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4. Teorías de la interpretación
4. 1. Los avatares de la hermenéutica
Situarse frente a una obra de arte en general, en nuestro caso, un poema, significa
colocarse en actitud de comprender, de acercarse al enigma de su posible sentido
(o sin sentido). Las llamadas “teorías de la interpretación”, a pesar
de sus múltiples diferencias, podrían coincidir en aquellos versos
de un soneto de Quevedo que constituyen, a la vez, una definición y un elogio
de la tarea de la lectura. Rezan así:
Vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos
La lectura hermenéutica, en sentido genérico, es la que coloca al lector
frente al autor (ausente o muerto). Y prestando oídos a la etimología
del término, la voz griega µ¡ºSOµp± significa
“expresión de un pensamiento”, pero también “aclaración”, “explicación”;
es decir, “interpretación” del mismo. Así aparece en Platón,
en el tramo inaugural de la filosofía occidental. Pero si nos remontamos más
allá de Platón, hasta el origen mítico de este término,
encontramos que el dios Hermes es el mensajero de los dioses, el que transmite los
recados de los dioses entre sí , pero también de los dioses a los hombres.
Así fue como el término hermenéutica estuvo reservado durante
mucho tiempo a la lectura, en exclusiva, de los textos sagrados, es decir, que dicho
término aludía a la necesidad de incorporar el mensaje revelado a la
vida de los creyentes. El desarrollo de esta modalidad restrictiva tuvo su apogeo
en el siglo XVI, aplicada por los luteranos a las Escrituras. Volviendo a los versos
de Quevedo, el lector (ahora el creyente) se ha de situar ante el mensaje del autor
(divino). En épocas posteriores el sentido de este término se desacraliza,
y pasa a significar “interpretación” de cualquier texto u obra de arte, en
general.
La historia de las teorías de la interpretación es larga, pero no deseo
hacer un inventario de ellas, sino que me he propuesto no remontarme más allá
del Romanticismo. Dos autores de esta época, Herder y Schleirmacher, pueden
considerarse como los iniciadores de la tradición hermenéutica contemporánea,
entendida como una reflexión sobre el ser de la comprensión
de textos del pasado. En Herder se encuentran en germen algunas ideas como “distancia
temporal”, “precomprensión” y “círculo hermenéutico”, que demandan
para la lectura de un texto una prolongación del pasado en el presente; ideas
que en Gadamer recibirán un tratamiento más amplio y específico,
como tendremos ocasión de comprobar.
Schleiermacher (1768-1834) sentará las bases para una teoría general
de la comprensión, en la cual dicho término significa “comprenderse
dos”. El lector o intérprete se enriquece, se comprende a sí mismo
(autognosis) a través de la comprensión del otro, es decir, a través
de un rodeo por la heterognosis. El proceso consiste fundamentalmente en una Nachbildung,
entendiendo esta palabra como “reconstrucción” e “imitación” de
lo que haya de personal y especifico en el autor del texto. El elemento que comparten
es el lenguaje, común al autor que estamos leyendo, a otros autores
y por supuesto, al intérprete. El lector conecta o empatiza con el texto porque,
de alguna manera, se reconoce en él, el texto del que nos enamoramos es aquel
en el que volvemos a aprender lo que ya sabíamos, por narcisismo identificatorio,
dirá años más tarde Freud.
Después del Romanticismo, podría considerarse que la hermenéutica
sufre un eclipse, debido a las corrientes de signo positivista, cuya preocupación
en exclusiva sería el estudio de las llamadas “ciencias de la naturaleza”.
Pero vuelve a aparecer con W. Dilthey (1833-1911), heredero, por una parte, del idealismo
romántico, y por otra del historicismo positivista y de las llamadas filosofías
de la vida. Este autor es considerado el fundador de la corriente denominada Geistesgeschichte,
“Historia del espíritu”, cuya filiación con la Fenomenología
del espíritu de Hegel es evidente. Si el Positivismo vinculaba al hombre
con la naturaleza, del que es parte, Dilthey lo vincula con la historia, que es el
constituyente fundamental del ser del hombre. Pero la diferencia es que los positivistas
intentan explicar los hechos de la naturaleza, a través de la observación,
la formulación de hipótesis y su comprobación, y Dilthey intenta
comprender los hechos del espíritu, que son de naturaleza diferente.
