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11. RILKE, desamparo y cobijo
Rilke es el poeta de los filósofos. ¿Por qué me atrevo a
comenzar con una afirmación tan arriesgada? Porque en ningún otro como
en él Poesía y Filosofía están tan indisolublemente unidas.
Sin embargo, la mayoría tiende a considerar, sin una reflexión en profundidad,
que poesía y pensamiento abstracto son antitéticos. Y suelen contraponer
los esfuerzos de análisis y precisión del intelecto, atribuidos a los
filósofos, a la supuesta ingenuidad, espontaneidad y superabundancia de la
inspiración poética. E incluso llegan a pensar que si se encuentra
profundidad o densidad de pensamiento en un poeta, ésta es de naturaleza muy
distinta de la de un pensador o un sabio. ¿Y si es el propio poeta el que
reflexiona sobre su obra? La respuesta de muchos es que el rigor del pensamiento
aplicado a su producción poética sólo puede dañarla,
puesto que el principal anhelo del poeta ha de ser el de comunicar a sus lectores
(u oyentes) la impresión de un “estado naciente” de emoción creadora,
de placer inmediato; lo cual ha de sustraer al poema de toda posible reflexión
o autocrítica posterior.
Sin embargo, Rilke desmentiría el presupuesto anterior, como otros poetas,
que también reflexionaron sobre su obra. Pero así como Mallarmé,
Baudelaire y especialmente Valery manifiestan una intención explícita
al elaborar una teoría poética, los escritos de este tipo de Rilke
no tienen un carácter sistemático, no parece proponerse una elaboración
intelectual rigurosa. Aparecen, de manera dispersa, en sus cartas a amigos y conocidos
(especialmente a mujeres, como comprobaremos más tarde) como una necesidad
de comunicar su experiencia de unión poética con el mundo y de la autenticidad
de su proceso. Son también un intento de autocomprensión de su tarea
de poeta, de dolorosa consciencia del hecho poético, y es posible que asimismo
puedan interpretarse como remedio a su vida errante y desarraigada, un conjuro que
pretendiese una función de reconciliación con el mundo. Así
dice en una carta a Lou Andreas Salomé:
En un poema que me queda bien hay más realidad que en cualquier relación
o tendencia que yo sienta; cuando creo, soy auténtico, y quisiera encontrar
energía para fundar mi vida enteramente sobre esta verdad, sobre este infinito
gozo y sencillez que a veces se me da.
No sólo su esbozo de teoría poética es una manera para poder
transitar por la vida, sino que de manera fundamental lo es por supuesto su poesía.
Oigamos estos versos de los Sonetos a Orfeo, en los que parece intentar una
justificación existencial:
Nosotros somos los errantes.
Pero el andar del tiempo
tomadlo como nimiedad
en lo que siempre permanece.
El nosotros se refiere a los poetas, cuya condición errabunda ha sido
una constante desde los aedos homéricos, pasando por los trovadores medievales,
recorriendo castillos en pos de su dama; hasta sus contemporáneos: Baudelaire,
el flâneur que va a “hacer botánica al asfalto” (Benjamin) y
Rimbaud, en sus viajes imaginarios y reales a lo desconocido. Rilke también
considera en este poema que el poeta no tiene casa, no tiene un lugar estable (su
vida también fue un peregrinaje, alojándose en casa de amigas y protectoras),
y además es ajeno al tiempo, tomarlo en consideración es nimiedad;
porque lo que “siempre permanece” es el canto. Esta idea la encontramos en Hölderlin
, en el último verso del poema Recuerdo, que dice:
Pero lo que permanece, lo fundan los poetas.
Es sabido que Rilke lo frecuentaba, así como a Novalis, en los que creía
encontrar la mejor esencia del Romanticismo, asimilada después por el Simbolismo.
Rilke ha sido incluido por sus estudiosos en esta última escuela, que compartía
con los románticos la idea de que la poesía (y el arte en general)
es un medio de salvación, a la vez que una vía de acceso a la Unidad
del Ser, al Todo, que Rilke nombra ahora como lo Abierto.
Decíamos al comienzo, que Rilke es el poeta de los filósofos, y ahora
añadiremos también a Hölderlin, ya que Heidegger dedicó
muchos años a su estudio e interpretación y lo nombró como “el
poeta del poeta”. El verso citado ilumina al filósofo alemán para contestar
a su pregunta acerca de la esencia de la poesía. Con su peculiar modus
operandi va desgranando una serie de preguntas entrelazadas: ¿Qué
es poesía? Fundación por la palabra. ¿Qué es lo que se
funda así? Lo que permanece. ¿Quién es capaz de captar en el
tiempo desgarrador eso permanente y lo hace detenerse en la palabra? Sólo
el poeta. Pero para ello ha de salir a lo Abierto, que es lo que sustenta al ser
y lo rige. Heidegger está hablando de la necesidad de búsqueda de fundamentos
de la existencia humana y los encuentra justamente en la poesía. La contestación
a la pregunta acerca de la esencia de la poesía tiene ya una respuesta: “fundación
lingüística del ser”.
