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5. Homero como educador
5. 1. La tradición homérica, ¿modelos ideales?
Pero lo que permanece, lo fundan los poetas
Hölderlin, Recuerdo
Así concluye el poeta romántico Hölderlin su poema Recuerdo
(1808). Si tratamos de pensar este verso en relación con el primer poeta
de la historia de Occidente, Homero, en una primera lectura sus palabras pueden sugerir
una referencia directa a los orígenes de la tradición. En efecto, Ilíada
y Odisea fueron, en primer lugar para los propios helenos, fuente inagotable
de la que bebieron el mito, la religión, la tragedia, la comedia y posteriormente
la filosofía. La primera referencia al rapsoda y su cantar errante aparece
ya en el historiador Herodoto y posteriormente en el poeta Píndaro, que habla
de los Homéridas como de una gran familia de sus supuestos descendientes,
los cuales practicaban el género rapsódico en el siglo VI a. C. La
abundancia de citas homéricas en Platón nos permiten formarnos una
idea acerca de los textos que tenía a su disposición, probablemente
como toda persona ilustrada de la Atenas del siglo IV. Y también sabemos por
Aristóteles que en el Liceo, los alumnos estaban obligados a conocer y recitar
los versos del ¿øpSƒS¬ por excelencia. El gran trágico Esquilo
afirma, con modestia, que sus obras no son sino pobres restos del “gran festín
homérico”. O Aristófanes en Los convidados, que con su peculiar
sarcasmo pinta a un maestro preguntando autoritariamente a un desmemoriado alumno
el significado de ciertas glosas homéricas.
Homero, pues, es la primera fuente y origen de la tradición para los griegos,
y a continuación venero inextinguible para toda la historia de Occidente:
referente simbólico para las artes y para entendernos a nosotros mismos como
hombres pertenecientes a esa tradición. Pero, ¿existió Homero
como persona real o fue sólo una figura legendaria? ¿Vivió en
el siglo VIII a. C., en Quíos, en Esmirna? Dejemos el asunto a los especialistas,
porque lo que nos interesa es que los dos poemas, Ilíada y Odisea,
recitados o cantados, eran enseñados a los jóvenes griegos
en las escuelas y durante muchas generaciones. ¿Por qué? ¿Puede
pensarse que hay en Homero un designio educador? Esta es la opinión de Jaeger
, que sostiene que el fondo histórico de los poemas de Homero no hacía
de ellos, para sus oyentes contemporáneos, una mera historia del pasado. Por
el contrario, al enaltecer las hazañas de los héroes (µ¿ø¬)
los convertía en ideales eternos dignos de imitación, ideales transmitidos
a los “espíritus superiores” de una supuesta aristocracia de pensamiento y
acción. Nobleza de costumbres, decoro, valor y buenas maneras son las cualidades
de la supremacía del primer pueblo de cultura y civilización, el pueblo
griego, ya que Grecia encarna, según palabras de Jaeger, “el nacimiento de
un ideal definitivo de hombre superior, al cual aspira la selección de la
raza” . El segundo pueblo que merece este apelativo de civilizado y, por tanto, con
designio civilizador es el pueblo alemán. Si tenemos en cuenta que esta obra
se escribió en el año 1933, aterran las consecuencias que pudo tener
en los círculos alemanes de helenistas de la época. Mi disensión
es absoluta, no sólo por razones ideológicas, sino porque presenta
en sus análisis, casi en exclusiva, los aspectos positivos de los héroes
en armónica relación con los dioses; en olvido de sus arbitrariedades,
crueldades, dudas y miserias, las cuales sí incitarían a reflexionar
sobre el error humano, para aprender de él.
En contraposición a Jaeger, pensamos que la grandeza de Homero está
en la pluralidad de sus personajes, que aparecen como una galería de retratos
(humanos y divinos), con sus contradicciones íntimas y sus comportamientos
errados, que nos inducen a pensar en un relativismo moral (por supuesto, no en sentido
moderno, como desarrollaremos después), más allá de los modelos
ideales, estólicos, monolíticos y sin fisuras como se quiso ver en
ellos. El idealismo alemán y los escritores románticos fueron los responsables
de la idea de un yo indiviso o espíritu, absolutamente ajeno a Homero y su
época, que ni siquiera tenían una palabra para designar la persona
o la unidad del espíritu, así los héroes cuando piensan “le
hablan a su corazón” o “le hablan a su mente”, o le “dicen a sus manos”.
Propongo una primera incursión en los propios textos homéricos para
intentar “otra interpretación”, pudiera ser que tan errada como la anteriormente
aludidas. La estética de la negatividad, cuyos presupuestos asumo aquí,
habla del enigma de la obra de arte y de los fracasados pero ineludibles intentos
de interpretación, aplazada siempre y prolongada, de nuevo, cada vez. Elegiremos
algunos versos en los que los humanos y los dioses no aparecen como modelos dignos
de emulación: un canto de la Ilíada en la que un héroe
humano, Héctor, muestra sus miedos y desazones, y otro de la Odisea, en
el que una diosa, la ninfa Calipso, se queja de la envidia de sus congéneres
divinos.