Los hechos espirituales no nos son dados, como los procesos naturales, a través
de un andamiaje conceptual, sino de un modo real, inmediato y completo, son aprehendidos
en toda su realidad. Esto quiere decir que cada hecho “histórico y espiritual”
sólo puede ser comprendido incardinado dentro de un Lebenszusammenhang,
término de difícil traducción que significa algo próximo
a “síntesis vital”, o “complexo de la vida”. Este complexo, siempre abierto
y nunca concluso, nos advierte de la riqueza de la vida anímica, cuya comprensión
sólo es posible por interconexión de todas las vivencias no solamente
individuales, sino también sociales y, desde luego, históricas. Si
aplicamos estos presupuestos a la interpretación de un texto, nos encontraremos
con que su comprensión, y por lo tanto su sentido sólo es posible
si lo incluimos en el complexo de la vida.
Estamos ante una nueva “caja de herramientas”, como denomina Foucault a todo instrumental
terminológico y conceptual para interpretar un texto. Pero, a pesar de lo
aparentemente novedoso de la caja, encontramos pensamientos muy próximos a
los de Schleiermacher. Si para este representante de la hermenéutica el acto
de comprender significa “comprenderse dos”, comprenderse a uno mismo al comprender
al otro, en Dilthey la comprensión se produce a partir del Erlebnis, término
traducido por Ortega y Gasset como “vivencia”. Y la vivencia significa que hemos
de implicarnos o de identificarnos con el autor del texto interpretado. La comprensión,
vuelve a ser, como en Schleiermacher autognosis vivificada por la heterognosis.
Para el tema que nos ocupa, la interpretación de poesía, el concepto
diltheano de vivencia es clave, ya que se trata de una vivencia superior que conecta
el lector con la “poderosa realidad efectiva de la vida anímica” del poeta.
En su libro La vivencia y la poesía (1906) se ocupa de cuatro grandes
poetas alemanes: Lessig, Goethe, Novalis y Hölderlin, interpretados como cuatro
vivencias excepcionales del pasado que constituirían los correspondientes
escalones de la “historia del espíritu” que él quiere reconstruir.
4. 2. Hermenéutica : “comprensión” y sentido
De las diversas escuelas que seguirían la senda marcada por los autores
anteriormente tratados, voy a elegir dos de ellas, y después de un recorrido
somero por los contenidos respectivos, intentaré una contraposición,
de la que adelanto intencionadamente el final. La controversia versará sobre
la oposición enigma y sentido. La hermenéutica defenderá
que la meta de toda interpretación es la comprensión del sentido, la
llamada “estética de la negatividad” prefiere quedarse en el camino del proceso
de los reiterados intentos fracasados de comprensión. Con lo cual la obra
de arte conservará siempre el carácter de enigma, un significado velado
y secreto del que hablaban dos grandes poetas: Mallarmé y su discípulo
y admirador Paul Valery. Oigamos las palabras del primero, que podían haber
sido subscritas también por el segundo:
Ha d' haver-hi alguna cosa d'ocult al fons de tots; crec fermement en alguna cosa
abscòndita, significat clos i amagat, que habita en el comú
Podría estar hablando de ese misterio encerrado en el fondo de las palabras
y las cosas, “elevado por la mano obstinada del poeta a la superficie clara del lenguaje
común”. Descenso y ascensión que ha de recorrer el lector de los versos,
acompañando al poeta en su vivencia creadora, pero con la consciencia de que
los intentos de interpretación están siempre infinitamente aplazados.
H. G. Gadamer (1900- ) es el representante de la primera corriente a la que aludíamos
como escuela hermenéutica. Y la razón de esta elección
es por la importancias de sus reflexiones, hasta tal punto que el término
hermenéutica está unido hoy, de manera inevitable, a su nombre, estemos
o no de acuerdo con sus propuestas. Pero para entender a este autor, que desarrolla
sus problemas dentro de un horizonte ontológico y cuya tarea él mismo
denomina “hermenéutica filosófica”, hemos de aludir a Heidegger, del
que fue discípulo y muchas de cuyas ideas repiensa.