La idea que me interesa tomar en consideración (como una posible ruta hermenéutica)
es lo Abierto, una idea que Heidegger se cree que tomó de Rilke, como
trataré de mostrar. Heidegger podría ser denominado 'el filósofo
del ser', porque toda su obra es una búsqueda del ser olvidado por la tradición,
un ser siempre en retirada, que se manifiesta y se oculta, a la vez. En algunos textos
identifica lo abierto con el ser. Tomaremos como ejemplo “El origen
de la obra de arte” , en el que aparece lo abierto en la conocida y hermosa metáfora
del “claro del bosque”. En medio de lo ente en su totalidad se presenta un lugar
abierto. Hay un claro. Pero ese lugar abierto no está rodeado de entes, sino
que él rodea (como la nada) a todo lo ente. Desde este claro (en medio del
bosque) salen despedidos los entes (los árboles, los matorrales): son un don
de ese lugar abierto, que es el único que proporciona al hombre la
vía de acceso (que es iluminación y ocultamiento) al ser.
Para introducir el tema de lo Abierto en Rilke necesitamos conocer algunos datos
de su biografía. La relación con Lou Andreas Salomé, amiga,
amante, 'madre' y consejera espiritual, es transcendental. En su compañía
hace dos viajes a Rusia, cuyo espacios inmensos y tierras despobladas impresionaron
hondamente el alma del poeta, que llegó a considerarla su segunda patria,
e incluso aprendió su lengua. Resultado de estas vivencias es su primera obra
importante el Libro de Horas (1905) en el que ya aparece ese deseo de fundirse
con la totalidad de lo Abierto. En el primer libro (“De la vida monástica”)
el símbolo de la obscuridad “lo abarca todo” (“formas y llamas, animales,
yo”) y su ansia de poeta coincide con la de los filósofos en su intento de
captación de lo universal. Otra idea importante, relacionada con la anterior,
es la indistinción entre la vida y la muerte, abarcadas en la totalidad del
canto reconciliador. Dice así:
Pero en la pausa oscura, estremecidas,
se reconcilian ambas (la vida y la muerte)
Y queda, hermosa, la canción.
La idea del mundo Abierto, que está sólo esbozada en el poemario
citado, será elaborada en sus obras de plenitud: Elegías de Duino
y Sonetos a Orfeo, su complemento, los cuales “llegaron a él” sin
intervención de su voluntad. Así lo explica en una carta a Witold Hulewicz,
su traductor al polaco y amigo, en la que también desarrolla la idea de esa
totalidad infinita y abierta en la que busca un refugio para sus tormentos existenciales.
La afirmación de la vida y la afirmación de la muerte se revelan
como una sola cosa en las Elegías. (...) la muerte es el lado de la
vida apartado de nosotros, no iluminado por nosotros: Tenemos que intentar realizar
la máxima consciencia de nuestro existir que reside en ambos ilimitados
ámbitos, nutrida inagotablemente por ambos.
Es imposible no pensar en los Himnos a la Noche de Novalis. Pero
en el poeta romántico, aunque también se da el intento de fusión
vida-muerte, hay una magnificación del lado de la Muerte y la Noche sagrada,
como lugar del conocimiento infinito. En el Himno III aparece el símbolo
de la colina-tumba de su amada muerta Sophie, ante la que tiene la experiencia de
la aparición de la amada. Esta colina es el lugar de encuentro entre los reinos
de la Luz y de la Noche, de los vivos y los muertos. Y Sophie es la guía iniciática,
intermediaria entre los dos reinos.
En Rilke no hay una preponderancia de ninguno de los dos ámbitos, no busca
un refugio ficticio ni desea huir de la tierra, sino que reivindica la vida cotidiana,
el amor a lo insignificante, las tristezas, deseos y pensamientos pasajeros de los
que pueden extraerse infinitas riquezas para la poesía. El equivalente de
la colina-tumba es el mundo Abierto del que hablábamos, y la vida se extiende
por ambos dominios, porque “no hay ni este mundo ni el más allá,
sino la gran unidad, en la que habitan los seres que nos superan, los ángeles”.
Las figuras angélicas (de las que se hablará más adelante) tendrán
una función similar a la de la Amada muerta de Novalis, ellos guiarán
al poeta desde la primera a la última elegía (la décima) en
su camino de iniciación. En los Sonetos será Orfeo el intermediario
entre los dos mundos, el de los vivos y el de los muertos. Nosotros, los de aquí
y ahora, dice Rilke, no estamos satisfechos con este mundo temporal presente, por
ello tenemos necesidad de retroceder hacia aquellos que nos precedieron y de ir hacia
aquellos que vendrán después de nosotros. De esa manera los hombres
(especialmente poetas) viven en comunicación con los muertos y los hombres
futuros, y los espacios que hacen posible el encuentro es el que denomina, de nuevo,
“mundo abierto”.
En aquel mundo “abierto”, el más grande, todos son, no se puede decir
“contemporáneos”, porque precisamente el cesar de los temporal determina
el que todos sean.
Que puede significar : en lo “abierto” se accede al ser, una vez anulado el concepto
de tiempo presente.
No se si sería adecuado interpretar que Heidegger hace una recreación,
en clave filosófica, de estas palabras. En la conocida formulación
heideggeriana de Ser y tiempo, éste es definido como : “el advenir
presentando del ser siendo sido” (en traducción de José Gaos). De los
tres éxtasis temporales: presente, pasado y futuro, está privilegiado
el futuro, que tira del presente y del pasado. Con esta idea se opone a la que llama
la concepción vulgar del tiempo, en la que se privilegia el presente, concibiendo
el fluir temporal como una sucesión de “ahoras”. La concepción de Heidegger
del tiempo (que es ser) le permite abrirse al advenir, a las posibilidades abiertas
del tiempo futuro. Tiempo futuro que no se refiere al “más allá”, porque
en su ontología de la finitud, si el ser es tiempo no es posible concebir
un ser ajeno al tiempo y llamarlo Dios. El ser es finito y contingente.