El argumento del canto XXII de la Ilíada es como sigue: Aquiles ha
abandonado su obstinado encierro y ha vuelto a la batalla, inclinando, de nuevo la
suerte hacia los griegos. Inflamado de ira y de deseos de venganza por la muerte
de su amado compañero Patroclo, persigue al héroe troyano Héctor
alrededor de la muralla de Troya, para darle muerte. El anciano y venerable rey Príamo
y la reina Hécuba tratan de persuadir a su hijo Héctor para que se
proteja del enemigo, resguardándose tras la muralla de su ciudad. Pero Héctor
no hace caso a sus súplicas y muestra el mismo “incombustible furor” que su
oponente. Sin embargo, el héroe modélico troyano, que sabe que su destino
es morir a manos de Aquiles, decide enfrentársele, pero hay un momento en
que siente dudas y miedo y, apesadumbrado, dice así a su “magnánimo
corazón”:
“¡Ay de mí! Si me meto en las puertas y en las murallas,
Polidamente será el primero en cubrirme de oprobios,
pues me ha ordenado guiar a los troyanos hacia la ciudad
esta noche maldita en que el divino Aquiles ha dejado la calma.
Mas yo no le he hecho caso, y ¡cuánto mejor habría sido!
Ahora que ha perecido la tropa por culpa de mis necedades,
vergüenza me dan los troyanos y troyanas, de rozagantes mantos,
no sea que alguna vez alguien vil y distinto de mí diga:
'Héctor, por fiarme de su fuerza, hizo perecer la hueste'
Para la interpretación de estos versos no podemos aplicar la sugerente teoría
del péndulo poético de Valery: el estado poético se produce
por la oscilación entre el sonido y el sentido. ¿Por qué?, porque
nos encontramos con la limitación de que no los oímos en su lengua
original, y aunque así fuese, no se sabe cómo sonaba el griego de la
época. Así pues, prestaremos atención sólo al sentido.
El mundo que describe la Ilíada nos traslada a una época dominada
por las gestas heroicas, cuyo marco exclusivo es el campo de batalla. Sin embargo,
estos guerreros ya no muestran el rudo comportamiento de las viejas sagas guerreras,
exento de cualquier refinamiento moral, sino la traducción de aquellos ideales
al mundo de la caballería cortés. El canto está presidido por
la ±¡µƒS heroica, término que significó “cualidades
de excelencia y superioridad” en fuerza, valor y virtudes morales. Esa supremacía
inter pares estaba obligado a defenderla el héroe, ya que de ella dependía
su honor, basado en el reconocimiento público, tanto en el presente, como
en el futuro. Por ello dice Héctor: “no sea que alguna vez” alguien “vil”,
es decir, dispuesto a poner en entredicho su honra, le responsabilice de la muerte
de los suyos. Lo que más le importa es la censura pública, el qué
dirán, lo cual corresponde al sistema de valores de la que ha sido llamada
“la cultura del pundonor” (o de la vergüenza) . Sin embargo, el héroe
troyano no es el prototipo del ejemplar de defensa a ultranza y sin desmayo de ese
único ideal del honor, como es el caso de Aquiles, más primitivo, obstinado
y temperamental. Héctor es un nuevo modelo de héroe más reflexivo,
y en cuya alma juegan un papel importante el amor a la patria, a la esposa y a los
hijos. Y aunque la conservación de la areté es su preocupación
fundamental; sin embargo, como sigue expresando el mismo canto, tiene dudas, que
“suscitan debates en su ánimo” (v. 123), es “presa del temblor” (v. 136) ante
el aspecto imponente del pelíada, que le impulsan incluso a la huida (v. 137).
No es, por consiguiente, el personaje monolítico “ideal”, sino real y por
ello más humano, más humanamente contradictorio. Y el poeta explota
con habilidad estas cualidades para acercarlo al oyente (de entonces) y hoy al simple
lector.
La Odisea es un poema escrito con posterioridad. Su tema fundamental más
que el épos de la nobleza, será el OøVƒø¬,
el “retorno” del héroe al hogar, después de la guerra de Troya. La
palabra “nostalgia” procede justamente de ese término griego y de ±ª>ø¬
“dolor” o “sufrimiento”. La nostalgia del héroe Odysseus es el dolor que le
produce estar lejos de los seres queridos y de su patria Ítaca, a la que anhela
volver. Tal es la situación descrita en el canto V. El héroe sigue
retenido, a la fuerza, en la cueva de la ninfa Calipso que le ama. Pero Atenea, su
protectora, ha pedido a Zeus, padre de los dioses, que ya es llegada la hora en que
permita el regreso del héroe. Zeus accede y con este fin envía a Hermes
con el mensaje de que “transmita a la ninfa crinada mi firme decreto del retorno
de Ulises, sufrido de entrañas” (vv. 30-31). Así lo describe el poeta:
El magnánimo Ulises no estaba con ella: seguía
como siempre en sus lloros, sentado en los altos cantiles,
destrozando su alma en dolores, gemidos y llanto
que caía de sus ojos atentos al mar infecundo.
