
1. Sobreabundancia del poeta,
indigencia del pensador
Poesía y filosofía son palabras evocadoras. Y lo que evocan tiene
que ver con las creaciones más elevadas del espíritu humano. La historia
de sus relaciones mutuas podría constituir una narración que comenzase
en los orígenes, atendiendo a su desarrollo hasta el momento actual. Algunos
de esos espíritus superiores cultivaron, a la vez, pensamiento y poesía
, siendo los románticos los que encarnaron este hermanamiento-fusión
con furia apasionada, como si presintieran que su unión estaba destinada a
no ser duradera. Porque no había sido así a lo largo de la historia,
sino que ya desde sus comienzos podría hablarse de una confrontación
de formas de expresión y talantes de pensadores y poetas. Y tampoco continuó
el maridaje después del paréntesis conciliador romántico, ya
que en la contemporaneidad aparece un tercer elemento mediador entre ambos. Este
intermediario es el crítico, o el esteta, que no es poeta ni tampoco filósofo,
tan sólo es, o pretende ser hermeneuta.
En los albores de la llamada civilización occidental, en Grecia entendida
como patria originaria, ya se evidenciaron dos caminos para la filosofía y
la poesía. Estos dos caminos divergentes tuvieron que ver con el trato
con las cosas. Para desarrollar esta argumentación vamos a situarnos en
la perspectiva del filósofo Platón, el cual, para escándalo
de sus contemporáneos, expulsó al poeta de su Kallípolis
o ciudad ideal en su libro La República. Ese escándalo sigue
siendo objeto de justificaciones o desacuerdos, en las múltiples interpretaciones
que desde entonces ha suscitado.
El poeta está apegado a las
cosas en su inmediatez, a la multiplicidad de las cosas captadas en sus apariencias,
y también es afecto a los azares de la vida. Y no desea renunciar a esa forma
inocente de compromiso con las cosas, aunque esas cosas no sean sino fantasmas, apariencias
o meras sombras. Esta era la situación en la que se encontraban aquellos prisioneros
del inmortal "Mito de la caverna" (Libro VII, República),
cuya vida había transcurrido encadenada a la pura inmediatez. Uno de ellos
consigue liberarse y con dificultad asciende por "la áspera y escarpada
subida", desde el reino de las tinieblas hacia la luz. ¿Qué encuentra
fuera de la caverna? La "verdadera realidad", es decir, la idea, el modelo,
el arquetipo universal, la "cosa en sí", de la cual los prisioneros
no habían visto más que el reflejo en la zona oscura de su caverna.
El liberado entonces, que se adjudica el estatuto de filósofo-pedagogo, decide
bajar, de nuevo, para liberar a los compañeros de cautiverio. Su enseñanza
es que hay que salvarse de las apariencias, desapegarse del trato directo con las
cosas para ascender a su idea, aquella que permite que contemplemos las cosas en
su unidad.
Los dos caminos están ya
delimitados desde el origen y tendrán consecuencias para la posteridad. El
poeta ama las cosas en su inmediatez y en su multiplicidad, en su devenir y transformaciones
en el tiempo. Su amor a las cosas condiciona su deseo de no renunciar a sus múltiples
apariciones, matices de las sombras, claroscuros: aquel rayo de sol que se pierde
en el horizonte, aquel aroma, el susurro del viento. El filósofo, por el contrario,
busca al ser oculto tras las apariencias, la unidad de la idea, siempre idéntica
a sí misma e inmóvil. El páthos de lo oculto es el talante
o la disposición propia del filósofo, generado en él por la
cosa misma, si hemos de atender a la intuición del sabio Heráclito
que decía que "la D=Vp¬ gusta de ocultarse".
De esta enseñanza del filósofo de Éfeso vamos a extraer otras
conclusiones, que marcarán también los dos senderos: el de los filósofos
y el de los poetas. Los primeros no quieren, o no pueden tener un trato directo con
las cosas de la naturaleza, por lo tanto han de buscar, perseguir algo que no se
da, que no regala su presencia. Y aquí comienza el largo camino de la filosofía,
"esa ciencia que se busca" (Aristóteles), entendida como méthodos,
camino o guía para llegar a lo que denominan realidad. Sin embargo el
poeta no busca, porque no tiene necesidad de ir en pos de algo que ya no posea, nada
en la abundancia de las cosas. De aquí que su talante, o su disposición
ante su tarea y ante la vida sea de plenitud, de tranquila aceptación de aquello
con lo que se encuentra; pero también a veces de desasosiego, por esa sobreabundancia
aceptada. El pensador, por contra, se siente siempre como un indigente, por eso cuando
cree haber encontrado cualquier tipo de 'piedra filosofal' (llámese esta idea,
ser, ente o sujeto) se aferra a ella y construye, en cuanto puede, un sistema. Es
insaciable en su deseo de saber, ordenar, nombrar y clasificar, y por esta senda
consuma su toma del poder. Recurriendo a Platón, de nuevo, recordemos que
los filósofos son los que gobiernan en su República.
