicho bien fue uno: fue el solo, el primero,
el único, el señor de todos cuantos hubo en su tiempo en el mundo.
Mal año y mal mes para don Belianís y para todos aquellos que dijeren
que se le igualó en algo, porque se engañan, juro cierto. Digo asimismo
que cuando algún pintor quiere salir famoso en su arte procura imitar los
originales de los más únicos pintores que sabe, y esta mesma regla
corre por todos los más oficios o ejercicios de cuenta que sirven para adorno
de las repúblicas, y así lo ha de hacer y hace el que quiere alcanzar
nombre de prudente y sufrido, imitando a Ulises, en cuya persona y trabajos nos pinta
Homero un retrato vivo de prudencia y de sufrimiento, como también nos mostró
Virgilio en persona de Eneas el valor de un hijo piadoso y la sagacidad de un valiente
y entendido capitán, no pintándolo ni descubriéndolo como ellos
fueron, sino como habían de ser, para quedar ejemplo a los venideros hombres
de sus virtudes. Desta mesma suerte, Amadís fue el norte, el lucero, el sol
de los valientes y enamorados caballeros, a quien debemos de imitar todos aquellos
que debajo de la bandera de amor y de la caballería militamos. Siendo, pues,
esto ansí, como lo es, hallo yo, Sancho amigo, que el caballero andante que
más le imitare estará más cerca de alcanzar la perfeción
de la caballería. Y una de las cosas en que más este caballero mostró
su prudencia, valor, valentía, sufrimiento, firmeza y amor, fue cuando se
retiró, desdeñado de la señora Oriana, a hacer penitencia en
la Peña Pobre, mudado su nombre en el de Beltenebros, nombre por cierto significativo
y proprio para la vida que él de su voluntad había escogido. Ansí
que me es a mí más fácil imitarle en esto que no en hender gigantes,
descabezar serpientes, matar endriagos, desbaratar ejércitos, fracasar armadas
y deshacer encantamentos. Y pues estos lugares son tan acomodados para semejantes
efectos, no hay para qué se deje pasar la ocasión, que ahora con tanta
comodidad me ofrece sus guedejas.
-En efecto -dijo Sancho-, ¿qué es lo que vuestra merced quiere hacer
en este tan remoto lugar?
-¿Ya no te he dicho -respondió don Quijote- que quiero imitar a Amadís,
haciendo aquí del desesperado, del sandio y del furioso, por imitar juntamente
al valiente don Roldán, cuando halló en una fuente las señales
de que Angélica la Bella había cometido vileza con Medoro, de cuya
pesadumbre se volvió loco, y arrancó los árboles, enturbió
las aguas de las claras fuentes, mató pastores, destruyó ganados, abrasó
chozas, derribó casas, arrastró yeguas y hizo otras cien mil insolencias
dignas de eterno nombre y escritura? Y, puesto que yo no pienso imitar a Roldán,
o Orlando, o Rotolando (que todos estos tres nombres tenía), parte por parte,
en todas las locuras que hizo, dijo y pensó, haré el bosquejo como
mejor pudiere en las que me pareciere ser más esenciales. Y podrá ser
que viniese a contentarme con sola la imitación de Amadís, que sin
hacer locuras de daño, sino de lloros y sentimientos, alcanzó tanta
fama como el que más.
-Paréceme a mí -dijo Sancho- que los caballeros que lo tal ficieron
fueron provocados y tuvieron causa para hacer esas necedades y penitencias; pero
vuestra merced ¿qué causa tiene para volverse loco? ¿Qué
dama le ha desdeñado, o qué señales ha hallado que le den a
entender que la señora Dulcinea del Toboso ha hecho alguna niñería
con moro o cristiano?
-Ahí está el punto -respondió don Quijote- y esa es la fineza
de mi negocio, que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni gracias:
el toque está en desatinar sin ocasión y dar a entender a mi dama que
si en seco hago esto ¿qué hiciera en mojado? Cuanto más, que
harta ocasión tengo en la larga ausencia que he hecho de la siempre señora
mía Dulcinea del Toboso, que, como ya oíste decir a aquel pastor de
marras, Ambrosio, quien está ausente todos los males tiene y teme. Así
que, Sancho amigo, no gastes tiempo en aconsejarme que deje tan rara, tan felice
y tan no vista imitación. Loco soy, loco he de ser hasta tanto que tú
vuelvas con la respuesta de una carta que contigo pienso enviar a mi señora
Dulcinea; y si fuere tal cual a mi fe se le debe, acabarse ha mi sandez y mi penitencia;
y si fuere al contrario, seré loco de veras y, siéndolo, no sentiré
nada. Ansí que de cualquiera manera que responda, saldré del conflito
y trabajo en que me dejares, gozando el bien que me trujeres, por cuerdo, o no sintiendo
el mal que me aportares, por loco. Pero dime, Sancho, ¿traes bien guardado
el yelmo de Mambrino, que ya vi que le alzaste del suelo cuando aquel desagradecido
le quiso hacer pedazos pero no pudo, donde se puede echar de ver la fineza de su
temple?
A lo cual respondió Sancho:
-Vive Dios, señor Caballero de la Triste Figura, que no puedo sufrir ni llevar
en paciencia algunas cosas que vuestra merced dice, y que por ellas vengo a imaginar
que todo cuanto me dice de caballerías y de alcanzar reinos e imperios, de
dar ínsulas y de hacer otras mercedes y grandezas, como es uso de caballeros
andantes, que todo debe de ser cosa de viento y mentira, y todo pastraña,
o patraña, o como lo llamáremos. Porque quien oyere decir a vuestra
merced que una bacía de barbero es el yelmo de Mambrino, y que no salga de
este error en más de cuatro días, ¿qué ha de pensar sino
que quien tal dice y afirma debe de tener güero el juicio? La bacía yo
la llevo en el costal, toda abollada, y llévola para aderezarla en mi casa
y hacerme la barba en ella, si Dios me diere tanta gracia que algún día
me vea con mi mujer y hijos.
-Mira, Sancho, por el mismo que denantes juraste te juro -dijo don Quijote- que tienes
el más corto entendimiento que tiene ni tuvo escudero en el mundo. ¿Que
es posible que en cuanto ha que andas conmigo no has echado de ver que todas las
cosas de los caballeros andantes parecen quimeras, necedades y desatinos, y que son
todas hechas al revés? Y no porque sea ello ansí, sino porque andan
entre nosotros siempre una caterva de encantadores que todas nuestras cosas mudan
y truecan, y las vuelven según su gusto y según tienen la gana de favorecernos
o destruirnos; y, así, eso que a ti te parece bacía de barbero me parece
a mí el yelmo de Mambrino y a otro le parecerá otra cosa. Y fue rara
providencia del sabio que es de mi parte hacer que parezca bacía a todos lo
que real y verdaderamente es yelmo de Mambrino, a causa que, siendo él de
tanta estima, todo el mundo me perseguiría por quitármele, pero como
ven que no es más de un bacín de barbero, no se curan de procuralle,
como se mostró bien en el que quiso rompelle y le dejó en el suelo
sin llevarle, que a fe que si le conociera, que nunca él le dejara. Guárdale,
amigo, que por ahora no le he menester, que antes me tengo de quitar todas estas
armas y quedar desnudo como cuando nací, si es que me da en voluntad de seguir
en mi penitencia más a Roldán que a Amadís. |