Al enterarse la diosa del contenido del irrevocable decreto, contestó “con
aladas palabras” al mensajero Argifonte:
“Sois sañudos, ¡oh dioses!, no hay ser que os iguale en envidia,
no sufrís a las diosas que yazgan abierta y lealmente
con mortales, si alguno le place de esposo. Tal viose
cuando a Orión raptó Aurora de dedos de rosa: irritados
estuvisteis, ¡oh dioses de fácil vivir!, hasta el día
que en Ortigia la casta Artemisa, de trono de oro,
lo abatió disparando sus blancas saetas...”
De ese modo ahora a mí me envidiáis el amor de ese hombre
No parece que la envidia ante el bien ajeno sea precisamente una virtud, un alto
ideal propio de espíritus superiores. Y además, si en algo son superiores
o “inigualables” los dioses es precisamente en celos, rivalidad y resentimiento,
“virtudes tristes”, como las denominaría Spinoza. Y esa mala opinión,
dolida, es la que emite justamente una ninfa de sus congéneres los dioses.
La preguntas surgen en tropel: ¿Son amorales los olímpicos?, ¿podemos
aplicar el mismo rasero ético para medir a los dioses y a los hombres?, ¿y
al hombre homérico y al hombre contemporáneo?
5. 2. Religión olímpica: un mundo de dioses intervencionistas en
los asuntos humanos. úøp¡±: “lote que corresponde en un
reparto”; =<¡p¬: “pasarse de los límites”; ±ƒS: “ceguera”,
“ofuscación”
Los interrogantes que dejábamos en suspenso piden una inmersión
en el ámbito de las preocupaciones religiosas y éticas que describen
las epopeyas homéricas. No se trata de que Homero (y también Hesíodo)
fueran los fundadores de la religión griega, ni tampoco puede pensarse en
una invención de sus dioses, sino que arraiga en las creencias de la tradición.
Ambos fueron guiados por una aspiración de poner orden en la fabulosa
multiplicidad de las representaciones divinas: Hesíodo, sistematizándola
en forma de árboles genealógicos y el rapsoda Homero, tomando de la
tradición oral aquello que necesita para sus fines poéticos y para
su aristocrático publico, la nobleza jonia. Los estudiosos dudan en atribuir
un sentimiento religioso a ambos autores, quizás no fuesen más que
racionalizadores de los mitos. Si a ello unimos que la religión olímpica
es un culto sin un Libro sagrado y sin una casta sacerdotal poderosa, que preserve
la homogeneidad de los dogmas, ello permite una pluralidad de interpretaciones y
una gran versatilidad en los contenidos. Esta misma versatilidad seguramente permitió
el desarrollo de la racionalidad, es decir, del pensamiento filosófico, que
ordenó la realidad siguiendo el modelo hesiódico y sustituyendo las
parejas de los dioses por parejas de elementos y propiedades enfrentadas.
Propongo pensar (y también imaginar) el mundo descrito en los dos poemas homéricos
de la manera que sigue; una riquísima escenografía de personajes y
situaciones que se juegan siempre en dos planos: el celeste y el terráqueo.
El espíritu racionalizador del poeta intenta poner orden y divide la acción
en dos ámbitos, el de arriba es un mundo poblado de poderes sobrenaturales
y de dioses inmortales, el mundo de abajo lo habitan los hombres mortales. Pero parece
que el poeta no acaba aquí su tarea, si sólo utilizase la razón
ordenadora y no su imaginación y su fantasía no sería poeta,
así que da rienda suelta a su imaginación creadora y dota a los personajes
de su drama (humanos y divinos) de rasgos físicos y espirituales bien diferenciados:
la ojizarca Atenea, Ulises, el de múltiples astucias, rasgo que comparte con
Hefesto, o Aquiles, el de los pies ligeros, o el magnánimo Héctor.
De los dioses de arriba describe su vida feliz y sin preocupaciones, holgando en
banquetes y juegos o enzarzados en amargas disputas. De los héroes, mitad
divinos y mitad humanos, cuenta sus hazañas guerreras, sus cóleras
y sus muertes heroicas (en Ilíada) y en la Odisea el poeta representa
un mundo más moderno, sus héroes son retratos de comportamiento en
tiempos de paz. Ulises se describe a sí mismo como un hombre que no sólo
sabe luchar, sino que sabe arar la tierra fértil o fabricar y tallar su hermosa
cama, de la que se siente muy orgulloso.
La fuerza de las descripciones es tan extraordinaria, elevadas e intensificadas por
el aliento poético, que nos impele a trasladarnos, con nuestra imaginación,
al mundo de la época. La inmersión en la vida cotidiana del hombre
homérico es total, ya que debido a la potencia de arrastre de sus pormenores
(no sólo en el campo de batalla, sino también banquetes y danzas, baños,
lizas o risas inextinguibles) sentimos a los dioses y los héroes como personajes
de carne y hueso: ajenos a nosotros por lo desmesurado de sus actos, próximos,
a la vez, por sus luchas internas, sus grandezas y miserias y sus contradicciones.
