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1. Introducción. 
Al comenzar a pensar acerca del posible título de este ensayo, tenía
claro uno de los elementos del binomio: el término filosofía había
de aparecer en lugar preferente, ya que a esa tarea del filosofar dedico mi
vida (profesional, añado, para que no suene a presunción transcendental).
Las ideas y los métodos, que me resultan familiares y por los que transito
con cierta soltura, son los de la filosofía, los cuales siempre he utilizado
como “caja de herramientas” para aplicarlos a cualquier campo del arte o del saber.
Tomo prestada la expresión “caja de herramientas” de Foucault, que al hablar
de la índole de su trabajo, asignaba este curioso estatuto al libro o la teoría.
En un sentido similar, pero lato o libre, reconozco mi deuda con el pensador francés
y pretendo usar los conceptos y teorías filosóficas como instrumentos
útiles que me permitan reflexionar y desentrañar los entresijos
de otros dominios, en este caso, la literatura.
Y ya situada en el amplio territorio de la literatura, faltaba por decidir si sería
ese precisamente uno de los términos del título del presente ensayo.
Pensé, que quizás podría ser narración. Pero,
me surgieron dudas, ya que este término está demasiado próximo
a las teorías de la narratología actuales y mi pretensión era
situarme en una perspectiva filosófica. Además, el término narración
está afectado de polisemia hasta tal punto que sus acepciones pueden ser tan
diversas como equívocas. Valgan como ejemplos: “proceso de enunciación
narrativa” ; resultado de esa enunciación, es decir “escritura” ; o también
“como procedimiento opuesto a la pura descripción”; o incluso como modo literario
“en relación distintiva con el modo dramático y el modo lírico”.
Finalmente, me decidí por el término literatura precisamente
por su riqueza y pluralidad de acepciones, ya que aspiro a incluir en el presente
texto diversos tipos de escritos; como relatos, tragedias, cuentos y novelas breves.
Por fin el título quedó así: “ Literatura versus Filosofía,
en el que la preposición latina indica la intención de aproximarse
a los textos literarios con la intención de verterlos o filtrarlos a través
de categorías filosóficas.
De los textos literarios seleccionados, el único factor que deseo tener en
consideración es la limitación de su extensión. Por supuesto
que la extensión, por sí misma y considerada de manera aislada,
no debe ser un factor decisivo para permitir caracterizaciones en un plano teórico.
Pero este rasgo de brevedad en las páginas escritas conlleva o arrastra otras
limitaciones, que podemos observar en la mayoría de los textos. Estas son
las siguientes: un reducido elenco de personajes, que desarrollan la historia en
un periodo breve de tiempo y en un espacio determinado. La acción suele ser
simple, por ejemplo, un episodio aislado que desencadena la trama. Ello también
implica una cierta unicidad entre el tono y la técnica narrativa.
Todo texto narrativo está constituido por una serie de acontecimientos, presididos
por ciertas leyes, a lo que llamaremos la lógica de los acontecimientos.
Los estructuralistas suelen operar a partir del presupuesto de que la serie de
los acontecimientos, que aparecen en un relato, deben responder a las mismas leyes
que determinan el comportamiento humano, ya que eso permite que entendamos la lógica
interna de un texto narrativo.
Estos rasgos, hechos a vuela pluma, no pretenden ser parámetros universales,
y veremos las variaciones, casi en el sentido en que este término lo usan
los musicólogos, de “repeticiones con diferencias”, que irán apareciendo
al aplicarlas a los textos concretos que estudiaremos.
Así pues, nos ocuparemos de narraciones en las que los cuatro elementos fundamentales
que las constituyen: acontecimientos, actores, tiempo y lugar están
constreñidos en unas pocas páginas.
Esta fue mi intención primera, cuando hace aproximadamente un año,
escribí esta introducción; pero el propio desarrollo del trabajo no
me permitió cumplirla del todo. Por ejemplo, pensaba hablar del Quijote
sólo para ejemplificar cómo los llamados paradigmas literarios
se contradicen a sí mismos; pero a medida que me adentraba en su lectura,
arrastrada y fascinada por la sabiduría de su creador, escribí tantas
páginas, que serán objeto de dos sesiones del Seminario. Se suele decir
que los textos cobran vida por sí mismos, con independencia de la intención
de sus autor. Así me aconteció. E igualmente, cuando comencé
a indagar sobre la tragedia de Edipo rey, tuve la necesidad de compararlo
con su continuación, Edipo en Colono. El resto de los relatos y novelas
que se estudiarán sí cumplen con el requisito de su brevedad.