Un empeño semejante puede verse en Rilke, que en la misma carta citada dice
que no se deben utilizar todas las formas del “ahora” dentro de los límites
del tiempo, sino integrarlas en significaciones superiores, pero “no en sentido
cristiano”, del que cada vez se siente más lejos, sino en sentido puramente
y felizmente terrenal. El poeta, -ajeno al tiempo-, funda lo permanente, que es el
canto, un canto terrenal; no el de un más allá cuya sombra oscurezca
la tierra. Se trata de que lo aquí visto y tocado se integre en el
todo, en lo abierto, en un mundo que comparte, en el espacio poético, con
los ángeles, con los hombres futuros y con los muertos. En él habita
y encuentra cobijo para su desamparo.
11.1 La vida como tarea poética y mística del trabajo
Desde muy joven Rilke había presentido como ineludible su vocación
poética, una tarea que llevada hasta el extremo, llegó a costarle casi
la vida. Una vida que se iría desequilibrando progresivamente por las exigencias
de su creación poética, que reelabora sus traumas infantiles. Tanto
en las Elegías, como en los Sonetos están presentes los
recuerdos de su padre, al que admiraba, como de su madre, cuya ambición y
sueños de grandeza, unido a su religiosidad pacata e incapacidad de darle
amor, dificultaron para siempre sus relaciones emocionales. La dialéctica
obra-vida, el grado de fusión entre el ser humano y el artista, que le trajo
como consecuencia la inestabilidad de su personalidad, fue descrito por Lou A-Salomé,
una de las personas que parece que le conoció mejor y con la que mantuvo una
relación, al menos epistolar, a lo largo de toda su vida.
Ella fue la primera que consideró el proceso creador desde la entonces novísima
doctrina psicoanalítica y llegó a ser colaboradora y amiga personal
de Freud. En Mirada retrospectiva, su estudio sobre Rilke, en relación
a sus desequilibrios dice lo siguiente:
Visto en profundidad, no cabe duda de que todo proceso artístico entraña
un fragmento de semejante peligro, de rivalidad semejante hacia la vida.
¿Está planteando que el exceso, el volcarse sin límites sobre
la obra, daña irremisiblemente la vida? Así parece. Pero además,
añado, que los sufrimientos del poeta, un espíritu de extrema sensibilidad,
podían ser debidos a que sus escritos están cargados con los grandes
temas de la desdichada y nihilista conciencia moderna; como la guerra, los desmanes
de la técnica, la invasión de las que denominaba psuedocosas americanas,
etc.
Decíamos que Rilke es el poeta de los filósofos, y que por ello abundan
las interpretaciones metafísicas de su obra. Yo he intentado distanciarme
de ellas, proponiendo una interpretación “felizmente terrenal” (como dije
antes) en base a sus textos.
En la época de auge del existencialismo, se hizo especial hincapié
en una lectura desde la perspectiva de esta corriente filosófica, poniendo
en primer plano los temas de la angustia y el desamparo radical del ser humano. Parece
que él leyó a Kierkegaard y que incluso aprendió danés
para entenderlo mejor. Los lectores y lectoras de hoy no hacemos una lectura desde
esta óptica. Tampoco las lecturas psicoanalíticas priman en la actualidad,
porque supondrían el atender demasiado a lo biográfico, en detrimento
de su creación poética. La obra de arte tiene un carácter autónomo,
cuyo análisis debe proceder de la obra misma, de su interioridad. Adorno,
cuya Teoría estética ha tenido tanta importancia en la contemporaneidad
(muchos de cuyos presupuestos comparto), insiste en el análisis inmanente
de la obra, que habla en el lenguaje de su forma y de su contenido, excluyendo todo
lo que no es arte.
Lou A-Salomé, a pesar de su formación freudiana, cuando se enfrenta
al estudio de la obra de Rilke, afortunadamente atiende más a su obra que
a sus síntomas patológicos. E incluso le desaconsejó que se
psicoanalizase, fundamentándose en la convicción de que las “fuerzas
oscuras” constituían tanto la fuente de su “enfermedad” como de su creación.
Tenían, pues, que ser preservadas, aún a costa de sus sufrimientos.
Porque valoraba en más alto grado su obra que su vida. Y en esto coincidía
plenamente con el poeta. Y además, porque la otra cara del sufrimiento es
el gozo (perverso, según el psicoanálisis), que en el creador es nombrado
como “júbilo”, tal como aparece en la Décima Elegía.
Tenemos una serie de cartas que cruzaron ambos en relación a este tema.
El poeta le escribe a su amiga desde Duino:
Tú comprendes que la idea de someterme a un análisis me ronde de vez
en cuando; sin duda lo que conozco de los escritos de Freud me resulta antipático
y, a veces, horripilante (...) ya te he escrito que temo más bien ese lavado
(...) que produce algo así como un alma desinfectada, una aberración
viviente, corregida con tinta roja como una página de cuaderno escolar.
Parece que barajó la posibilidad de someterse a tratamiento, forzado por el
empeoramiento de su crisis. Incluso consideró la posibilidad de residir en
Munich, trabajando en la Universidad mientras durase la terapia, y pide consejo a
la amiga para decidirse. Pero unos días después vuelve a escribirle,
con la decisión ya tomada. A partir de entonces sólo la palabra poética
iba a ser para él el único instrumento de salvación.