En la proximidad y la lejanía de los dramatis personae reside esencialmente
el valor de los mitos homéricos. Ellos son el espejo simbólico en el
que nos miramos. El esfuerzo de interpretación a que el mito impele, interpretación
siempre aplazada, nunca concluida; radicaría en que detrás de los combates
míticos entre fuerzas que exceden la naturaleza humana, estarían los
combates interiores y conflictos propiamente humanos. Por ello los mitos fueron,
son y serán fuente inextinguible para la tradición, traducidos simbólicamente
al mundo de las artes y también de la reflexión.
Homero, decíamos, narra en sus poemas un mundo mítico de seres mortales
e inmortales. ¿Hay relaciones entre esos dos mundos o son territorios ajenos
y separados? Separados sí, pero también continuamente interrelacionados.
Los hombres reclaman o suplican la ayuda de los dioses y éstos aceptan o deniegan
su intervención. Son tantas las ocasiones en que tales hechos acontecen, que
por razones de economía elegiremos un tema que consideramos fundamental para
entender el espíritu griego: la idea de destino. Es un tema harto debatido
y sobre el que se han hecho las más diversas y controvertidas interpretaciones,
esa es su riqueza.
Sin pretender añadir nada extraordinariamente novedoso a ese marasmo de interpretaciones
que constituye el legado homérico, volvamos a la escenografía propuesta
de un mundo dividido por una línea horizontal en dos planos, siguiendo así
las indicaciones racionalizadoras del poeta en su afán de poner orden. El
plano de lo alto es sobrenatural o supra-humano y está regido por un Poder
superior e impersonal al que denomina la ºøp¡±, cuyos significados
son “porción”, “parte”, y para nuestra interpretación: “lote que corresponde
en un reparto”. También tiene el significado de “destino”.
Vamos a elegir al canto XV de la Ilíada en que tal término aparece.
Los dioses contemplan desde su altura a los humanos, la larga guerra está
en un momento favorable a los troyanos, protegidos por Poseidón. Zeus, que
hace lo propio con los griegos, decide arbitrar la lucha e imponer la victoria de
sus favoritos. Por este motivo tiene un áspero arranque de ira (±ƒS)
contra su hermano y le ordena, a través de la mensajera Iris ,
que ponga fin a su ayuda en el combate y “vuelva a la tribu de los dioses o al límpido
mar” (v. 161). Poseidón protesta airado. Rezan así los versos:
Tres somos los hermanos nacidos de Crono a quienes Rea alumbró:
Zeus, yo y Hades el tercero, soberano de los de bajo tierra.
En tres lotes ( ºøp¡±p) está todo repartido, y cada
uno obtuvo un honor:
a mí me correspondió habitar para siempre el proceloso mar,
agitadas las suertes; el tenebroso poniente tocó a Hades,
y a Zeus le tocó el ancho cielo en el éter y en las nubes.
La tierra es aún común de los tres, así como el vasto Olimpo.
Algunos estudiosos tienen una idea de la úøp¡± como una
personificación del destino o suerte individual, que se otorga a cada hombre,
y que regirá su vida de la cuna a la sepultura. No es ésta la opinión
de F. Cornford , cuyos análisis seguiremos ahora, que la entiende como un
reparto o sistema de dominios. El texto nos permite imaginar una cuaterna en la que
una línea horizontal y otra vertical reparten espacios: cielo, agua, tierra
y lo que está debajo de la tierra. Cada uno de los espacios o porciones es
un “lote” que le ha tocado a cada uno de los dioses por un designio superior a ellos,
por designio de la moîra..
Volvamos al canto, unos versos adelante tenemos a Iris recomendando a Poseidón
que ceda a los mandatos de Zeus, porque en caso contrario las Erinias, espíritus
de venganza, están siempre dispuestas a ayudar al primogénito. Así
lo hace, pero vuelve a quejarse de las recriminaciones de aquel “a quien se le
han asignado porción semejante y un lote parejo” (vv. 209-210). ¿Cuál
es el motivo de la protesta indignada del dios de las aguas? Una cuestión
de honor. ¿Por qué? Porque cada región comporta, a su vez, un
“rango” o “ privilegio” (ƒpºS) de cada uno de los dioses y Poseidón insiste
en que el lote es parejo para los tres hermanos: Zeus, Hades y él mismo, y
que la tierra, en la que los mortales están guerreando, es un territorio asignado
a los tres. Las cuestiones de honor son tan importantes para los dioses como para
los hombres. La moîra impone unos límites, que no pueden saltarse,
bajo riesgo de incurrir en injusticia. Zeus, pues, es injusto con Poseidón
porque comete =<¡p¬, término que significa “pasarse de los límites”
y también “orgullo” e “insolencia”.
