Donde se da fin al cuento de la pastora Marcela,
con otros sucesos
Mas apenas comenzó a descubrirse el día por los balcones del oriente,
cuando los cinco de los seis cabreros se levantaron y fueron a despertar a don Quijote
y a decille si estaba todavía con propósito de ir a ver el famoso entierro
de Grisóstomo, y que ellos le harían compañía. Don Quijote,
que otra cosa no deseaba, se levantó y mandó a Sancho que ensillase
y enalbardase al momento, lo cual él hizo con mucha diligencia, y con la mesma
se pusieron luego todos en camino. Y no hubieron andado un cuarto de legua, cuando
al cruzar de una senda vieron venir hacia ellos hasta seis pastores vestidos con
pellicos negros y coronadas las cabezas con guirnaldas de ciprés y de amarga
adelfa. Traía cada uno un grueso bastón de acebo en la mano. Venían
con ellos asimesmo dos gentiles hombres de a caballo, muy bien aderezados de camino,
con otros tres mozos de a pie que los acompañaban. En llegándose a
juntar se saludaron cortésmente y, preguntándose los unos a los otros
dónde iban, supieron que todos se encaminaban al lugar del entierro y, así,
comenzaron a caminar todos juntos.
Uno de los de a caballo, hablando con su compañero, le dijo:
-Paréceme, señor Vivaldo, que habemos de dar por bien empleada la tardanza
que hiciéremos en ver este famoso entierro, que no podrá dejar de ser
famoso, según estos pastores nos han contado estrañezas ansí
del muerto pastor como de la pastora homicida.
-Así me lo parece a mí -respondió Vivaldo-, y no digo yo hacer
tardanza de un día, pero de cuatro la hiciera a trueco de verle.
Preguntóles don Quijote qué era lo que habían oído de
Marcela y de Grisóstomo. El caminante dijo que aquella madrugada habían
encontrado con aquellos pastores y que, por haberles visto en aquel tan triste traje,
les habían preguntado la ocasión por que iban de aquella manera; que
uno dellos se lo contó, contando la estrañeza y hermosura de una pastora
llamada Marcela y los amores de muchos que la recuestaban, con la muerte de aquel
Grisóstomo a cuyo entierro iban. Finalmente, él contó todo lo
que Pedro a don Quijote había contado.
Cesó esta plática y comenzóse otra, preguntando el que se llamaba
Vivaldo a don Quijote qué era la ocasión que le movía a andar
armado de aquella manera por tierra tan pacífica. A lo cual respondió
don Quijote:
-La profesión de mi ejercicio no consiente ni permite que yo ande de otra
manera. El buen paso, el regalo y el reposo, allá se inventó para los
blandos cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las armas solo se inventaron e
hicieron para aquellos que el mundo llama caballeros andantes, de los cuales yo,
aunque indigno, soy el menor de todos.
Apenas le oyeron esto, cuando todos le tuvieron por loco; y por averiguarlo más
y ver qué género de locura era el suyo, le tornó a preguntar
Vivaldo que qué quería decir caballeros andantes.
-¿No han vuestras mercedes leído -respondió don Quijote- los
anales e historias de Ingalaterra, donde se tratan las famosas fazañas del
rey Arturo, que continuamente en nuestro romance castellano llamamos «el rey
Artús», de quien es tradición antigua y común en todo
aquel reino de la Gran Bretaña que este rey no murió, sino que por
arte de encantamento se convirtió en cuervo, y que andando los tiempos ha
de volver a reinar y a cobrar su reino y cetro, a cuya causa no se probará
que desde aquel tiempo a este haya ningún inglés muerto cuervo alguno?
Pues en tiempo deste buen rey fue instituida aquella famosa orden de caballería
de los caballeros de la Tabla Redonda, y pasaron, sin faltar un punto, los amores
que allí se cuentan de don Lanzarote del Lago con la reina Ginebra, siendo
medianera dellos y sabidora aquella tan honrada dueña Quintañona, de
donde nació aquel tan sabido romance, y tan decantado en nuestra España,
de
Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera Lanzarote
cuando de Bretaña vino,
con aquel progreso tan dulce y tan suave de sus amorosos y fuertes fechos. Pues desde
entonces de mano en mano fue aquella orden de caballería estendiéndose
y dilatándose por muchas y diversas partes del mundo, y en ella fueron famosos
y conocidos por sus fechos el valiente Amadís de Gaula, con todos sus hijos
y nietos, hasta la quinta generación, y el valeroso Felixmarte de Hircania,
y el nunca como se debe alabado Tirante el Blanco, y casi que en nuestros días
vimos y comunicamos y oímos al invencible y valeroso caballero don Belianís
de Grecia. Esto, pues, señores, es ser caballero andante, y la que he dicho
es la orden de su caballería, en la cual, como otra vez he dicho, yo, aunque
pecador, he hecho profesión, y lo mesmo que profesaron los caballeros referidos
profeso yo. Y, así, me voy por estas soledades y despoblados buscando las
aventuras, con ánimo deliberado de ofrecer mi brazo y mi persona a la más
peligrosa que la suerte me deparare, en ayuda de los flacos y menesterosos.