Entonces se estaba autorizado para dejar expulsar los demonios. Pero de hecho como
sólo en su manifestación burguesa resultan molestos y desagradables,
y como posiblemente los ángeles salen con ellos...
El “entonces”, del comienzo de la cita, es una referencia a su período de
esterilidad, del que habla obsesivamente en Los apuntes de Malte (1910) hasta
la eclosión de las Elegías, comenzadas a escribir en 1912 hasta
1914 (la Guerra las interrumpe) hasta 1922 en que las concluye. En este período
abundan sus quejas sobre su agostamiento creador, sobre la atonía y la incapacidad
de trabajar.
Pero no había sido así en períodos anteriores, en los que habla
de la vocación poética, que exige paciencia. Anima, por ejemplo, al
joven Kappus, que le pide consejo para su creación, en una carta escrita en
1903, con estas palabras:
Todo consiste en gestar y después dar a luz. Dejar completamente cada impresión
y cada germen de sentimiento totalmente en sí, en lo oscuro, en lo indecible,
en lo inconsciente, en lo inasequible al propio entendimiento, y esperar con profunda
humildad y paciencia la hora del alumbramiento (...) Sólo eso se llama vivir
como artista.
Está usando la metáfora de la maternidad para el proceso creador, que
sólo llegará para los pacientes, para los que actúan como si
la eternidad estuviese ante ellos, despreocupados y sin tiempo. La segunda idea importante
es que la creación es y ha de permanecer inconsciente, “en lo oscuro, en lo
indecible”. Quizás por esta razón, además, rehuyó más
tarde el psicoanálisis.
En otras cartas de la misma época a Kappus, y en la que citaremos a continuación,
a Clara Westhoff, con la que se casó y a la que abandonó amistosamente,
desarrolla una concepción de la tarea artística como dedicación
absoluta y en soledad, sin dependencia alguna del exterior, del público o
la crítica. Esta es su mística del trabajo, su entrega no podía
ser más que radical, para ello, dice:
Debo permanecer tan solitario como lo estoy ahora, mi soledad debe, ante todo ser
firme y segura, como un bosque nunca hollado, que no se atemoriza de los pasos.
Sabido es que toda su vida siguió siendo un celoso guardián de su retiro
creador. Su amiga y protectora la princesa Marie von Thurn und Taxis lo alojó
repetidamente en el castillo de Duino, o en otras residencias en Venecia, Bohemia,
etc. siempre preservando su intimidad. Sus últimos años residió
en el torreón de Muzot, cedido al poeta de por vida por su protector Werner
Reinhart, lo cual le da una cierta sensación de arraigo y una posibilidad
de realización de su ideal de artista-eremita. Pero también tiene necesidad
de viajar, y a pesar de su enfermedad ya declarada como leucemia en 1924, va a París
al año siguiente y allá es estimado y agasajado por intelectuales y
amigos: Gide, Claudel y Valery, entre otros. Saciado de vida mundana vuelve a Muzot
y entra y sale continuamente de diversas clínicas. Aún escribe poemas
en francés, su “lengua prestada”, poemas ligeros, quizás como descanso
de la solemnidad de las Elegías. Acaba sus días en Muzot, en
1927, en soledad, tal como había querido vivir, no admitiendo a su lado más
que a su última protectora, Nanny Wunderly, y dejando escrito su epitafio:
Rosa, oh pura contradicción. Placer
de no ser sueño de nadie
bajo tantos párpados
Tal vez la rosa, símbolo poético por excelencia, podía significar,
en su fugacidad y siempre renovada plenitud, la unión de los dos reinos, el
de los vivos y el de los muertos. Y aun resuenan estas palabras, en su enigmática
vibración, entre sus estremecidos lectores contemporáneos.
11.2 Figuras de creación: el monje, el poeta y el ángel
Tres hipóstasis de un mismo anhelo compartido: el acceder a lo Abierto,
a los espacios del mundo transmutados por la palabra poética. Este es el mensaje
de la primera Elegía:
¿No lo sabes aún? Arroja de tus brazos el vacío
y añádelo a los espacios que respiramos; tal vez los
pájaros
sientan el aire ensanchado con el vuelo más íntimo.
La sugerencia que se me ocurre ante estos versos, en primera instancia, es que nos
pongamos a la escucha y nos dejemos llevar por la musicalidad de las palabras, por
la fecundidad de asociaciones que ofrecen las metáforas. Propongo, ¡Sí!,
una inmersión. Sumergirse y dejarse llevar por la fuerza de la palabra
poética hasta los espacios cósmicos, que compartimos con los pájaros...
Pero, a continuación, tengo que ofrecer un intento de interpretación,
una reflexión estética. Y para ello se han de tomar distancias e intentar
encararse a las ideas del texto. En el primer caso sugería en el sujeto receptor,
el oyente de los versos, que se dejase arrebatar por el estado emocional al
que le habían arrastrado los versos, en mi propuesta de inmersión inmediata.
Lo que insinúo ahora es que usemos de la inteligencia (o la razón)
para intentar aproximarnos al enigma de su contenido. Las facultades en juego son,
en el primer caso, el sentimiento, en el segundo, la razón; que son las facultades
o capacidades humanas que suscitan, respectivamente, la Poesía y la Filosofía.
En los versos de Rilke se produce el prodigio de ser encrucijada entre la palabra
poética y la palabra filosófica.