La idea del autor de Sein und Zeit (1951) que nos interesa desarrollar es
la del “comprender”, cuyo significado es radicalmente diferente de los de Schleiermacher,
Dilthey, o los teóricos de la literatura que siguieron sus análisis.
Para todos ellos dicha noción estaba vinculada a la epistemología o
la metodología, aplicables a las ciencias del espíritu. El giro radical
que aparece en Ser y tiempo es que la “comprensión” es de carácter
ontológico, en su terminología es un “existenciario”, que pertenece
a la estructura ontológica del Dasein (Existencia o Ser-ahí).
Por lo tanto, el comprender no es una actividad, entre otras, del Dasein,
de la existencia humana, “sino el modo fundamental del ser del “ser-ahí”
y sigue diciendo “su ahí, quiere decir, en primer término: el mundo”,
entendiendo por mundo no aquel conjunto de seres y cosas que lo rodean y están
fuera de él, sino lo que define como “el estado de abierto”, es decir, que
el hombre, por su propia constitución ontológica está ante las
múltiples posibilidades que le ofrece el mundo, el Dasein es ya “ser-en-el-mundo”.
En definitiva, haciendo una síntesis forzada, para Heidegger el problema de
la comprensión no es un asunto relacionado con el conocer el sentido de algo,
sino que es anterior a la propia separación sujeto-objeto, yo-mundo, porque
el hombre, como existencia temporal, es ya desde siempre “ser-en-el-mundo” que despliega
en el proyecto su “ser-ahí” como “poder-ser”, abre su horizonte de posibilidades
en la comprensión.
La hermenéutica filosófica de Gadamer, siguiendo los pasos de Heidegger,
considera que el “comprender” no es un acto que realiza el hombre, entre otros actos
igualmente importantes, sino la esencia misma del hombre; por lo tanto, reflexionar
sobre el ser de la comprensión es pensar acerca del ser mismo del hombre,
es hacer ontología. Su hermenéutica consistiría en poner
de relieve lo que llama el “acontecer” de la verdad y el método que debería
seguirse para desvelar este acontecimiento. Su texto fundamental lleva por título
precisamente Wharheit und Methode (1960) en el que trata de dilucidar la experiencia
de la hermeneusis, que para él es un acontecer histórico, concretamente
el acontecer de la tradición. Oigamos sus propias palabras, en el Prólogo
de su segunda edición, en el que hace una declaración de principios:
No era mi intención componer una “preceptiva” del comprender como intentaba
la vieja hermenéutica. No pretendía desarrollar un sistema de reglas
para describir o incluso guiar el procedimiento metodológico de las ciencias
del espíritu (...) mi verdadera intención era y sigue siendo filosófica.
La cuestión filosófica a la que alude será, siguiendo a Kant,
el preguntarse sobre las “condiciones de posibilidad”, no de la experiencia como
aquél, sino del ser de la comprensión. Así pues, la pregunta
es la siguiente: ¿Cómo es posible la comprensión?, entendiendo
la comprensión, como decíamos con anterioridad, como el constituyente
esencial del Dasein, según la analítica temporal del “ser-ahí”.
Dicho de otra manera: rastrear y mostrar lo que es común y universal a toda
manera de comprender, y no entendiéndola como un comportamiento subjetivo
particular respecto a un objeto dado.
Analizaremos brevemente, a continuación una serie de “condiciones de posibilidad”
que hacen posible la comprensión : los prejuicios, el círculo hermenéutico
, la tradición, la distancia temporal, el espacio hermenéutico, y la
diversidad y fusión de horizontes.
El tema de los prejuicios, y su lucha contra ellos, era un viejo empeño
de los ilustrados. Según Gadamer, este postulado es ya un prejuicio, porque
el prejuicio no es una adherencia que se encuentre en el intérprete, sino
que pertenece a la “verdad” de la cosa interpretada. Por tanto, los prejuicios, junto
con la tradición, entendida como autoridad de los clásicos, son condiciones
de posibilidad del acto de comprender. Este acto comienza con una “pre-comprensión”
que son las expectativas determinadas con las que el intérprete va siempre
a un texto determinado del pasado.
