Donde se prosigue la aventura de la Sierra Morena
Dice la historia que era grandísima la atención con que don Quijote
escuchaba al astroso Caballero de la Sierra, el cual, prosiguiendo su plática,
dijo:
-Por cierto, señor, quienquiera que seáis, que yo no os conozco, yo
os agradezco las muestras y la cortesía que conmigo habéis usado y
quisiera yo hallarme en términos que con más que la voluntad pudiera
servir la que habéis mostrado tenerme en el buen acogimiento que me habéis
hecho; mas no quiere mi suerte darme otra cosa con que corresponda a las buenas obras
que me hacen que buenos deseos de satisfacerlas.
-Los que yo tengo -respondió don Quijote- son de serviros, tanto, que tenía
determinado de no salir destas sierras hasta hallaros y saber de vos si el dolor
que en la estrañeza de vuestra vida mostráis tener se podía
hallar algún género de remedio, y si fuera menester buscarle, buscarle
con la diligencia posible. Y cuando vuestra desventura fuera de aquellas que tienen
cerradas las puertas a todo género de consuelo, pensaba ayudaros a llorarla
y plañirla como mejor pudiera, que todavía es consuelo en las desgracias
hallar quien se duela dellas. Y si es que mi buen intento merece ser agradecido con
algún género de cortesía, yo os suplico, señor, por la
mucha que veo que en vos se encierra, y juntamente os conjuro por la cosa que en
esta vida más habéis amado o amáis, que me digáis quién
sois y la causa que os ha traído a vivir y a morir entre estas soledades como
bruto animal, pues moráis entre ellos tan ajeno de vos mismo cual lo muestra
vuestro traje y persona. Y juro -añadió don Quijote- por la orden de
caballería que recebí, aunque indigno y pecador, y por la profesión
de caballero andante, que si en esto, señor, me complacéis, de serviros
con las veras a que me obliga el ser quien soy, ora remediando vuestra desgracia,
si tiene remedio, ora ayudándoos a llorarla, como os lo he prometido.
El Caballero del Bosque, que de tal manera oyó hablar al de la Triste Figura,
no hacía sino mirarle y remirarle y tornarle a mirar de arriba abajo; y después
que le hubo bien mirado, le dijo:
-Si tienen algo que darme a comer, por amor de Dios que me lo den, que después
de haber comido yo haré todo lo que se me manda, en agradecimiento de tan
buenos deseos como aquí se me han mostrado.
Luego sacaron Sancho de su costal y el cabrero de su zurrón con que satisfizo
el Roto su hambre, comiendo lo que le dieron como persona atontada, tan apriesa,
que no daba espacio de un bocado al otro, pues antes los engullía que tragaba;
y en tanto que comía ni él ni los que le miraban hablaban palabra.
Como acabó de comer les hizo de señas que le siguiesen, como lo hicieron,
y él los llevó a un verde pradecillo que a la vuelta de una peña
poco desviada de allí estaba. En llegando a él, se tendió en
el suelo, encima de la yerba, y los demás hicieron lo mismo, y todo esto sin
que ninguno hablase, hasta que el Roto, después de haberse acomodado en su
asiento, dijo:
-Si gustáis, señores, que os diga en breves razones la inmensidad de
mis desventuras, habéisme de prometer de que con ninguna pregunta ni otra
cosa no interromperéis el hilo de mi triste historia; porque en el punto que
lo hagáis, en ese se quedará lo que fuere contando.
Estas razones del Roto trujeron a la memoria a don Quijote el cuento que le había
contado su escudero, cuando no acertó el número de las cabras que habían
pasado el río, y se quedó la historia pendiente. Pero, volviendo al
Roto, prosiguió diciendo:
-Esta prevención que hago es porque querría pasar brevemente por el
cuento de mis desgracias, que el traerlas a la memoria no me sirve de otra cosa que
añadir otras de nuevo, y mientras menos me preguntáredes, más
presto acabaré yo de decillas, puesto que no dejaré por contar cosa
alguna que sea de importancia para no satisfacer del todo a vuestro deseo.