¿Qué dice esta palabra? ¿A quién va dirigida? Creo que
a los lectores, pero sólo a aquellos que quieran compartir el anhelo del poeta:
acceder a los espacios (exteriores) y compartir con los pájaros la intimidad
(interioridad) de su vuelo. En la interpelación directa del primer verso.
“¿No lo sabes aún?” El carácter de mensaje puede venir
avalado por el aún, en el sentido de algo ineludible, que si se tiene
oídos se ha de saber escuchar. En seguida nos encontramos con la metáfora
de los “espacios que respiramos”. La respiración es uno de los símbolos
centrales, tanto de las Elegías, como de los Sonetos. Es el
proceso por medio del cual el hombre convierte en “espacio interior” el “espacio
exterior”. La tarea del poeta es ese proceso de interiorización (quizás
podríamos decir invención) de la realidad entera (con la que, no obstante,
choca continuamente). Para entender mejor dicho quehacer, oigámoslo en otra
formulación rilkeana.
En ningún lugar, amada, habrá mundo, si no es
dentro. Nuestra
vida pasa transformando. Y cada vez más insignificante
se desvanece el fuera.
La función transformadora de la realidad la comparten el monje
y el poeta; el ángel no, en él esa tarea no tiene sentido porque ya
ha sido realizada, el ángel tiene el mundo “dentro”.
El monje, el poeta y el ángel son los protagonistas de tres obras poéticas
esenciales. El primero, el monje, es el personaje principal del Libro de horas,
el poeta y el ángel de las Elegías, y de los Sonetos
el poeta, acompañado de Orfeo. He de ceñir mi estudio a estos tres
poemarios, pero sólo a una parte de ellos, porque su riqueza me desborda.
En cuanto a la producción poética total de Rilke, sería inabarcable
en estas pocas páginas.
Intentaré mostrar un itinerario que va desde el monje al poeta, y desde
éste al ángel, en ese proceso de transformación e interiorización
de la realidad toda.
Decíamos antes que el Libro de Horas es la manifestación lírica
de sus vivencias en Rusia, viaje en el que también visita monasterios ortodoxos.
Es plausible pensar que quedase vivamente impresionado de la vida de los monjes,
en soledad y recogimiento, con entrega total a la vida del espíritu. Rilke
rechaza el presente inhumano, teñido de hipocresías burguesas, y no
es de extrañar que se retirase a una intensa vida interior para defenderse
del afuera, del que necesita apartarse; no ser cómplice.
El monje protagonista es un ser mucho más próximo a la naturaleza y
temperamento de un poeta, que a la de un religioso cristiano. El monje medita en
sus soliloquios sobre un ente indefinido llamado Dios, que se ha prestado a plurales
interpretaciones. Oigamos las palabras del poema, e intentemos, con humildad, la
nuestra.
¿Qué harás, Señor, cuando yo muera?
Yo soy tu jarro (¿y si me quiebro?).
Soy tu bebida (¿y si me pudro?).
Soy tu ropaje y tu tarea;
conmigo pierdes tu sentido.
No nos imaginamos a un monje cristiano dirigiéndose a la divinidad en estos
términos, porque lo que parecen indicar es que se refiera a un dios que necesita
de los hombres, sin ellos perdería su razón de ser.
En los versos que citaremos a continuación quizás esté presente
la influencia del maestro Eckhart (1260-1327), cuyas doctrinas fueron tachadas de
místicas y panteístas y, por lo tanto, heréticas; todo lo cual
hace pensar en ciertas 'afinidades electivas' de Rilke para con él. El maestro
hablaba de “tener en uno la realidad de Dios”, en tal forma que “todo refleja a Dios
y sabe a Él”, así pues exhorta a “recogerse en sí mismo”, entrar
dentro de sí para llegar a Dios. Esta llamada a la interiorización
es la misma que propone el monje en el Libro Tercero, “EL libro de la pobreza y de
la muerte”:
Mi cuarto y estos horizontes
velando sobre tierras en crepúsculo,
se han unido. Soy una cuerda tensa
sobre amplias resonancias rumorosas.
(...) Debo
estremecerme como plata: entonces
todo podrá vivir dentro de mí.
El monje está hablando de un viaje interior, que coincide con su peregrinación
en pos de Dios y la naturaleza, y le pide “Hazme guardián de tus espacios”.
La metáfora del manto, que aparece repetidamente en estos poemas, es
el canto que todo lo acoge, lo interior y lo exterior. Y Dios, que le habla a cada
uno antes del nacimiento le dice al monje-poeta:
Enviado al exterior de tus sentidos,
llega hasta el límite de tu ansia,
dame con qué vestirme.
Porque también Dios, al igual que el hombre, necesita del manto protector
de los versos, como cobijo para su desamparo radical. Sólo así hombre
y Dios pueden fundirse en lo Abierto, acceder a los espacios interiores y exteriores
transfigurados por la palabra del poeta.
Nos dedicaremos ahora a la figura del poeta, aunque, en realidad, ya lo estábamos
haciendo. Para ello vamos a servirnos de una conocida carta de Rilke al ya citado
W. Hulewicz, en la que explica con una metáfora la labor del poeta. Está
tratando el tema de la transitoriedad de las cosas del mundo, pero tal condición
de provisionalidad no ha de empujarnos a rechazarlas, sino por el contrario, transformarlas
en la más íntima comprensión. Dice así:
¿Transformadas? Sí, porque nuestra tarea es imprimir en nosotros esta
tierra transitoria, caduca, de modo tan profundo, dolorido y apasionado, que su esencia
resucite de nuevo en nosotros invisible. Nous butions éperdument le miel
du visible, pour l'accumuler dans la grande ruche d'or de l'Invisible.