Con este ejemplo he pretendido ilustrar un aspecto ético del legado homérico,
que ha sido largamente debatido: la denominada amoralidad de los olímpicos.
Zeus, entre todos, es el que da más y peores ejemplos de abuso de poder,
con sus hermanos los dioses y por supuesto con los humanos. Se apuntaría,
con este tipo de comportamiento arbitrario por parte de Zeus, una transición
de un politeísmo “democrático” en la que los dioses, iguales en poder
y rango, decidirían en asamblea, a una “toma del poder”, o golpe de estado
por parte de Zeus, que se convertiría en dios autoritario. Las pensadoras
feministas, al referirse a este momento, encuentran los orígenes míticos
del patriarcado. La institución del paterfamilias sería su fruto
inmediato, con la imposición de una autoridad, tantas veces abusiva y arbitraria,
y en este sentido, amoral.
Una interpretación posible es que una religión politeísta consecuente,
como la de los griegos, tiene el mérito de dejar que el orden del universo
surja sin la intervención de ninguna inteligencia dotada de propósito.
Las religiones monoteístas, sin embargo, atribuyen el origen del universo
al acto creador de una voluntad suprema. Un paradigma de lo que decíamos con
respecto al politeísmo griego es el papel que asignaban a la moîra,
fuerza ciega o hado, la cual era la encargada de la distribución
de los elementos. Si este concepto es pensado como una fuerza abstracta, la moîra
sería una representación de la necesidad y la justicia
(del va a ser y del debe ser). En el territorio de la naciente
ciencia de los pensadores milesios su equivalente es la ley que rige el universo.
Esta es la interpretación, ya expuesta, de Cornford, el universo tiene un
carácter moral: respetar la cuaterna es mantener la justicia cósmica.
Sin embargo, comprobamos en los propios textos de Homero, que no parece tener la
intención de moralizar la conducta de sus dioses. Valga el ejemplo propuesto
del comportamiento injusto e insolente de Zeus, que me sirve para reafirmar mi interpretación
del error de atribuirle el propósito de mostrar modelos ideales dignos de
emulación. El afán moralizador sí aparece en Hesíodo,
el cual en la Teogonía, describe, en una teología en un estadio
más avanzado, como los dioses olímpicos, más jóvenes
que la moîra, a la que en un principio se habían sometido, pretenden
ser ellos los que, por su propia voluntad, deciden la “distribución”.
De la escenografía que sugiere el mundo homérico nos hemos ocupado,
casi en exclusiva, del plano celeste. En el plano de abajo viven los mortales. Investiguemos
ahora cuál es su relación con el destino. Los celestes no pueden
alterar el curso del destino, su arbitrariedad no tiene aquí cabida. Pero
sí pueden actuar puntualmente sobre él y retrasar su cumplimiento.
Poseidón sabe que el destino de Ulises es regresar a su patria Ítaca,
pero sigue “enconado en su ira” (Od. I, 19) y le envía de continuo
tormentas y tempestades, no le perdona la ceguera de su hijo el cíclope Polifemo
(Od. IX). Ni el propio Zeus puede alterar el destino de su amado hijo Sarpedón,
que es sucumbir a manos de Patroclo y no puede salvarlo (Il.XVI, 433 ss. ).
Muchos son los ejemplos que podrían citarse, pero conviene sacar algunas conclusiones
de esta creencia del hombre homérico en la inexorabilidad el destino.
Desde una perspectiva actual, podría parecer que la creencia en el destino
y la creencia en los dioses son conceptos contradictorios. Porque o bien el hombre
homérico piensa que el curso de su vida está marcada de antemano y
no le queda más que una fatalista resignación, o bien cree que los
acontecimientos de su vida dependen de la benevolencia o la ira de los dioses, a
los cuáles conviene honrar con sacrificios o plegarias. Según la interpretación
de Lasso de la Vega, el hombre homérico no lo vive como una contradicción
o una incompatibilidad, ya que el mismo acontecimiento puede explicárselo
como natural o sobrenatural, ya sea por una intervención divina o cumplimiento
del destino, o por un compromiso entre ambos. Es usual, en este tipo de explicaciones
la expresión ºøp¡± —µ…O, “destino de los dioses”.
(también aparece el término ±pV±, como sustituto de ºøp¡±,
que tiene un sentido semejante).
Si aceptamos que el hombre homérico cree que su vida está presidida
por designios de orden sobrenatural, ¿cómo explica o justifica sus
comportamientos errados aquí, en la tierra, donde habita con sus congéneres
mortales? En otras palabras: ¿cuál es su responsabilidad personal?
Pero, ¿puede hablarse en estos términos, o estamos cometiendo un inexcusable
anacronismo? Intentemos analizarlo, en primer lugar a partir de un nuevo binomio:
responsabilidad-destino. Estos dos conceptos, ¿los héroes los
viven como compatibles o como aporía irresoluble? Buscamos un ejemplo para
que nos de alguna luz y nos permita aventurar una interpretación. La ºøp¡±
de Aquiles es vivir largos años oscuramente, o una corta vida de fama y honor.