Relacionado con el concepto de la “tradición” aparece la noción de
círculo hermenéutico, ya tratado en la hermenéutica clásica,
como relación inevitable entre el “todo” y las “partes”. En la interpretación
de un texto, una parte de él no puede entenderse a menos de referirla al texto
en general, que, a su vez, confiere significación a la parte. Gadamer la aplica
a un texto de la tradición (el todo) cuya interpretación constituiría
una parte de ella, la cual vuelve a exigir el todo de la tradición. Con lo
cual se abrocha el círculo. Tanto para este autor, como para su maestro Heidegger,
el círculo hermenéutico es función del carácter finito
de la existencia humana (Dasein). Este es un aspecto crucial, que no debemos
pasar por alto, ya que Gadamer, a partir del concepto de finitud, intenta llevar
a término su crítica más importante a la hermenéutica
histórica de Dilthey, que a pesar de todos sus esfuerzos por oponerse al pensamiento
de Hegel en el cual
“el núcleo de todo acontecer es la necesidad del concepto, no pudo evitar
hacer culminar a la historia en una historia del espíritu”
Podríamos leer en estas palabras una crítica al Espíritu absoluto
hegeliano, aún latente en Dilthey, al concebir la historia como totalidad
de sentido espiritual. Gadamer, sin embargo, concibe la historia de la tradición
desde una perspectiva ontológica y la define como “momento efectual del propio
ser”. Es decir, el ser “se da” en distintas épocas históricas y cada
una de ellas es una “acontecimiento” del ser. También esta idea se la debe
a Heideigger
Analizados estos elementos ya podemos responder a la pregunta : ¿Cómo
se produce la comprensión? Por un encuentro ontológico entre la tradición
(el todo) y la interpretación realizada por el Dasein, que por su carácter
de finitud representaría a la parte, pero que posee un carácter universal
al representar la existencia humana. La relación entre todo y parte sería
la de una remisión circular mutua de complementariedad. ¿Círculo
vicioso?, muchos intérpretes así lo han considerado.
La siguiente característica que examinaremos es la de distancia temporal.
La comprensión ha de estar dirigida a textos del pasado, ésta es la
condición de posibilidad de su interpretación. De tal manera que un
texto contemporáneo tiene mayores dificultades de interpretación. ¿Por
qué? Porque adolece de la citada distancia que abre el espacio hermenéutico,
que es la conjunción de extrañeza y familiaridad con la tradición.
Parece que Gadamer está sugiriendo dos movimientos para la interpretación
de un texto: uno de extrañeza o enajenación que permita el necesario
distanciamiento del texto, y otro de confianza o pertenencia, para habitar en su
interior. En el “entre” de ambos movimientos se halla el lugar de la interpretación.
No sería conveniente interpretar la idea de “distancia temporal” en el sentido
común de “paso del tiempo”. No es que el tiempo “pase” y que el hombre, de
modo irremediable, esté sometido a sus vicisitudes. Para entender esta idea
en Gadamer, hemos de volver a tener en cuenta su filiación heideggeriana,
es decir: la existencia del hombre (Dasein) es constitutivamente temporal
e histórica, según los análisis de Ser y tiempo. Y desde
esta perspectiva ontológica es desde dónde tiene sentido que interpretemos
otra de las condiciones de posibilidad de la comprensión, que estamos analizando.
Me refiero a la idea de diversidad de horizontes, como lo que distingue o
distancia al autor de un texto y su intérprete. El horizonte hermenéutico
estaría constituido por lo que se puede interpretar en cada momento del despliegue
histórico de la tradición, y en cada caso queda modificado el horizonte
del lector. Si esta distancia entre autor e intérprete fuese insalvable, no
habría comprensión posible, sólo habría extrañeza
y no familiaridad, por tanto no habría “espacio hermenéutico”. Pero
lo que permite que la comprensión se de es lo que llama la fusión
de horizontes entre la perspectiva histórica del autor y la de cada intérprete,
siendo el fundamento de dicha fusión el lenguaje que ambos comparten,
el cual constituye la reserva última de sentido.
Como conclusión podríamos decir que si se cumplen todas las condiciones
enunciadas, se llega a la verdad de la obra interpretada, la meta de la hermenéutica
gadameriana concluye en la comprensión del sentido.
4. 3. Estética de la negatividad: 'oscilación' y enigma
La denominación “estética negativa” no aparece, de manera explícita,
en ninguno de los autores de los que nos ocuparemos ahora, a diferencia del empeño
de Gadamer en nombrar y definir la corriente hermenéutica, de la que se siente
arquetípico representante en la contemporaneidad.