La carta habla del proceso de gestación de las Elegías, en
las que Rilke se aplica a este trabajo de transformación y lo convierte
en su norma de existencia. Y la escritura le salva. Así lo explica en relación
a la crisis de la que hemos hablado antes. Aquí dice que, cuando redactaba
los Apuntes de Malte, su vida, colgada sobre el vacío, llegó
a ser imposible (por su esterilidad creadora), pero con las Elegías “la
vida vuelve a ser posible, más aún, aquí experimenta una definitiva
aprobación”.
La metáfora de las abejas está referida a la labor del poeta, el cual
ha de interiorizar la realidad, libando todo lo visible y transformándolo
en invisible. El resultado es el canto reparador, que no sólo salva
al poeta (y al hombre Rilke) sino que también salva a las cosas. Las cosas
necesitan ser salvadas por la cada vez más rápida desaparición
de tantas cosas visibles y queridas. Todavía para nuestros abuelos, dice,
una “casa”, una “fuente”, incluso su propia ropa eran infinitamente más familiares.
Casi cada cosa era un recipiente en el que encontraban lo humano y lo conservaban.
Ahora, sin embargo,
“nos invaden desde América, cosas indiferentes y vacías, pseudocosas,
trampas de la vida. (...) Las cosas animadas, vividas, las cosas que saben lo
nuestro, decaen y ya pueden ser sustituidas. (...) La tierra no tiene otra salida
que hacerse invisible: en nosotros, que participamos con una parte de nuestro
ser en lo invisible, que tenemos acciones (por lo menos) en ello, y que podemos aumentar
nuestras posesiones de invisibilidad mientras estamos aquí.
Las cosas son salvadas por la palabra poética, porque pierden toda utilidad
y sólo aparecen como signos en los espacios interiores del espíritu.
Así, en el proceso de creación, todas las cosas de la tierra se vuelven
invisibles y también sus recuerdos de infancia, sus viajes (a Rusia, a España),
antiguas tradiciones (como, por ejemplo, el Libro de los muertos” del antiguo Egipto,
presente en la última elegía), etc. Todo se espiritualiza y permanece
en el canto redentor.
La última figura de la que hablaremos es la del ángel. Esta enigmática
figura aparece en casi todas las elegías, no como compañero del poeta,
ni siquiera como guía, como apuntábamos antes; sino distante y como
ideal a alcanzar. Creo que los ángeles pueden tener una función semejante
a las ideas kantianas (Dios, alma, mundo) de la Crítica de la razón
práctica, pero prescindiendo de su contenido moral; es decir, tomadas
en el sentido de que impulsan a ampliar el horizonte de expectativas del hombre.
De la primera a la última elegía se traza un itinerario, tanto del
ángel como del poeta, cuyas actitudes y funciones irán modificándose.
Asistiremos a la aparición del ángel, que al principio es terrible
para el poeta, y en el trayecto se va haciendo cada vez más próximo,
hasta que al final parece darle su beneplácito. Oigamos las palabras iniciales
de la Elegía I para intuir algo de su sentido:
¿Quién, si yo gritara, me oiría desde las jerarquías
de los ángeles?, y aún en el caso de que uno me cogiera
de repente y me llevara junto a su corazón: yo perecería
por su existir más potente. Porque lo bello no es nada
más que el comienzo de lo terrible, justo lo que
nosotros todavía podemos soportar,
y lo admiramos tanto porque él, indiferente, desdeña
destruirnos.
Para interpretar esta figura debemos rehuir toda asociación con el ángel
de la tradición judeo-cristiana. No juega un papel de mediador entre los dioses
y los hombres, función que también los griegos atribuían al
±>>µªø¬ o ¥±pº…O, “mensajero”,
“que trae la noticia” y pone en comunicación a los inmortales y los humanos.
Tengamos en cuenta, además, que el Dios del que habla Rilke no es transcendente
a este mundo, sino otra manera de nombrar el espacio de lo Abierto, como vimos con
anterioridad.
El ángel rilkeano aparece en el poema con las determinaciones de “potente”,
“bello” y “terrible”. Intentemos una aproximación a lo que nombran, teniendo
en cuenta otras manifestaciones en otras elegías y aclaraciones en algunas
cartas. En primer lugar, es “potente”, porque en él se encuentra realizada
la transformación de lo visible en invisible, tarea en pos de la cual va siempre
el poeta. Por eso es “terrible” para él, que aún depende y está
apegado a las cosas que ama y que intenta transformar. Sin embargo, todos los mundos
del universo se precipitan en la conciencia infinita del ángel. Todas las
torres y palacios del pasado, dice Rilke, son existentes para el ángel, precisamente
porque son invisibles desde hace tiempo; y las torres y los puentes que aún
están en pie ya son invisibles para él, aunque para nosotros
aún duran físicamente.
Esa invisibilidad o espiritualización de todas las cosas del pasado, el presente
y, aún las del futuro, el ángel las tiene dentro, indicando
así que lo invisible tiene un nivel más alto de realidad, por eso vive
en las “jerarquías”, como dice el poema. En cuanto al calificativo de “bello”,
lindando con lo “terrible”, quizás puede hacernos pensar en el carácter
tenebroso que todas las religiones arcaicas daban a las divinidades ocultas, cuyos
designios se desconocen. La divinidad tiene una doble faz: una bella, que se manifiesta
de manera sensible, y es amable para nosotros, y otra oculta, que tal vez nos arrebata
por un instante, porque nos hace salir de la cárcel de nuestra limitación,
que es la faz de lo terrible, del horror. El ángel también tendría
esa doble faz, una bella, ante la que el hombre se emociona e intenta emular, y la
otra terrible por superior y desconocida. En esa linde, “justo lo que nosotros todavía
podemos soportar” se encuentra el poeta.