Sin embargo, el poeta vive en los
arrabales del poder, su voz en rebeldía, su naturaleza errabunda, de flâneur
o 'maldito' (Baudelaire, Rimbaud), de expulsado, ya quedó marcado
por "la condenación de la poesía", a la que aludíamos
antes. Esta exclusión se hace precisamente en nombre de la Verdad y la Justicia.
La argumentación platónica es como sigue: si la verdad corresponde
a la idea, meta del filósofo, la apariencia será la representación
de la mentira, y el poeta que la ama es un mentiroso, embaucador y engañador.
Daría mal ejemplo a esa comunidad terrenal (y utópica), con un mínimo
de cambios, en la que cada hombre ocupa un lugar y realiza una función, heredada
de padres a hijos, fundada a imagen y semejanza del mundo de las ideas inmóvil.
La justicia reinaría en esa comunidad precisamente cuando cada categoría
de ciudadanos cumpliera una función asignada : los filósofos gobiernan,
los guerreros defienden y el pueblo subviene a las necesidades de los otros dos estamentos.
El poeta no tiene un lugar asignado, subvertiría el orden, ya que es amante
de las apariencias que se transforman y destruyen ; se aferra a la evanescencia del
instante y no acepta el consuelo de la razón, es un hombre desgarrado. Sin
embargo el filósofo conoce por reminiscencia (recuerdo de su estancia
anterior en el mundo de las ideas), no ha de sentir impaciencia porque el tiempo
transcurra, no va a serle revelado nada nuevo, porque él "ya sabe".
Dice María Zambrano, en un bello y breve texto, Filosofía y poesía
(1939) que "en Grecia el optimismo, la esperanza, se abrió paso por
la vida del pensamiento". La interpretación que hace la pensadora española
de la razón, recién descubierta, y correlativa de la idea porque es
de la misma naturaleza, es esperanzadora. La confianza del filósofo radicaría
en acogerse a la razón y reintegrarse a ella, a su unidad originaria. La razón
es el refugio del filósofo.
La otra gran creación del
espíritu griego es la tragedia. En ella, al contrario que en la filosofía,
están reflejados la inseguridad, el pesimismo, la angustia y el padecimiento
de los mortales, cuyos conflictos, "humanos demasiado humanos" (Nietzsche)
se entrecruzan con los de los dioses olímpicos, amorales y despiadados, cuya
arbitrariedad gobierna el mundo. Ni las tragedias, ni los mitos acerca de los dioses
tienen cabida tampoco en la utopía platónica. Homero, primer poeta
y educador del pueblo griego, será también expulsado de su ciudad.
1. 2. Inmersión y distancia: la poesía como bálsamo
Con la venia de Platón, o sin ella, vamos a situarnos en una posición
radicalmente opuesta para intentar no una condena, sino una 'defensa de la poesía'.
Pero antes sería necesario intentar dilucidar los diversos significados que
el término poesía ha tenido a lo largo de los tiempos, para comprobar
si se ha mantenido una cierta unidad semántica. Pero no voy a oficiar de filóloga.
Por el momento, vamos a considerar una serie de acepciones diversas, en ocasiones
contradictorias. Con anterioridad hemos dicho del poeta que es mentiroso y embaucador
(en la acepción platónica), un hombre desgarrado y desesperanzado que
no quiere recurrir a la razón unificante. Pero también hemos mencionado
que vive en los márgenes del poder y que es una agente de subversión
del orden establecido. En este sentido, pero dándole la vuelta al argumento
platónico, el poeta Blas de Otero decía que "la poesía
es un arma cargada de futuro", un instrumento de cambio social.
Frente a esta disparidad de significados,
y otros que a continuación irán apareciendo, recurramos a la etimología
del término, para ampararnos en la autoridad emanada de los orígenes.
"Poesía" procede de la voz griega ¿øpSVp¬, que
significa la acción de "producir", "fabricar" o "crear".