Su vida no está predeterminada en todos los detalles, le está permitido
escoger. Pero una vez hecha la elección, sus consecuencias son irrevocables,
luego tiene un cierto grado de responsabilidad.
Intentamos una nueva interpretación del destino, más adecuada a este
contexto: pudiera ser que el poeta emplease el concepto de destino como un cierto
orden de los acontecimientos, como una serie concatenada de causas y efectos,
de tal manera que una vez que Aquiles decide elegir una vida corta y honrosa, su
consecuencia es la muerte joven (Homero no especifica quien fue su autor, aunque
versiones posteriores hablan de Paris, ayudado por su protectora Afrodita). Si en
Aquiles hubo capacidad de elección, y por tanto, responsabilidad, también
el poeta nos cuenta cómo se arrepintió de esa elección, pero
cuando ya era tarde, en el reino de los muertos.
Han sido citadas con frecuencia las palabras que Aquiles pronunció en el Hades,
que reflejan la humanidad del héroe, por sus contradicciones (humanas demasiado
humanas, Nietzsche) y su extraordinario amor a la vida. El canto XI de la Odisea
narra la bajada al Hades de Ulises para hablar con el adivino Tiresias, que le indicará
el camino de regreso a su hogar. Allá se encuentra con las sombras tristes
y melancólicas de muchos héroes famosos, entre ellos Aquiles. Para
elevar su ánimo le dice con aladas palabras.
......................................... 'Tú, Aquiles,
fuiste, en cambio, feliz entre todos, y lo eres ahora.
Los argivos te honramos un tiempo al igual que a los dioses
y aquí tienes también el imperio en los muertos: por ello
no te debe, ¡oh Aquiles!, doler la existencia perdida'.
Tal hablé. Sin hacerse esperar replicándome dijo:
'No pretendas Ulises preclaro, buscarme consuelos
de la muerte, que yo más querría ser siervo en el campo
de cualquier labrador sin caudal y de corta despensa
que reinar sobre todos los muertos que allá fenecieron'.
Aquiles hizo su elección porque creyó en vida que lo más importante
era la fama y el honor, aunque ello limitase su existencia. Pero una vez perdida
la vida, un inmenso sentimiento de nostalgia, de dolor por la pérdida de su
hogar, le hace sentir como inútiles los consuelos de la muerte que le ofrece
el compasivo Ulises; ya no tiene en consideración ser el rey de los muertos,
sus valores se relativizan, y no le importaría la pérdida incluso de
su ±¡µƒS de aristócrata y convertirse en siervo, con tal
de poder volver a la tierra.
Es difícil tratar de sintetizar el inmenso caudal de reflexiones que sugieren
los cantos del inmortal Homero. Por ello, a través de estas páginas
he tratado de ceñirme a unos pocos términos, de difícil elección,
pero que podríamos considerar como conceptos-guía para orientarse
en el mundo fertilísimo de su legado. Hölderlin se refiere a ello al
considerar al poeta “anegado por la sobreabundancia de la mesa de los dioses”. Los
filósofos y filósofas no nadamos en la sobreabundancia, sino en la
indigencia racionalizadora. Con esta limitación propongo entender estas palabras
conductoras como fundamento para intentar discernir lo que conocemos como
el espíritu de los helenos. Estas palabras han sido: ±¡µƒS
(“excelencia” o “virtud” de los héroes) emparentada con ƒpºS (“rango”
o “privilegio”), además de ºøp¡± (“lote que corresponde
en un reparto”, “destino”, “orden en los acontecimientos”) y =<¡p¬:
“pasarse de los límites” impuestos por el destino, o comportarse con injusticia
y autoritarismo.
Finalizaremos con el concepto de ±ƒS, que tiene el significado de “ceguera”
u “ofuscación”. Elegimos este término porque tiene relación
con el tema que nos ocupaba, el de la legitimidad (o no) de atribuir moralidad, es
decir, responsabilidad, a los héroes y dioses griegos, en la escenografía
propuesta de un mundo celeste y terreno continuamente intercomunicados.
Unos últimos versos de la Odisea oiremos aún. Porque si alguna
intención me ha guiado, desde el principio, era la de oír las palabras
del poeta. La presencia de las palabras en nuestros oídos (aunque no sean
con el sonido original, que desconocemos) son la mejor manera de atender al mensaje
del rapsoda, el cantor ambulante.
La ±ƒS es uno de los conceptos homéricos que había aparecido
en Ilíada, canto XV (vv.187-192), al que nos habíamos
remitido con anterioridad, al hablar de la moîra. Pero en aquel contexto
era Zeus el que había sufrido un súbito arranque de “ira” contra su
hermano Poseidón. Ahora veremos aparecer esa fuerza atacando y ofuscando
a los humanos. En el canto XIX de la misma epopeya, Agamenón, en asamblea,
trata de justificar ante los notables y la tropa la causa de su conducta,
al arrebatarle al gran Aquiles su favorita, para resarcirse de la pérdida
de la suya. Dice así:...................................................No
soy yo el culpable
sino Zeus, el Destino y la Erinia, vagabunda de la bruma,
que en la asamblea infundieron en mi mente una feroz ofuscación (±ƒS)
aquel día en que yo en persona arrebaté a Aquiles el botín.