No se si sería forzado ver también una cierta influencia neoplatónica,
si no directa, de la que no se tiene información, pero sí, quizás
a través de Eckhart, amante de la citada escuela. En la teología panteísta
de los neoplatónicos, la diversidad de seres del mundo y de los espacios intermedios
proceden, por emanación, del Uno y a él retornan. La belleza la sitúan
justamente entre el Uno y la primera hipóstasis, que es el nous o la
inteligencia. El movimiento de ida y vuelta se produce a través de esferas,
desde el cielo a la tierra y a la inversa. Prestemos ahora atención al camino
ascendente. El impulso que eleva al alma, caída en la materia, hacia las esferas
superiores, va desde las esferas visibles o terrenas, prosiguiendo su elevación
hacia los órdenes invisibles, elevándose a través de
las jerarquías de los ángeles, tronos, arcángeles, querubines,
etc. Los ángeles de Rilke ya sabemos que pertenecen a la esfera superior de
lo invisible, y el alma del poeta intenta el proceso de ascensión hasta encontrarse
con ellos o ser como ellos, invisible.
En la Elegía II se ofrece una nueva descripción del ángel,
a través de una serie de epítetos de una belleza deslumbrante. Reza
así:
Tempranos afortunados, vosotros los mimados de la
creación,
líneas de altura, crestas de todo lo creado,
rojizas al amanecer, polen de la divinidad en flor,
articulaciones de la luz, pasadizos, escalas, tronos,
espacios de esencias, escudos de delicia, tumultos
de un sentimiento tempestuosamente arrebatado y de
repente, solitarios,
espejos: que irradian su propia belleza
y la recogen de nuevo en su propio semblante.
No me atrevo a hacer una interpretación de estos extraordinarios versos. Así
pues, me uno a las palabras de Heinrich Kreuz: “Ante esta estrofa resulta insuficiente
toda interpretación, no porque los versos pudieran ser oscuros, sino porque
son demasiado luminosos y resplandecientes”
Tan sólo voy a hablar del símbolo del espejo, muy frecuente
en la última poesía de Rilke, y que ha sido una metáfora sugerente
para la poesía, en general. En nuestro poeta podría significar lo siguiente.
En referencia a las cosas del mundo pueden tenerse dos actitudes contrapuestas: la
posesión o la contemplación. La primera es la relativa
al uso (y abuso) interesado de las cosas, tan frecuente en los hombres de su época,
que las convierte en pseudocosas. La otra actitud es la contemplación, en
la que los objetos no están perturbados por el trato codicioso, sino que se
ofrecen a la mirada del ángel y del poeta para su celebración y perpetuación.
El espejo es el lugar donde los objetos no son accesibles a nuestra manipulación,
sólo pueden ser contemplados, de ahí el carácter simbólico
que tienen para el poeta alemán.
En el Soneto III profundiza en el símbolo de los espejos y dice de
ellos que son “intersticios del tiempo”. En interpretación de E. Barjau: los
espejos nos presentan espacios en los que el tiempo no entra, ámbitos no utilizables
-sólo contemplables-, hurtados a las pretensiones humanas de posesión
y dominio.
Volviendo a la segunda elegía, los ángeles son ellos mismos espejos,
porque son ajenos al tiempo y su relación con las cosas es atenta a lo que
de ellas emana, pura contemplación.
En la Elegía VII el poeta interpela al ángel, parece que su
trato con él es más confiado, más próximo. Así
le dice.
¿No fue esto milagro? Oh maravíllate ángel, pues
nosotros somos esto,
nosotros, oh tú Grande, cuéntalo, que nosotros
fuimos capaces de esto, mi aliento
no alcanza para la celebración.
Esta elegía es la más esperanzada del ciclo, exalta al ser humano porque
es capaz de transfigurar el mundo, y aunque aún está distante del ángel,
ha comenzado ya su elevación. En versos anteriores a los citados se canta
como “maravillosa” la posibilidad de estar en el espacio interior del mundo, en comunidad
sin fronteras con vivos y muertos. Y que esta aptitud se intensifica durante la noche,
en cuya intimidad todos los seres estrechan sus relaciones. Todo esto se lo dice
al ángel: “oh tú Grande”, y le pide que sea él el que lo exprese
con su palabra, porque el poeta aún no está a la altura de una digna
alabanza, una “celebración”.
En la Elegía X el poeta ya ha llegado a los ámbitos de los ángeles,
que ya no son una amenaza para él, sino que están “conformes”:
Que un día, a la salida de esta enconada visión,
mi canto de júbilo y gloria ascienda a los ángeles que
están conformes.
Se ha dicho que esta elegía tiene un tono épico. Narra un viaje simbólico
al reino de la muerte (trasunto del recuerdo de sus vivencias del Valle de los Muertos
de Egipto). El protagonista es un “muerto joven”, que todavía no se ha deshabituado
de la vida y necesita ser guiado por las “Quejas”, primero una joven y después
una vieja, que le acompañará por la que denomina la “Ciudad del Dolor”,
hasta el pie de una montaña donde brilla la Luna, “el manantial de la verdadera
alegría”. Entonces cae en la cuenta de que la aceptación del dolor
supone la conquista del supremo gozo; ya no hay distinción entre la vida y
la muerte, la felicidad y la caída. Los versos finales lo muestran:
Y nosotros, que pensamos en una dicha
creciente, sentiríamos la emoción
que casi nos abruma
cuando cae algo feliz.