Los griegos la tomaron, al principio, en el sentido de obra fabricada, al mismo nivel
que otras actividades artesanales u oficios. Antes de Hesíodo y Píndaro
la idea del "poeta" se confundía con la de simple "cantor"
o "rapsoda": ±øp¥ø¬. El mismo Homero (s. VIII
a.C.?) es tenido como ejemplo del rapsoda ambulante, ciego y pobre, que va de corte
en corte recitando las gestas de los ±¡pVøp. La dignificación
del término no llegó hasta las postrimerías de la Antigüedad,
cuando el poeta empieza a ser considerado un ser privilegiado y único, ajeno
a toda actividad gremial artesanal. Poesía, sería entonces lo que sigue
siendo considerada hasta hoy : "creación" por antonomasia.
Vamos a olvidarnos un momento de
los poetas y vamos a desplazar el centro de atención a los fruidores y lectores
de poesía, haciendo la salvedad de que no voy a guiarme por la llamada "Estética
de la recepción" de la escuela de Konstanz (H. R. Jauss y W. Iser) cuyos
postulados no comparto; sino por un ejercicio continuado de lectura propio. El amante
de la poesía ha de intentar leerla en alta voz, u oírla de otro. El
órgano privilegiado para la recepción de este arte ha de ser el oído,
en contraposición también a Platón, que consideraba que era
la vista (el verbo µp¥
significa "ver", para el filósofo
griego "ver con los ojos del alma", es decir, "contemplar" el
µp¥ø¬, la "idea").
Pongámonos, pues, a la escucha de los versos del Réve parisien de
Les fleurs du mal de Baudelaire
Babel d'escaliers et d'arcades,
C'était un palais infini,
Plein de bassins et de cascades
Tombant dans l'or mat ou bruni;
Et de cataractes pesantes,
Comme des rideaux de cristal,
Se suspendaient, éblouissantes,
A des murailles de métal
Non d'arbres, mais de colonnades
Les étangs dormant s'entouraient,
Oú de gigantesques naïades
Comme des femmes, se miraient.
La actitud receptiva que propongo, y a la que invito que compartamos, es la de dejarse
llevar por la música de las palabras, dejarse invadir por ellas, abandonarse
al torrente de las metáforas en un proceso de inmersión. No
poner fronteras, no establecer distancias, abrir solamente los sentidos internos
y externos, no realizar confrontaciones con las ideas que en el poema aparezcan.
Por ello, decía que no compartía la actitud de la citada estética
de la recepción, que habla de un enfrentamiento entre obra de arte y receptor
al que llama "horizonte de expectativas", confrontando el poema con la
experiencia personal y esperando de él determinados efectos.
La disposición contraria
a mi propuesta de inmersión en un texto poético es la actitud
que suele adoptarse ante un texto filosófico. Ante él el lector suele
colocarse a prudente distancia, parece tener necesidad de encararse con las
ideas del texto y, además, establecer paralelismos o diferencias con otros
textos filosóficos.
¿De dónde pueden provenir
estas actitudes tan diferentes, inmersión (en el poema) o distanciamiento
(ante el escrito filosófico)? Arriesgo la siguiente respuesta: de las dos
facultades puestas al servicio de filosofía y poesía, que son respectivamente
el entendimiento (o la razón) y el sentimiento. La fuente de
inspiración es kantiana, aunque él no hablase expresamente de la poesía,
sino de la obra de arte en general.
En la Crítica del juicio
(1790) se produce una revolución de enormes consecuencias para
la estética, ya que el juicio estético no es un juicio de conocimiento,
en el que intervengan la sensibilidad y el entendimiento (como analiza en su primera
Crítica), sino que es un sentimiento. Con esta afirmación
se distancia de Baumgarten, considerado el fundador de esta disciplina, que pensaba
que el juicio sobre la obra de arte era un cierto tipo de conocimiento, aunque inferior
y oscuro, por debajo del conocimiento intelectual. Para Kant, el que pronuncia el
juicio estético es el receptor de la obra, cuya actitud ha de ser la de "contemplación
desinteresada", y no es objeto de conocimiento porque carece de concepto apropiado,
es pues un sentimiento que denomina "desinterés". El paso de una
'estética objetiva', clásica e ilustrada, centrada en el análisis
y características del objeto bello, hacia una 'estética subjetiva'
era la revolución de la que hablaba, que tan extraordinarias consecuencias
tuvo para los románticos. Pero lo que quisiera extraer de los análisis
de Kant es la idea de que la obra de arte produce en el sujeto receptor un estado
emocional determinado, dejando de lado el discutible aspecto del desinterés.