Más ¿qué podría haber hecho? La divinidad todo lo cumple.
Una lectura poco avisada podría interpretar estas palabras como una débil
excusa para evadir su responsabilidad. Pero si seguimos leyendo los siguientes versos
no parece tal la intención del atrida, ya que se ofrece a pagar una compensación
generosa, insistiendo, no obstante, en la ±ƒS. Oigamos sus palabras:
Pero ya que cometí un grave error y Zeus me quitó el juicio,
Estoy dispuesto a repararlo y a entregar inmensos rescates
Si Agamenón hubiese actuado por un acto de su propia voluntad habría
tenido dificultad en admitir su error, dada la arrogancia y sentido del honor de
los héroes, pero su acto no le pertenece del todo, “Zeus le quitó el
juicio”. También la opinión del ofendido Aquiles es semejante, la víctima
adopta el mismo punto de vista del supuesto ofensor, no debe entenderse como una
cortés excusa. Rezan así los versos:
“¡Zeus padre! ¡Cómo ofuscas a los hombres!
Si no fuera así, nunca el Atrida me habría alterado
de parte a parte el ánimo en el pecho, ni a la muchacha
se habría llevado contra mi voluntad sin reparar en nada
Este no es el único incidente en que los personajes de Homero aluden a estados
de “arrebato”, en los cuales el entendimiento humano ha quedado “destruido” o “hechizado”;
la ate es un estado de la mente, una perplejidad momentánea de la consciencia
normal. Dos ejemplos conocidos más son el caso de Patroclo, cuando es golpeado
por Apolo y “el estupor se adueñó de él, se doblaron
sus preclaros miembros y se paró atónito” y el caso de Helena, arrebatada
por Afrodita a un amor ciego por Paris, de tan conocidas y nefastas consecuencias.
El anciano Príamo muestra su proverbial benevolencia y comprensión
hacia todos, y en este caso hacia la Bella.
Ven aquí, hija querida, y siéntate ante mí (...)
Para mí tú no eres culpable de nada; los causantes son
los dioses
Retengamos la última idea: los “causantes” (±pƒpøp) son los
dioses. No siempre aparece especificado, en este fragmento o en otros, el o los agentes
productores de ate. Sin embargo, volviendo a las palabras de Agamenón,
arriba citadas, habla de tres culpables (±pƒp±p) o responsables de
su ate : Zeus, el “destino” (la ºøp¡±) y la Erinia.
De estos tres, Zeus es el agente mitológico que el poeta concibe como el primer
motor de la acción; también actúa la moîra, cuya
función se analizó como distribuidora de espacios y funciones y, por
último la Erinia, espíritu que colabora con la anterior, en el sentido
de velar para que no se traspasen los límites.
5. 3. La inocencia del poeta
¿Qué conclusiones (siempre abiertas a la posibilidad de nuevas
interpretaciones, infinitamente aplazadas) podemos sacar de este recorrido por los
poemas homéricos?. Y otra pregunta añadida: ¿los griegos de
la época de Homero estaban habituados a creer en las continuas intervenciones
de poderes sobrenaturales, en forma de moniciones o reprensiones, como los personajes
de la epopeya? Esas intervenciones continuadas, a las que parecen tan afectos los
griegos, quizás fuesen una primitiva forma de explicación de las conductas
humanas que, en algún sentido, eran 'no normales' o desviadas. Nilsson en
la Historia de la religión griega hace una interpretación psicológica
de este tema. Sostiene que los héroes homéricos tienen una peculiar
propensión a los cambios rápidos y violentos de humor, padecen de 'inestabilidad
mental' (psychische Labilität) y además rechazan sus actuaciones
anteriores, su conducta se les vuelve, con frecuencia, ajena. “No fui yo, en realidad
quien lo hizo”, suelen aducir.
Sin embargo, Dobs hace una interpretación que considero mucho más en
sintonía con el mundo que está tratando de pensar. Incluye este tipo
de actitudes y respuestas de los humanos, ante las fuerzas poderosas y ajenas, en
la que llama una “cultura del pundonor”. El sumo bien del hombre homérico
no es disfrutar de una consciencia tranquila, sino mostrar unos actos merecedores
de “fama”, “estimación pública” (ƒpºS). Tema que recoge, ya en
la edad clásica, Platón, cuando habla en el Banquete “del amor
de hacerse famosos y de dejar para el futuro una fama inmortal” (208 B), por obra
de hijos, “los que son fecundos según el cuerpo” (209 A), y los que “son fecundos
según el alma” por obra de bellas normas de conducta, leyes ciudadanas, ciencias
o bellos discursos (209 A-D). En tal tipo de sociedad, todo lo que expone al hombre
al desprecio o la burla de sus semejantes, lo vive como insoportable. De ahí,
quizás, la susceptibilidad de los héroes, traducido en 'labilidad de
carácter', a la que aludía Nilsson.