El “nosotros” es la voz del narrador, el poeta. ¿Puede referirse también
a los ángeles?
11.3 Orfeo, símbolo de las metamorfosis
Los Sonetos a Orfeo fueron escritos entre el 2 y el 23 de febrero de 1922,
y según él mismo explica, en una arrebato de inspiración, el
mismo aliento que le permitió acabar las elegías, el día glorioso
del 11 de ese mismo mes y año. Los temas, símbolos e imaginería
son los mismos de aquellas, pero la forma y el tempo no. Son poemas sueltos,
ágiles, a veces parecen inconexos, sin la gravedad y el rigor debido a la
elaboración lenta de las elegías. Al estar dedicados a Orfeo, el poeta
músico y cantor, podríamos pensar que el signo de lo musical los preside,
los versos parecen gozosas improvisaciones.
El mito de Orfeo es uno de los más oscuros y más cargado de simbolismo
de la mitología griega, que evolucionó hasta convertirse en una teología,
el orfismo, religión mistérica que fue una de las primeras en preocuparse
por el destino del alma, cuya prisión es el cuerpo. Orfeo es un intermediario
entre los dos mundos, el de los vivos y el de los muertos, de donde ha traído
secretos sobre la manera de llegar al mundo de los bienaventurados, para evitar los
obstáculos que esperan al alma después de la muerte. Recordemos brevemente
el mito, en una de sus formulaciones más aceptada. Es hijo del rey de Tracia
y de la musa Calíope, a la que se le atribuye la invención de la poesía
lírica. Los sublimes cantos de Orfeo tenían el poder de hechizar a
todos los seres de la naturaleza, e incluso cuando fue a los infiernos a rescatar
a su amada Eurídice, los seres infernales, Caronte, Sísifo, Ixión
y los mismos soberanos Perséfone y Hades quedan paralizados.
¿Qué significado tiene el Orfeo de Rilke? Los estudiosos no se ponen
de acuerdo. Como en anteriores ocasiones, propongo que oigamos las palabras del poeta
del Soneto V:
Dejad, no levantéis ninguna estela,
que la rosa florezca por ella cada año:
esto es Orfeo. Su metamorfosis
en esto y en aquello. No busquemos
nombres distintos. Una vez por todas
todo canto es Orfeo. Llega y sale.
¿No es mucho ya que sobreviva a veces
por unos días al cuenco de las rosas?
¿No lo entendéis? Debe desvanecerse.
Aunque el desvanecerse a él mismo le dé miedo.
Transponiendo el aquí con su palabra,
ya está allí, no lo podéis seguir.
La reja de la lira no aprisiona
sus manos. Y obedece superando.
La idea central creo que es la de “metamorfosis”. Con su canto de celebración
y alabanza de todas las cosas, Orfeo es el agente que inspira todo cambio en la naturaleza;
él mismo se metamorfosea “en esto y en aquello”, es símbolo supremo
del devenir. Sentido avalado por el primer cuarteto, en que se contrapone la “estela”
(funeraria), en su permanencia, a lo efímero de la “rosa”. En el primer terceto,
el miedo a “desvanecerse” quizás sea una posible alusión al mito, a
su muerte por despedazamiento, a manos de las mujeres tracias, por celos contra su
fidelidad a su amada Eurídice. En cuanto al “aquí” y el “allí”
de los últimos versos, probablemente sea una referencia a la transposición
del mundo de los vivos al de los muertos, que realiza Orfeo.
Con lo dicho es imposible identificar la figura del ángel, o la del poeta,
con la de Orfeo. El canto del poeta representaba la permanencia, Orfeo las metamorfosis.
El ángel es un ser distante (en las primeras elegías), Orfeo está
presente en todos los seres y ámbitos de la realidad.
Una diferencia importante con las elegías es que en éstas hay un viaje
y un itinerario de aprendizaje; en los sonetos no, ya que es un variado recorrido
por distintos reinos y seres de la naturaleza: el animal, el niño, la flor,
el hombre, etc. Otra diferencia es que en éstos hay expresión y experiencia
de alegría, de júbilo ante todo lo creado, seres y poemas; en contraposición
al tono de lamentación de las elegías. Lo que es común a ambos
poemarios son sus diatribas contra la técnica, las pseudocosas y el falso
progreso. Siguen presentes los símbolos de las elegías y de otros conjuntos
de poemas: la muerte, la noche, los espacios, los pájaros, el espejo, los
astros, etc.
Al finalizar estas páginas soy consciente de la clara insuficiencia de mis
palabras. Como dice el último poema citado “no le podéis seguir” (los
hombres con respecto a Orfeo), yo me lo aplico a mí en referencia a Rilke.
Con consciencia de la infinita distancia, sólo he intentado ofrecer algunas
claves de lectura: símbolos, temas recurrentes, hermosas y sugerentes metáforas.
Pero por encima de cualquier consideración o clave hermenéutica, que
eventualmente pudiese ayudar a descifrar el lenguaje cifrado del criptograma, invito
a la lectura reiterada durante años, décadas quizás, o ya para
siempre, que permitiese traspasar el umbral al universo espiritual del inmortal poeta. |
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