De lo que le sucedió al ingenioso hidalgo
en la venta que él se imaginaba ser castillo
El ventero, que vio a don Quijote atravesado en el asno, preguntó a Sancho
qué mal traía. Sancho le respondió que no era nada, sino que
había dado una caída de una peña abajo, y que venía algo
brumadas las costillas. Tenía el ventero por mujer a una no de la condición
que suelen tener las de semejante trato, porque naturalmente era caritativa y se
dolía de las calamidades de sus prójimos; y, así, acudió
luego a curar a don Quijote y hizo que una hija suya doncella, muchacha y de muy
buen parecer, la ayudase a curar a su huésped. Servía en la venta asimesmo
una moza asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta
y del otro no muy sana. Verdad es que la gallardía del cuerpo suplía
las demás faltas: no tenía siete palmos de los pies a la cabeza, y
las espaldas, que algún tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo
más de lo que ella quisiera. Esta gentil moza, pues, ayudó a la doncella,
y las dos hicieron una muy mala cama a don Quijote en un camaranchón que en
otros tiempos daba manifiestos indicios que había servido de pajar muchos
años; en la cual también alojaba un arriero, que tenía su cama
hecha un poco más allá de la de nuestro don Quijote, y, aunque era
de las enjalmas y mantas de sus machos, hacía mucha ventaja a la de don Quijote,
que solo contenía cuatro mal lisas tablas sobre dos no muy iguales bancos
y un colchón que en lo sutil parecía colcha, lleno de bodoques, que,
a no mostrar que eran de lana por algunas roturas, al tiento en la dureza semejaban
de guijarro, y dos sábanas hechas de cuero de adarga, y una frazada cuyos
hilos, si se quisieran contar, no se perdiera uno solo de la cuenta.
En esta maldita cama se acostó don Quijote, y luego la ventera y su hija le
emplastaron de arriba abajo, alumbrándoles Maritornes, que así se llamaba
la asturiana; y como al bizmalle viese la ventera tan acardenalado a partes a don
Quijote, dijo que aquello más parecían golpes que caída.
-No fueron golpes -dijo Sancho-, sino que la peña tenía muchos picos
y tropezones, y que cada uno había hecho su cardenal.
Y también le dijo:
-Haga vuestra merced, señora, de manera que queden algunas estopas, que no
faltará quien las haya menester, que también me duelen a mí
un poco los lomos.
-Desa manera -respondió la ventera-, también debistes vos de caer.
-No caí -dijo Sancho Panza-, sino que, del sobresalto que tomé de ver
caer a mi amo, de tal manera me duele a mí el cuerpo, que me parece que me
han dado mil palos.
-Bien podrá ser eso -dijo la doncella-, que a mí me ha acontecido muchas
veces soñar que caía de una torre abajo y que nunca acababa de llegar
al suelo, y cuando despertaba del sueño hallarme tan molida y quebrantada
como si verdaderamente hubiera caído.
-Ahí está el toque, señora -respondió Sancho Panza-,
que yo, sin soñar nada, sino estando más despierto que ahora estoy,
me hallo con pocos menos cardenales que mi señor don Quijote.
-¿Cómo se llama este caballero? -preguntó la asturiana Maritornes.
-Don Quijote de la Mancha -respondió Sancho Panza-, y es caballero aventurero,
y de los mejores y más fuertes que de luengos tiempos acá se han visto
en el mundo.
-¿Qué es caballero aventurero? -replicó la moza.
-¿Tan nueva sois en el mundo, que no lo sabéis vos? -respondió
Sancho Panza-. Pues sabed, hermana mía, que caballero aventurero es una cosa
que en dos palabras se ve apaleado y emperador: hoy está la más desdichada
criatura del mundo y la más menesterosa, y mañana tendría dos
o tres coronas de reinos que dar a su escudero.
-Pues ¿cómo vos, siéndolo deste tan buen señor -dijo
la ventera-, no tenéis, a lo que parece, siquiera algún condado?