De esta manera, el beneficiado lector de poesía ( en voz alta, la suya o la
de otro) adoptaría una actitud semejante a la del poeta, la de la pura inmediatez,
porque se deja invadir por las cosas, y por las palabras que las transmutan en el
canto.
Y casi sin pretenderlo, he adoptado
una actitud similar -salvando las distancias- a la que proponía Platón
en otro de sus diálogos inmortales que versan sobre la poesía, guiada,
tal vez, por la corriente de aguas subterráneas que constituye la fuerte tradición
de raíz helénica. Me refiero al Ion, un diálogo de juventud,
en el que plantea el tema de la inspiración poética, al que ya Demócrito
había hecho alusión (fr.18), describiendo el fenómeno que desde
Homero y Hesíodo, con sus continuas invocaciones a la Musa, recorre la literatura
griega. Platón recoge esta tradición y en el citado diálogo
adopta actitudes contrarias a las ya expuestas en República.
El rapsoda Ion dialoga con Sócrates sobre la poesía y éste le
explica que no es cuestión de técnica o habilidad, sino "una fuerza
divina es la que te guía (..) la Musa crea inspirados y por medio de ellos
empiezan a encadenarse unos a otros en este entusiasmo" (533d-e). Prestaremos
atención, para la lectura que sugiero, al término "entusiasmo",
que procede del adjetivo griego µO - Pµø¬, que literalmente
quiere decir "tener un dios dentro"; es decir, estar animado por un transporte
divino. Y este transporte pasa del poeta a los oyentes, magnetizándolos como
si de una cadena imantada de eslabones se tratase. Platón parece estar esbozando,
ya en esta época temprana, una oposición fundamental entre el Oø=¬,
la "inteligencia", que da lugar a un conocimiento racional, y el entusiasmo
del poeta, que no implica conocimiento, sino arrebato sentimental.
Esta teoría de la inspiración
tendrá una gran influencia sobre los románticos y parece que de una
forma más o menos consciente nos ha llegado hasta la actualidad. Goethe, en
un estudio sobre el Ion (1796) había sostenido el carácter irónico
de las palabras de Sócrates, entendiendo la ironía como forma de lo
paradójico, en el mismo sentido que sus contemporáneos románticos,
e incluso de la autoparodia por sus poderes disolventes y críticos; más
no parece que fuese tal la intención platónica, no comparto esta interpretación.
En esta misma órbita de pensamiento de raigambre griega podría situarse
a Carles Riba cuando decía que la poesía es una "fiesta del alma".
Las consecuencias que podemos extraer de esta hermosa definición serían
las siguientes. Lo que caracteriza a una fiesta es un determinado temple emocional
que comparten los que participan en ella. El poema, entonces, sería una
solicitación que invita a repetir la aventura espiritual y emocional del poeta,
al fuego se le imita ardiendo, consumiéndose en él. Y ese consumirse
por el fuego purificador del poema produce, de inmediato, un olvido de las miserias
personales cotidianas: vivimos en el otro, nuestro aliento es el que fluye de los
versos, los cuales adquieren poderes balsámicos, de remedio o ±¡º±føO
contra la prosa ordinaria de la vida.
Es un lugar común contraponer
la prosa a la poesía y el propio Hegel, en sus Lecciones de estética,
daba el calificativo de "prosaico" a las cosas vulgares y cotidianas
de la existencia. La poesía, sin embargo, elevaría tanto al creador
como al receptor por encima de los avatares y preocupaciones que cercan el mundo
de vida de los hombres. Y para que ese efecto benefactor y evocador de la poesía
actúe en nosotros, nada mejor que la reiteración de la lectura de aquel
poema que un día fue leído y produjo en nosotros calma y sosiego, o
exaltación, para curar la herida, para aliviar la pena, para cicatrizarla.
La poesía es bálsamo porque el canto se eleva sobre esto o aquello,
el canto unificante convoca los poderes de una celebración del ser. Rilke
lo sabía:
El canto que tú enseñas no es anhelo,
petición de algo que al final se alcanza;
el canto es ser.
En estos versos podemos interpretar que se ha producido un deslizamiento desde la
Poesía a la Filosofía. Y que no podemos seguir defendiendo la hipótesis
del principio, de que el poeta tiene un trato inmediato con las cosas singulares
y que llamábamos inmediatez. Parece que Rilke suma a este trato directo
una elevación hacia la universalidad del ser, con lo cual asume una
tarea que parecía destinada en exclusiva a los filósofos. Pero a esa
encrucijada entre filosofía y poesía ya habían llegado los románticos,
de los que será, en algunos aspectos, su heredero.
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