Por estas razones que dijo acabaron de enterarse los caminantes que era don Quijote
falto de juicio y del género de locura que lo señoreaba, de lo cual
recibieron la mesma admiración que recibían todos aquellos que de nuevo
venían en conocimiento della. Y Vivaldo, que era persona muy discreta y de
alegre condición, por pasar sin pesadumbre el poco camino que decían
que les faltaba, al llegar a la sierra del entierro quiso darle ocasión a
que pasase más adelante con sus disparates, y, así, le dijo:
-Paréceme, señor caballero andante, que vuestra merced ha profesado
una de las más estrechas profesiones que hay en la tierra, y tengo para mí
que aun la de los frailes cartujos no es tan estrecha.
-Tan estrecha bien podía ser -respondió nuestro don Quijote-, pero
tan necesaria en el mundo no estoy en dos dedos de ponello en duda. Porque, si va
a decir verdad, no hace menos el soldado que pone en ejecución lo que su capitán
le manda que el mesmo capitán que se lo ordena. Quiero decir que los religiosos,
con toda paz y sosiego, piden al cielo el bien de la tierra, pero los soldados y
caballeros ponemos en ejecución lo que ellos piden, defendiéndola con
el valor de nuestros brazos y filos de nuestras espadas, no debajo de cubierta, sino
al cielo abierto, puestos por blanco de los insufribles rayos del sol en el verano
y de los erizados yelos del invierno. Así que somos ministros de Dios en la
tierra y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia. Y como las cosas de la
guerra y las a ellas tocantes y concernientes no se pueden poner en ejecución
sino sudando, afanando y trabajando, síguese que aquellos que la profesan
tienen sin duda mayor trabajo que aquellos que en sosegada paz y reposo están
rogando a Dios favorezca a los que poco pueden. No quiero yo decir, ni me pasa por
pensamiento, que es tan buen estado el de caballero andante como el del encerrado
religioso: solo quiero inferir, por lo que yo padezco, que sin duda es más
trabajoso y más aporreado, y más hambriento y sediento, miserable,
roto y piojoso, porque no hay duda sino que los caballeros andantes pasados pasaron
mucha mala ventura en el discurso de su vida; y si algunos subieron a ser emperadores
por el valor de su brazo, a fe que les costó buen porqué de su sangre
y de su sudor, y que si a los que a tal grado subieron les faltaran encantadores
y sabios que los ayudaran, que ellos quedaran bien defraudados de sus deseos y bien
engañados de sus esperanzas.
-De ese parecer estoy yo -replicó el caminante., pero una cosa entre otras
muchas me parece muy mal de los caballeros andantes, y es que cuando se ven en ocasión
de acometer una grande y peligrosa aventura, en que se vee manifiesto peligro de
perder la vida, nunca en aquel instante de acometella se acuerdan de encomendarse
a Dios, como cada cristiano está obligado a hacer en peligros semejantes,
antes se encomiendan a sus damas, con tanta gana y devoción como si ellas
fueran su Dios, cosa que me parece que huele algo a gentilidad.
Señor -respondió don Quijote-, eso no puede ser menos en ninguna manera,
y caería en mal caso el caballero andante que otra cosa hiciese, que ya está
en uso y costumbre en la caballería andantesca que el caballero andante que
al acometer algún gran hecho de armas tuviese su señora delante, vuelva
a ella los ojos blanda y amorosamente, como que le pide con ellos le favorezca y
ampare en el dudoso trance que acomete; y aun si nadie le oye, está obligado
a decir algunas palabras entre dientes, en que de todo corazón se le encomiende,
y desto tenemos innumerables ejemplos en las historias. Y no se ha de entender por
esto que han de dejar de encomendarse a Dios, que tiempo y lugar les queda para hacerlo
en el discurso de la obra.
-Con todo eso -replicó el caminante-, me queda un escrúpulo, y es que
muchas veces he leído que se traban palabras entre dos andantes caballeros,
y, de una en otra, se les viene a encender la cólera, y a volver los caballos
y tomar una buena pieza del campo, y luego, sin más ni más, a todo
el correr dellos, se vuelven a encontrar, y en mitad de la corrida se encomiendan
a sus damas; y lo que suele suceder del encuentro es que el uno cae por las ancas
del caballo, pasado con la lanza del contrario de parte a parte, y al otro le viene
también, que, a no tenerse a las crines del suyo, no pudiera dejar de venir
al suelo. Y no sé yo cómo el muerto tuvo lugar para encomendarse a
Dios en el discurso de esta tan acelerada obra. Mejor fuera que las palabras que
en la carrera gastó encomendándose a su dama las gastara en lo que
debía y estaba obligado como cristiano. Cuanto más, que yo tengo para
mí que no todos los caballeros andantes tienen damas a quien encomendarse,
porque no todos son enamorados.
-Eso no puede ser -respondió don Quijote-: digo que no puede ser que haya
caballero andante sin dama, porque tan proprio y tan natural les es a los tales ser
enamorados como al cielo tener estrellas, y a buen seguro que no se haya visto historia
donde se halle caballero andante sin amores; y por el mesmo caso que estuviese sin
ellos, no sería tenido por legítimo caballero, sino por bastardo y
que entró en la fortaleza de la caballería dicha, no por la puerta,
sino por las bardas, como salteador y ladrón.
-Con todo eso -dijo el caminante-, me parece, si mal no me acuerdo, haber leído
que don Galaor, hermano del valeroso Amadís de Gaula, nunca tuvo dama señalada
a quien pudiese encomendarse; y, con todo esto, no fue tenido en menos, y fue un
muy valiente y famoso caballero. |