De lo que más le avino a don Quijote con el
vizcaíno y del peligro en que se vio con una caterva de yangüeses
Ya en este tiempo se había levantado Sancho Panza, algo maltratado de los
mozos de los frailes, y había estado atento a la batalla de su señor
don Quijote, y rogaba a Dios en su corazón fuese servido de darle vitoria
y que en ella ganase alguna ínsula de donde le hiciese gobernador, como se
lo había prometido. Viendo, pues, ya acabada la pendencia y que su amo volvía
a subir sobre Rocinante, llegó a tenerle el estribo y, antes que subiese,
se hincó de rodillas delante dél y, asiéndole de la mano, se
la besó y le dijo:
-Sea vuestra merced servido, señor don Quijote mío, de darme el gobierno
de la ínsula que en esta rigurosa pendencia se ha ganado, que, por grande
que sea, yo me siento con fuerzas de saberla gobernar tal y tan bien como otro que
haya gobernado ínsulas en el mundo.
A lo cual respondió don Quijote:
-Advertid, hermano Sancho, que esta aventura y las a esta semejantes no son aventuras
de ínsulas, sino de encrucijadas, en las cuales no se gana otra cosa que sacar
rota la cabeza, o una oreja menos. Tened paciencia, que aventuras se ofrecerán
donde no solamente os pueda hacer gobernador, sino más adelante.
Agradecióselo mucho Sancho y, besándole otra vez la mano y la falda
de la loriga, le ayudó a subir sobre Rocinante, y él subió sobre
su asno y comenzó a seguir a su señor, que a paso tirado, sin despedirse
ni hablar más con las del coche, se entró por un bosque que allí
junto estaba. Seguíale Sancho a todo el trote de su jumento, pero caminaba
tanto Rocinante, que, viéndose quedar atrás, le fue forzoso dar voces
a su amo que se aguardase. Hízolo así don Quijote, teniendo las riendas
a Rocinante hasta que llegase su cansado escudero, el cual, en llegando, le dijo:
-Paréceme, señor, que sería acertado irnos a retraer a alguna
iglesia, que, según quedó maltrecho aquel con quien os combatistes,
no será mucho que den noticia del caso a la Santa Hermandad y nos prendan;
y a fe que si lo hacen, que primero que salgamos de la cárcel, que nos ha
de sudar el hopo.
-Calla -dijo don Quijote-, ¿y dónde has visto tú o leído
jamás que caballero andante haya sido puesto ante la justicia, por más
homicidios que hubiese cometido?
-Yo no sé nada de omecillos -respondió Sancho-, ni en mi vida le caté
a ninguno; solo sé que la Santa Hermandad tiene que ver con los que pelean
en el campo, y en esotro no me entremeto.
-Pues no tengas pena, amigo -respondió don Quijote-, que yo te sacaré
de las manos de los caldeos, cuanto más de las de la Hermandad. Pero dime
por tu vida: ¿has visto más valeroso caballero que yo en todo lo descubierto
de la tierra? ¿Has leído en historias otro que tenga ni haya tenido
más brío en acometer, más aliento en el perseverar, más
destreza en el herir, ni más maña en el derribar?
-La verdad sea -respondió Sancho- que yo no he leído ninguna historia
jamás, porque ni sé leer ni escrebir; mas lo que osaré apostar
es que más atrevido amo que vuestra merced yo no le he servido en todos los
días de mi vida, y quiera Dios que estos atrevimientos no se paguen donde
tengo dicho. Lo que le ruego a vuestra merced es que se cure, que le va mucha sangre
de esa oreja, que aquí traigo hilas y un poco de ungüento blanco en las
alforjas.
-Todo eso fuera bien escusado -respondió don Quijote- si a mí se me
acordara de hacer una redoma del bálsamo de Fierabrás, que con sola
una gota se ahorraran tiempo y medicinas.
-¿Qué redoma y qué bálsamo es ese? -dijo Sancho Panza.
-Es un bálsamo -respondió don Quijote- de quien tengo la receta en
la memoria, con el cual no hay que tener temor a la muerte, ni hay pensar morir de
ferida alguna. Y ansí, cuando yo le haga y te le dé, no tienes más
que hacer sino que, cuando vieres que en alguna batalla me han partido por medio
del cuerpo, como muchas veces suele acontecer, bonitamente la parte del cuerpo que
hubiere caído en el suelo, y con mucha sotileza, antes que la sangre se yele,
la pondrás sobre la otra mitad que quedare en la silla, advirtiendo de encajallo
igualmente y al justo. Luego me darás a beber solos dos tragos del bálsamo
que he dicho, y verásme quedar más sano que una manzana.
-Si eso hay -dijo Panza-, yo renuncio desde aquí el gobierno de la prometida
ínsula, y no quiero otra cosa en pago de mis muchos y buenos servicios sino
que vuestra merced me dé la receta de ese estremado licor, que para mí
tengo que valdrá la onza adondequiera más de a dos reales, y no he
menester yo más para pasar esta vida honrada y descansadamente. Pero es de
saber agora si tiene mucha costa el hacelle.
-Con menos de tres reales se pueden hacer tres azumbres -respondió don Quijote.
-¡Pecador de mí! -replicó Sancho-, pues ¿a qué
aguarda vuestra merced a hacelle y a enseñármele?
-Calla, amigo -respondió don Quijote-, que mayores secretos pienso enseñarte,
y mayores mercedes hacerte; y, por agora, curémonos, que la oreja me duele
más de lo que yo quisiera.