Dicha designación se la debemos a Christoph Menke (1958), filósofo
y teórico de la literatura, que en su libro, generoso en tesis y riguroso
en el desarrollo de las mismas: La soberanía del arte: la experiencia estética
según Adorno y Derrida, (1991) intenta una lectura de la teoría
adorniana, en diálogo y confrontación con otras teorías estéticas
contemporáneas. Nosotros trataremos a dos representantes de la estética
de la negatividad: a Adorno, un filósofo que reflexiona sobre la obra de arte,
y a un poeta, Paul Valery; pero no nos ocuparemos de la obra poética de este
último, sino de sus reflexiones teóricas sobre el arte, pero especialmente
sobre poesía. La diferencia formal y expresiva entre ambos corresponde, según
nuestra lectura, a sus quehaceres respectivos de filósofo y de poeta. El lenguaje
de Adorno es seco, rige en su forma de expresión el rigor conceptual, pero
a pesar de los múltiples senderos por los que transita su fecundo pensamiento,
asistemático, en apariencia, llega siempre a la meta que en el principio se
había propuesto. Por el contrario, el lenguaje de Valery no tiene el tono
desabrido de aquel filósofo, ni su dificultad de comprensión, sino
que es un lenguaje sencillo y directo, cincelado cuidadosamente como su poesía,
y creo que sus mayores logros expresivos son su continua recurrencia a la metáfora,
herramienta de poetas. A pesar de que me estoy refiriendo al uso de la metáfora
como sustento de su reflexión teórica, por bien que de teoría
poética. De una de estas metáforas nos ocuparemos en las páginas
que siguen.
El primer rasgo que destacaremos de la llamada estética negativa es que no
tiene una meta en la que culminar el camino de la comprensión de la obra de
arte. Y ello parece en sí mismo paradójico, ya que si pretende ser
una teoría de la interpretación, debería ofrecer la posibilidad
de lograr un sentido. La hermenéutica así lo había entendido.
Sin embargo, la estética negativa prefiere demorarse infinitamente en el proceso
de los intentos de comprensión, la propia experiencia estética se caracteriza
por su carácter procesual. El aplazamiento es la lógica interna de
la experiencia estética.
A Valery probablemente le disgustaría, en grado sumo, la inclusión
de su teoría poética en la estética negativa, o en cualquier
otro tipo de escuela o clasificación. Tiene buen cuidado, en cada uno de sus
conferencias o ensayos, de advertir que su reflexión parte de su propia experiencia,
su observación personal, su punto de vista singular. Intentaremos, a pesar
suyo, dicha inclusión.
Comenzaremos por el que llama su principio individual, que consiste en que
en cualquier materia que aborda, comienza por el principio, rehace todo el camino;
como si nadie, antes que él, lo hubiese transitado. Ahora es el caso de su
teoría poética y parece obvio que investigar el origen de la poesía
lleva de suyo comenzar por una reflexión sobre el lenguaje, sobre el significado
de las palabras. Buscando la complicidad del lector, propone una observación
sobre el lenguaje común. Por ejemplo, la palabra “tiempo” no tiene ninguna
dificultad en ser comprendida cuando “está enganchada en el tren rápido
de una frase ordinaria” , así ocurre cuando decimos “hace buen tiempo” o “no
has llegado a tiempo para la función”. Sin embargo, si la sustraemos de su
función momentánea y nos preguntamos acerca de su sentido, pasa a ser
objeto de profunda meditación filosófica: abismo, tormento del pensamiento,
enigma insondable. En el lenguaje poético ocurre algo similar. Pasemos
ahora a otro ejemplo para aclararlo. Tomemos la palabra “culpable”. Si se pronuncia
como final de un veredicto, su efecto inmediato en el acusado es la desesperación,
porque se ha producido la comprensión del sentido. Y en ese momento
la palabra queda abolida, ha cumplido su función, el efecto ha devorado la
causa. No sucede lo mismo cuando esa forma sensible, esa palabra, actúa
en el interior de unos versos, como aquellos del comienzo de la tercera Elegía
de Duino de Rilke
Una cosa es cantar a la amada. Otra, ay,
a aquel escondido, culpable dios fluvial de la sangre
¿Qué significado puede tener el término “culpable” en este último
verso?, ¿está hablando del placer que mueve la sangre y la simiente
del varón?, ¿es culpable por incontrolable?, ¿tiene Rilke una
idea del amor puro, platónico y contemplativo? Podríamos seguir con
los interrogantes acerca de su sentido, las exégesis diversas que ha suscitado
son prueba de ello. Pero además, sucede algo más a lo que conviene
prestar atención: deseamos volver a escuchar el sonido de estos versos,
volver a ellos una y otra vez. El poema, dice Valery, “no muere por haber vivido,
está hecho expresamente para renacer de sus cenizas, y ser de nuevo indefinidamente
lo que acaba de ser”. Esta es una propiedad extraordinaria del lenguaje poético:
tiende a reproducirse en su forma, nos excita a reconstituirla idénticamente.