Don Quijote se lo prometió en nombre de los demás, y él, con
este seguro, comenzó desta manera:
-Mi nombre es Cardenio; mi patria, una ciudad de las mejores desta Andalucía;
mi linaje, noble; mis padres, ricos; mi desventura, tanta, que la deben de haber
llorado mis padres, y sentido mi linaje, sin poderla aliviar con su riqueza, que
para remediar desdichas del cielo poco suelen valer los bienes de fortuna. Vivía
en esta mesma tierra un cielo, donde puso el amor toda la gloria que yo acertara
a desearme: tal es la hermosura de Luscinda, doncella tan noble y tan rica como yo,
pero de más ventura y de menos firmeza de la que a mis honrados pensamientos
se debía. A esta Luscinda amé, quise y adoré desde mis tiernos
y primeros años, y ella me quiso a mí, con aquella sencillez y buen
ánimo que su poca edad permitía. Sabían nuestros padres nuestros
intentos y no les pesaba dello, porque bien veían que, cuando pasaran adelante,
no podían tener otro fin que el de casarnos, cosa que casi la concertaba la
igualdad de nuestro linaje y riquezas. Creció la edad, y con ella el amor
de entrambos, que al padre de Luscinda le pareció que por buenos respetos
estaba obligado a negarme la entrada de su casa, casi imitando en esto a los padres
de aquella Tisbe tan decantada de los poetas. Y fue esta negación añadir
llama a llama y deseo a deseo, porque, aunque pusieron silencio a las lenguas, no
le pudieron poner a las plumas, las cuales con más libertad que las lenguas
suelen dar a entender a quien quieren lo que en el alma está encerrado, que
muchas veces la presencia de la cosa amada turba y enmudece la intención más
determinada y la lengua más atrevida. ¡Ay, cielos, y cuántos
billetes le escribí! ¡Cuán regaladas y honestas respuestas tuve!
¡Cuántas canciones compuse y cuántos enamorados versos, donde
el alma declaraba y trasladaba sus sentimientos, pintaba sus encendidos deseos, entretenía
sus memorias y recreaba su voluntad! En efeto, viéndome apurado, y que mi
alma se consumía con el deseo de verla, determiné poner por obra y
acabar en un punto lo que me pareció que más convenía para salir
con mi deseado y merecido premio, y fue el pedírsela a su padre por legítima
esposa, como lo hice; a lo que él me respondió que me agradecía
la voluntad que mostraba de honralle y de querer honrarme con prendas suyas, pero
que, siendo mi padre vivo, a él tocaba de justo derecho hacer aquella demanda,
porque, si no fuese con mucha voluntad y gusto suyo, no era Luscinda mujer para tomarse
ni darse a hurto. Yo le agradecí su buen intento, pareciéndome que
llevaba razón en lo que decía, y que mi padre vendría en ello
como yo se lo dijese; y con este intento luego en aquel mismo instante fui a decirle
a mi padre lo que deseaba. Y al tiempo que entré en un aposento donde estaba,
le hallé con una carta abierta en la mano, la cual, antes que yo le dijese
palabra, me la dio y me dijo: «Por esa carta verás, Cardenio, la voluntad
que el duque Ricardo tiene de hacerte merced». Este duque Ricardo, como ya
vosotros, señores, debéis de saber, es un grande de España que
tiene su estado en lo mejor desta Andalucía. Tomé y leí la carta,
la cual venía tan encarecida, que a mí mesmo me pareció mal
si mi padre dejaba de cumplir lo que en ella se le pedía, que era que me enviase
luego donde él estaba, que quería que fuese compañero, no criado,
de su hijo el mayor, y que él tomaba a cargo el ponerme en estado que correspondiese
a la estimación en que me tenía. Leí la carta y enmudecí
leyéndola, y más cuando oí que mi padre me decía: «De
aquí a dos días te partirás, Cardenio, a hacer la voluntad del
duque, y da gracias a Dios, que te va abriendo camino por donde alcances lo que yo
sé que mereces». Añadió a estas otras razones de padre
consejero. Llegóse el término de mi partida, hablé una noche
a Luscinda, díjele todo lo que pasaba, y lo mesmo hice a su padre, suplicándole
se entretuviese algunos días y dilatase el darle estado hasta que yo viese
lo que el duque Ricardo me quería; él me lo prometió y ella
me lo confirmó con mil juramentos y mil desmayos. Vine, en fin, donde el duque
Ricardo estaba. Fui dél tan bien recebido y tratado, que desde luego comenzó
la envidia a hacer su oficio, teniéndomela los criados antiguos, pareciéndoles
que las muestras que el duque daba de hacerme merced habían de ser en perjuicio
suyo. Pero el que más se holgó con mi ida fue un hijo segundo del duque,
llamado Fernando, mozo gallardo, gentilhombre, liberal y enamorado, el cual en poco
tiempo quiso que fuese tan su amigo, que daba que decir a todos; y aunque el mayor
me quería bien y me hacía merced, no llegó al estremo con que
don Fernando me quería y trataba. Es, pues, el caso que, como entre los amigos
no hay cosa secreta que no se comunique y la privanza que yo tenía con don
Fernando dejaba de serlo por ser amistad, todos sus pensamientos me declaraba, especialmente
uno enamorado, que le traía con un poco de desasosiego. Quería bien
a una labradora, vasalla de su padre, y ella los tenía muy ricos, y era tan
hermosa, recatada, discreta y honesta, que nadie que la conocía se determinaba
en cuál destas cosas tuviese más excelencia ni más se aventajase.
Estas tan buenas partes de la hermosa labradora redujeron a tal término los
deseos de don Fernando, que se determinó, para poder alcanzarlo y conquistar
la entereza de la labradora, darle palabra de ser su esposo, porque de otra manera
era procurar lo imposible. |