Sacó Sancho de las alforjas hilas y ungüento. Mas, cuando don Quijote
llegó a ver rota su celada, pensó perder el juicio y, puesta la mano
en la espada y alzando los ojos al cielo, dijo:
-Yo hago juramento al Criador de todas las cosas y a los santos cuatro Evangelios,
donde más largamente están escritos, de hacer la vida que hizo el grande
marqués de Mantua cuando juró de vengar la muerte de su sobrino Valdovinos,
que fue de no comer pan a manteles, ni con su mujer folgar, y otras cosas que, aunque
dellas no me acuerdo, las doy aquí por expresadas, hasta tomar entera venganza
del que tal desaguisado me fizo.
Oyendo esto Sancho, le dijo:
-Advierta vuestra merced, señor don Quijote, que si el caballero cumplió
lo que se le dejó ordenado de irse a presentar ante mi señora Dulcinea
del Toboso, ya habrá cumplido con lo que debía, y no merece otra pena
si no comete nuevo delito.
-Has hablado y apuntado muy bien -respondió don Quijote-, y, así, anulo
el juramento en cuanto lo que toca a tomar dél nueva venganza; pero hágole
y confírmole de nuevo de hacer la vida que he dicho hasta tanto que quite
por fuerza otra celada tal y tan buena como esta a algún caballero. Y no pienses,
Sancho, que así a humo de pajas hago esto, que bien tengo a quien imitar en
ello: que esto mesmo pasó, al pie de la letra, sobre el yelmo de Mambrino,
que tan caro le costó a Sacripante.
-Que dé al diablo vuestra merced tales juramentos, señor mío
-replicó Sancho-, que son muy en daño de la salud y muy en perjuicio
de la conciencia. Si no, dígame ahora: si acaso en muchos días no topamos
hombre armado con celada, ¿qué hemos de hacer? ¿Hase de cumplir
el juramento, a despecho de tantos inconvenientes e incomodidades, como será
el dormir vestido y el no dormir en poblado, y otras mil penitencias que contenía
el juramento de aquel loco viejo del marqués de Mantua, que vuestra merced
quiere revalidar ahora? Mire vuestra merced bien que por todos estos caminos no andan
hombres armados, sino arrieros y carreteros, que no solo no traen celadas, pero quizá
no las han oído nombrar en todos los días de su vida.
Engáñaste en eso -dijo don Quijote-, porque no habremos estado dos
horas por estas encrucijadas, cuando veamos más armados que los que vinieron
sobre Albraca, a la conquista de Angélica la Bella.
-Alto, pues; sea ansí -dijo Sancho-, y a Dios prazga que nos suceda bien y
que se llegue ya el tiempo de ganar esta ínsula que tan cara me cuesta, y
muérame yo luego.
-Ya te he dicho, Sancho, que no te dé eso cuidado alguno, que, cuando faltare
ínsula, ahí está el reino de Dinamarca, o el de Sobradisa, que
te vendrán como anillo al dedo, y más que, por ser en tierra firme,
te debes más alegrar. Pero dejemos esto para su tiempo, y mira si traes algo
en esas alforjas que comamos, porque vamos luego en busca de algún castillo
donde alojemos esta noche y hagamos el bálsamo que te he dicho, porque yo
te voto a Dios que me va doliendo mucho la oreja.
-Aquí trayo una cebolla y un poco de queso, y no sé cuántos
mendrugos de pan -dijo Sancho-, pero no son manjares que pertenecen a tan valiente
caballero como vuestra merced.
-¡Qué mal lo entiendes! -respondió don Quijote-. Hágote
saber, Sancho, que es honra de los caballeros andantes no comer en un mes, y, ya
que coman, sea de aquello que hallaren más a mano; y esto se te hiciera cierto
si hubieras leído tantas historias como yo, que, aunque han sido muchas, en
todas ellas no he hallado hecha relación de que los caballeros andantes comiesen,
si no era acaso y en algunos suntuosos banquetes que les hacían, y los demás
días se los pasaban en flores. Y aunque se deja entender que no podían
pasar sin comer y sin hacer todos los otros menesteres naturales, porque en efeto
eran hombres como nosotros, hase de entender también que andando lo más
del tiempo de su vida por las florestas y despoblados, y sin cocinero, que su más
ordinaria comida sería de viandas rústicas, tales como las que tú
ahora me ofreces. Así que, Sancho amigo, no te congoje lo que a mí
me da gusto: ni quieras tú hacer mundo nuevo, ni sacar la caballería
andante de sus quicios.
-Perdóneme vuestra merced -dijo Sancho-, que como yo no sé leer ni
escrebir, como otra vez he dicho, no sé ni he caído en las reglas de
la profesión caballeresca; y de aquí adelante yo proveeré las
alforjas de todo género de fruta seca para vuestra merced, que es caballero,
y para mí las proveeré, pues no lo soy, de otras cosas volátiles
y de más sustancia.
-No digo yo, Sancho -replicó don Quijote-, que sea forzoso a los caballeros
andantes no comer otra cosa sino esas frutas que dices, sino que su más ordinario
sustento debía de ser dellas y de algunas yerbas que hallaban por los campos,
que ellos conocían y yo también conozco.
-Virtud es -respondió Sancho- conocer esas yerbas, que, según yo me
voy imaginando, algún día será menester usar de ese conocimiento.
Y sacando en esto lo que dijo que traía, comieron los dos en buena paz y compaña.
Pero, deseosos de buscar donde alojar aquella noche, acabaron con mucha brevedad
su pobre y seca comida. Subieron luego a caballo y diéronse priesa por llegar
a poblado antes que anocheciese, pero faltóles el sol, y la esperanza de alcanzar
lo que deseaban, junto a unas chozas de unos cabreros, y, así, determinaron
de pasarla allí; que cuanto fue de pesadumbre para Sancho no llegar a poblado
fue de contento para su amo dormirla al cielo descubierto, por parecerle que cada
vez que esto le sucedía era hacer un acto posesivo que facilitaba la prueba
de su caballería.. |