Precisamente la propiedad contraria del lenguaje común, cuya función
de utilidad es la de perecer una vez llegado a la meta, cumplido su cometido de la
comprensión.
Ya estamos en disposición de abordar la extraordinaria metáfora que
es el sustento de su teoría de la palabra poética: el péndulo
poético. Pensemos, dice, en un péndulo que oscila entre dos puntos
simétricos. Uno de los extremos representa la forma, es decir, los
caracteres sensibles del lenguaje, el sonido, el ritmo y el timbre, según
sus palabras, “la voz en acción”. El otro flanco representaría los
valores significativos del lenguaje, las imágenes, las ideas, los recuerdos
que suscita, etc., es decir, el fondo o el sentido del discurso. Teniendo
en cuenta estos dos elementos constitutivos de la palabra, ¿cuál es
su efecto en los lectores, cuándo se trata de la palabra poética? En
cada verso, el posible significado, con las asociaciones que promueve, no destruye
su forma sensible, queremos volver a escuchar el sonido de esos versos. El “péndulo
viviente” (el poema) es una oscilación continua entre el sonido y el sentido.
¿Reviste mayor importancia alguno de los dos extremos? No, porque la
forma no perece, engullida por el sentido, como era el caso del lenguaje común.
El principio esencial de la palabra poética, la voz en movimiento, es el balanceo
perpetuo entre los dos puntos simétricos de la forma y el fondo, el sonido
y el sentido. Ambos extremos están armónicamente llamados y conjurados,
el uno por el otro, para producir un estado excepcional en el espíritu del
hombre que es el “estado poético”.
La metáfora del péndulo es esclarecedora y sugerente, invita a pensar.
¿Hay todavía en Valery un ideal de armonía, como en los clásicos,
perenne todavía en los románticos? En los orígenes del pensamiento
de Occidente, y también en su primer poeta, Homero, la armonía (entendida
como equilibrio y justicia) rige en el cosmos, en las relaciones de los dioses con
los hombres y entre los hombres entre sí. Armonía que hace exclamar
a Nietzsche: “¡Oh, aquellos griegos, cómo sabían vivir!” También
en los románticos, armonía y reconciliación habían sido
pensadas como ideal por los filósofos de la naturaleza, los pensadores y los
poetas, armonía como paradigma de la unidad reconciliada entre el hombre y
la naturaleza. Valery, nuestro contemporáneo, ya no puede ni quiere caer en
las trampas engañosas de la metafísica de la tradición. No piensa
en armonías cósmicas, pero quién sabe si movido aún por
el mismo impulso ideal de la armonía, la aplica a la poesía. El valor
de la palabra poética está en la oscilación pendular, rítmica
y armónica entre los puntos simétricos e indisociables del sonido y
el sentido. Esta indisolubilidad parece, en principio, una tarea imposible. Él
mismo pone los ejemplos de que la misma cosa se llama “horse, en inglés,
hyppos en griego, equus en latín y cheval en francés;
pero ninguna operación sobre cualquiera de esos términos me dará
la idea del animal en cuestión” , el lenguaje es pura convención. Sin
embargo, el quehacer del poeta es precisamente “dar la sensación” de la unión
íntima entre la palabra y la mente. Dar la sensación del deseo, de
la espera de la combinación íntima y secreta entre el sonido y el sentido.