El paso de una “cultura del pundonor” a una “cultura de la culpa” se produce en la
época arcaica y el texto de Hesíodo Los trabajos y los días
es un buen ejemplo. En él hay un intento de proyectar a los dioses una
cierta exigencia de 'justicia social' (perdóneseme el anacronismo). Hesíodo
pertenece al mundo de los pequeños campesinos, que tienen que mantener una
dura lucha por la supervivencia, en contra de una nobleza que imita, con su conducta
arbitraria, el mismo comportamiento irresponsable de los olímpicos.
La época arcaica se caracterizó por una tremenda inseguridad, que agudizó
el sentimiento de desvalimiento humano; los personajes homéricos del período
anterior vivían aún con una cierta despreocupación sus sinsabores.
Era lógico, pues, que se iniciara un proceso de moralización
de las relaciones dioses-hombres, los comportamientos divinos tenían que tener
una justificación, no podían sentirse como absolutamente antojadizos
o fruto del capricho momentáneo. El poeta Píndaro (522 a. C.) parece
tener la misma intención moralizadora de Hesíodo. En sus Odas
Olímpicas, en honor de los vencedores de los Juegos y dedicados a Zeus,
canta en sus versos (VII, 54) el Gran Juramento de los dioses, en el cual
éstos, oponiéndose a la fuerza del hado, se reparten la tierra. En
griego el término para designar “juramento” es ø¡fø¬,
acción de “constreñir”, y curiosamente µ¡fø¬
(de sonido tan similar) significa “barrera” o “cerco” que cierra un espacio.
Me parece importante destacar que el juramento es una categoría espacial,
emparentada con la distribución de dominios efectuada originariamente por
la moîra, a la que los dioses, más tarde, tratan de sustituir.
Pero, además, un juramento es un contrato firmado por seres dotados de voluntad,
que se comprometen a cumplirlo. La reflexión ético-religiosa parece
evidente. La misma que volvemos a encontrar en Hesíodo, el cual en Teogonía
(383) presenta a Zeus, como divinidad suprema, la cual por “consejo de Éstige”
(otra manera de denominar a la Moîra) se convertirá en
legislador, se supone que con justicia y ecuanimidad. Insistimos en que este no es
el universo de Homero.
¿Quiso Homero librar a sus héroes de responsabilidad, y por tanto,
de sentimiento de culpa? Esa fue la lectura que Nietzsche hizo en La genealogía
de la moral. El ±¡pVƒø¬ es el “noble”, “bello, “bueno”,
“veraz” y “feliz”, es por tanto “amado de los dioses” y no experimenta con respecto
a ellos el sentido de la culpa, es inocente. El que introduce el sentimiento de la
culpa en el mundo es el sacerdote judío, que impotente y resentido frente
a la superioridad del noble, hace una transvaloración. Ahora los nobles no
serán amados de los dioses sino infinitamente deudores, y por tanto culpables
(Schuld, en alemán, significa a la vez, “deuda” y “culpa”). Este es,
según Nietzsshe, el mayor acto de venganza cometido contra la humanidad. El
cristianismo heredó este legado y corrompió al mundo y a la vida, con
su esperanza ultraterrena. Sin embargo Aquiles, desde el más allá,
amó la vida y se arrepintió de haberla despreciado.
Tendríamos que preguntarnos aún acerca de la moralidad y la responsabilidad
del poeta. El poeta es un inspirado, sus palabras no le pertenecen, proceden del
“fuego del cielo”. El momento de la elección y de la toma de decisiones, que
constituyen el núcleo de la ética, es ajeno al poeta. En este sentido
podemos decir que el poeta es amoral. La poesía es don de lo alto, regalo;
el poeta no ha hecho merecimientos para ella, pero cuando la recibe es colmado y
delira, no es responsable. Por eso Platón lo expulsa de su ciudad ideal, que
vive bajo estrictas normas de justicia, y lo condena a seguir errando por los caminos.
Pero el poeta es inocente, y eso lo supo Hölderlin, que habló del poetizar,
“esa ocupación, la más inocente de todas”. Inocente, ¿por qué?
Heidegger da su interpretación: porque el poetizar aparece bajo la forma modesta
del juego. Sin reglas, sin limitaciones, inventa un mundo propio de imágenes.
Pero, a la vez, el lenguaje poético es capaz de nombrar todo lo existente,
los hombres y los dioses. De tal manera que fundamenta, de nuevo, la esencia de la
poesía y anuncia un tiempo nuevo. Homero cantó el mundo de la presencia
de los dioses, después los dioses huyeron y vinieron tiempos menesterosos,
de carencia y negación de los dioses. El romántico Hölderlin creyó
detectar signos de los celestes, él fue el emisario de los nuevos tiempos
en los que el Dios venidero quería volver a la tierra. |
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