-Aún es temprano -respondió Sancho-, porque no ha sino un mes que andamos
buscando las aventuras, y hasta ahora no hemos topado con ninguna que lo sea; y tal
vez hay que se busca una cosa y se halla otra. Verdad es que si mi señor don
Quijote sana desta herida... o caída y yo no quedo contrecho della, no trocaría
mis esperanzas con el mejor título de España.
Todas estas pláticas estaba escuchando muy atento don Quijote, y sentándose
en el lecho como pudo, tomando de la mano a la ventera, le dijo:
-Creedme, fermosa señora, que os podéis llamar venturosa por haber
alojado en este vuestro castillo a mi persona, que es tal, que si yo no la alabo
es por lo que suele decirse que la alabanza propria envilece; pero mi escudero os
dirá quién soy. Solo os digo que tendré eternamente escrito
en mi memoria el servicio que me habedes fecho, para agradecéroslo mientras
la vida me durare; y pluguiera a los altos cielos que el amor no me tuviera tan rendido
y tan sujeto a sus leyes, y los ojos de aquella hermosa ingrata que digo entre mis
dientes: que los desta fermosa doncella fueran señores de mi libertad.
Confusas estaban la ventera y su hija y la buena de Maritornes oyendo las razones
del andante caballero, que así las entendían como si hablara en griego,
aunque bien alcanzaron que todas se encaminaban a ofrecimiento y requiebros; y, como
no usadas a semejante lenguaje, mirábanle y admirábanse, y parecíales
otro hombre de los que se usaban; y, agradeciéndole con venteriles razones
sus ofrecimientos, le dejaron, y la asturiana Maritornes curó a Sancho, que
no menos lo había menester que su amo.
Había el arriero concertado con ella que aquella noche se refocilarían
juntos, y ella le había dado su palabra de que, en estando sosegados los huéspedes
y durmiendo sus amos, le iría a buscar y satisfacerle el gusto en cuanto le
mandase. Y cuéntase desta buena moza que jamás dio semejantes palabras
que no las cumpliese, aunque las diese en un monte y sin testigo alguno, porque presumía
muy de hidalga, y no tenía por afrenta estar en aquel ejercicio de servir
en la venta, porque decía ella que desgracias y malos sucesos la habían
traído a aquel estado.
El duro, estrecho, apocado y fementido lecho de don Quijote estaba primero en mitad
de aquel estrellado establo, y luego junto a él hizo el suyo Sancho, que solo
contenía una estera de enea y una manta, que antes mostraba ser de anjeo tundido
que de lana. Sucedía a estos dos lechos el del arriero, fabricado, como se
ha dicho, de las enjalmas y de todo el adorno de los dos mejores mulos que traía,
aunque eran doce, lucios, gordos y famosos, porque era uno de los ricos arrieros
de Arévalo, según lo dice el autor desta historia, que deste arriero
hace particular mención porque le conocía muy bien, y aun quieren decir
que era algo pariente suyo. Fuera de que Cide Mahamate Benengeli fue historiador
muy curioso y muy puntual en todas las cosas, y échase bien de ver, pues las
que quedan referidas, con ser tan mínimas y tan rateras, no las quiso pasar
en silencio; de donde podrán tomar ejemplo los historiadores graves, que nos
cuentan las acciones tan corta y sucintamente, que apenas nos llegan a los labios,
dejándose en el tintero, ya por descuido, por malicia o ignorancia, lo más
sustancial de la obra. ¡Bien haya mil veces el autor de Tablante de Ricamonte,
y aquel del otro libro donde se cuenta los hechos del conde Tomillas, y con qué
puntualidad lo describen todo!
Digo, pues, que después de haber visitado el arriero a su recua y dádole
el segundo pienso, se tendió en sus enjalmas y se dio a esperar a su puntualísima
Maritornes. Ya estaba Sancho bizmado y acostado, y, aunque procuraba dormir, no lo
consentía el dolor de sus costillas; y don Quijote, con el dolor de las suyas,
tenía los ojos abiertos como liebre. Toda la venta estaba en silencio, y en
toda ella no había otra luz que la que daba una lámpara que colgada
en medio del portal ardía. |