A este estado lo denomina “estado poético”, que se produce en el creador por
un accidente cualquiera que le aparta de su régimen mental más frecuente
(según cuenta Valery en referencia a su propia experiencia). El estado de
poesía es una atmósfera especial en la que el poeta se siente transformado
y que es capaz de comunicarla al lector de los versos. ¿Está aludiendo
a la “cadena magnética”, -ya nombrada varias veces en capítulos anteriores-
del Ion platónico? Y otra pregunta aún: ¿Puede el poeta
improvisar, o está acaso refiriéndose a la inspiración? A estas
cuestiones responde que efectivamente podría hablarse de inspiración
como estado poético, pero entendiendo por tal un estado “irregular, inconstante,
involuntario y frágil, que lo perdemos lo mismo que lo obtenemos, por
accidente”. Pero además, el poema exige el trabajo crítico de la
inteligencia: continuas correcciones, dudas y desesperación que tal o cual
término, colocado en tal lugar, o en otro, infunden en el creador, y cuyos
hallazgos se comunican al receptor. También Baudelaire hablaba del trabajo
del poeta, del flâneur o paseante aparentemente ocioso, que “va
a hacer botánica al asfalto” (según la feliz expresión de Benjamin),
observa y recoge material y después compone sus poemas.
Las razones para incluir la teoría poética de Valery en la estética
de la negatividad ya puede argumentarse. El péndulo poético, la oscilación
permanente, es la lógica interna del proceso creador, el poeta puede buscar
durante años, decenios, la palabra que permita la equidistancia entre su sonido
y su sentido. Y como decíamos, esta misma es la trayectoria de la lógica
procesual en la que se demoran los intentos de comprensión de la citada estética
negativa. Lógica del aplazamiento de la voz en acción, que
oscila perpetuamente entre la forma sensible y su significado. Aplazamiento indefinido
que también experimenta el lector de poemas, que quiere volver a oír
los versos, intentar aproximarse al enigma de su sentido.
................
La Teoría estética (1970) de Adorno es su obra póstuma
e incompleta, publicada un año después de su muerte. Y el legado de
esta obra, auténtico calvario del espíritu, al que dedicó cuarenta
años de reflexión, es de una fecundidad (y dificultad) tan extraordinaria,
que siempre produce temor y respeto intentar una interpretación. La reflexión
estética de Adorno es su postrera propuesta filosófica, porque considera
que la filosofía tradicional se ha agotado por su =<¡p¬ (“insolencia”,
“orgullo”) de racionalidad. El arte hoy tiene necesidad de la filosofía para
desplegar su contenido, con lo cual parece estar dando la razón al conocido
aserto de Hegel “el arte ha muerto”. ¿Por qué? Porque ya no otorga
la satisfacción de tiempos anteriores, cuando era manifestación sensible
de la idea (o del espíritu divino). En la modernidad, el arte es superado
por el despliegue de la idea, es decir, por la filosofía. Por ello, sigue
diciendo, el tiempo presente (el de sus contemporáneos, los románticos)
no es propicio al arte, es cosa del pasado. Adorno no extiende su certificado de
defunción al arte, sino que en su reflexión une indisolublemente filosofía
y arte, es decir, que su filosofía es teoría estética. ¿Cuál
es la razón de esta identificación? El que una obra artística
nunca es una tranquila morada, sino que integra en su seno un juego de fuerzas inmanente,
que se interrelacionan con las antítesis históricas y sociales del
mundo en el que tales obras se producen, la obra de arte es una caja de resonancia
de su época. Por tanto, la teoría estética que reflexiona sobre
el arte de una época, cubre el mismo campo de pensamiento que la filosofía,
que también considera tarea propia el pensar sobre su tiempo.
Para entender estas afirmaciones hemos de recurrir a dos controvertidos conceptos
adornianos: mímesis y disonancia. Desde luego se trata de una
manera nueva de pensar la mímesis, ya no en el sentido tradicional de que
el arte imita a la naturaleza, sino que lo que ha de imitar el arte es lo que antes
había sido excluido de él, negado o silenciado. Esa sombra del
arte tradicional es lo que Adorno sintetiza en la categoría estética
de la disonancia. En esta categoría estarían representados los
elementos excluidos por la tradición, que van siendo enumerados a lo largo
de las páginas de su teoría estética: lo negro, lo feo, lo bárbaro,
lo quebradizo, lo abismal y terrible, todos ellos estigmas encubiertos por la sociedad
de mercado. El pseudoartista contemporáneo, su servidor, huye de estos aspectos
negativos en su deseo de complacer el hedonismo estético del burgués,
su público eventual. Sin embargo, la obra de arte, si pretende ser tal, ha
de hablar el lenguaje del sufrimiento. Y ser autoconsciente, reflexiva, plural, crítica
y no complaciente con el orden establecido, sino que ha de mostrar las huellas de
la barbarie de su tiempo, los detritus de la tradición. También ha
de mostrar cicatrices, que son los lugares donde fracasaron obras anteriores, y expresarse
a través de lo fragmentario, lo quebradizo. La ironía, la falta de
sentido, el absurdo (presentes en la obra de Becket, al que toma como paradigma del
arte nuevo) o el sentimiento negativo de la realidad (Kafka) o el satanismo de Baudelaire
son formas en que la disonancia aparece también en la obra de arte. Como conclusión
diremos que la mímesis de Adorno ha de imitar la disonancia, en cualquiera
de sus múltiples acepciones.
Expongamos, finalmente, las razones de la inclusión de Adorno en la estética
de la negatividad. En primer lugar, trataremos del carácter aporético,
es decir, la falta de un sentido unánimemente reconocido de la obra de arte
actual. Como otros miembros de la mal denominada Escuela de Frankfurt, fue un crítico
de la racionalidad instrumental de la era de la técnica, en la cual la totalidad
ha llegado a ser totalitarismo, es decir un sistema de dominación planetaria,
en el que se intenta eliminar cualquier rastro de individualidad. Contra esa totalidad
planificada, Adorno opone los poderes subversivos del arte, tal como él lo
entiende. El arte moderno es un catalizador para el descubrimiento de las escisiones
del mundo, en contraposición a los románticos que pretendían
su reconciliación. Y cada obra de arte singular, si muestra la disonancia,
la aporía de sus posibles, e incluso contradictorios significados, es lanzada,
como un proyectil contra la totalidad planificada y unánimemente interpretada.
¿Es tarea fácil descubrir en una obra de arte la categoría estética
de la disonancia? En absoluto. El carácter de la obra de arte siempre es un
enigma. O al menos , ¿es posible descifrar en ella algún sentido? Tampoco.
Porque el arte actual, dice Adorno, se ha purificado de su “cui bono”, o dicho
en paradoja : de su “racionalidad arcaica”. En esta no necesidad de preguntarse
acerca de su “para qué”, de su razón de ser, radica precisamente su
carácter enigmático, porque la obra de arte ya no está ahí
en función de aquello que era su objetivo en épocas anteriores: mostrar
el rastro de misterio vinculado a la divinidad (con esta afirmación continua
sus ataques al romanticismo). Con esta pérdida la obra de arte confirma su
ausencia de sentido, ya que cuanto más intentan las obras de arte sacar consecuencias
de su actual estado de conciencia, tanto más se aproximan a su propia falta
de sentido. Ya Goethe hablaba de las “heces del absurdo” contenido en toda obra de
arte. La comprensión, que pretendía la hermenéutica no es posible
en esta concepción de la obra de arte. Los objetos estéticos no suscitan
un modo de comprensión automática, como los objetos no estéticos.
Si decimos, por ejemplo “esto es un árbol” o “esto es una silla” se produce
la identificación del objeto. Sin embargo, en la contemplación de los
objetos estéticos se ponen en juego mecanismos que prolongan indefinidamente
las operaciones de identificación. Estamos, pues ante la lógica del
aplazamiento que era la propia de la que venimos llamando estética de la negatividad.
La oscilación, el movimiento pendular, infinitamente repetido, que suscita
la obra había sido nombrada por Valery “estado poético”. Ambos, Adorno
y Valery, el filósofo y el poeta comparten la idea fundamental de la estética
de la negatividad: la extrañeza ante la obra de arte. Porque la obra de arte,
si es tal, nos saca de nuestro estado habitual y cotidiano, para llevarnos al estado
de poesía, nos planta ante lo extraordinario. |
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