1.1 La Poética de Aristóteles: un referente originario
Recurrir a Aristóteles al hablar de la tragedia griega se considera obligado,
ya que su teoría de la kathársis (“purificación”) es
inseparable de la idea misma de tragedia, aceptada después por la tradición.
Pero no parece tan evidente esta necesidad de volver al teórico de la Poética
para hablar de algunos escritos narrativos, que no podríamos incluir en
el género dramático. Por este motivo intentaré justificar tales
razones, desde mi perspectiva actual, ya que cada época hace su propia lectura
de los textos del pasado, comprensión que es relativa a cada intérprete
inmerso en su propio devenir histórico.
Del texto aristotélico extraeré dos ideas, que no son las que habitualmente
suelen destacarse, y las utilizaré como referentes fundamentales. En primer
lugar la idea de p_____, que implica comienzo de una acción,
medio y fin o consecuencia; y en segundo lugar el ____ término al
que provisionalmente asignaremos el significado de “constitución de un
carácter”. Ambos conceptos serán usados como instrumentos (de
la “caja de herramientas” foucaultiana) que me servirán como hilos
conductores que nos conducirán desde Aristóteles hasta los textos que
leeremos, analizaremos, y lo más importante; con los cuales esperamos disfrutar
o dolernos con ellos.
Para poder entender los dos conceptos que he elegido de la Poética, habré
de recurrir a otras nociones que aparecen en la obra. Seguiré, en consecuencia,
la sugerencia de la hermenéutica filosófica de Gadamer, que dice que
para la comprensión de un texto, una parte de él no puede entenderse
a menos de referirla al texto en general, el cual, a su vez, confiere significación
a la parte. Esta operación de la referencia obligada del “todo” a las “partes”
fue denominada “círculo hermenéutico”.
Podríamos considerar que el texto aristotélico es el primer estudio
en Occidente de teoría literaria (si se me permite el anacronismo). El centro
neurálgico es una reflexión sobre la tragedia, y un estudio comparativo
con la comedia y la epopeya. Como me interesa aquella, prestemos atención
a una definición (simplificada o amañada) de tragedia:
_ ______ de una p_____ ideal, que se hace concreta y se encarna en
un _____ o argumento.
Comenzaremos por el primer término de esta definición. Que la poesía,
la música, la pintura, la escultura y la danza son mímesis es
algo que está presupuesto en la Poética, y con anterioridad
en Platón. Ambos la aceptan como lugares comunes de su época. Y no
significaba para ellos simple copia de la realidad, sino que al término mímesis
le dan un significado más amplio, algo así como reproducción
y representación y acaso también 're-creación', en el sentido
de que el artista añade algo nuevo a lo copiado, que procede de su propia
capacidad creadora.
Ahora ya estamos en disposición de dilucidar qué significa práxis.
Volvamos a la definición de la tragedia como mímesis de una
práxis ideal, lo cual significa que lo que se imita no es una
acción cualquiera o azarosa, sino que lo que se reproduce es una acción
de carácter elevado, que se inicia con un propósito determinado y llevada
a cabo en busca de un fin. Aristóteles la llama una “acción completa”,
que es aquella que tiene “comienzo, medio y fin” . Conviene que destaquemos que la
idea de comienzo implica de suyo una “elección” ( p_________ ) consciente
y reflexiva y que la acción emprendida sólo llega a su plenitud cuando
logra su propósito. Aristóteles, tan amante de comparar a los humanos
con los animales, dice en este caso que sólo los animales racionales pueden
llevar a cabo la práxis.
Volviendo a nuestra definición, el final de ella destaca que la práxis
se encarna en un mythos , en el sentido de “trama” o “argumento”, entendiendo
por tal “el entramado de las cosas sucedidas”. La práxis es entendida
como una acción ideal, universal o genérica, que constituye la esencia
de lo trágico. Estamos todavía a un nivel puramente abstracto ¿Qué
es lo que hace que esa esencia universal se encarne en individuos? Precisamente el
mythos, entendido por el estagirita como una estructura concreta de hechos
y personajes que, en cada caso determinado, convertirán en una realidad individual
y siempre distinta la forma (esencia o idea) trágica. Recordemos
que Aristóteles, discípulo de Platón, había negado el
mundo de las ideas o formas ideales y las había bajado al mundo sensible,
el único existente por el que transitamos. Ahora realiza la misma operación,
haciendo que la forma trágica (universal) baje a la escena de cada tragedia
específica y singular (Edipo, Las troyanas, Hécuba, etc.)
El segundo instrumento de la “caja de herramientas” que emplearemos
para comparar las características de la tragedia con los textos que serán
objeto de estudio (y eventualmente, fruición o desdicha) es el éthos.
Citando a Aristóteles:
Llamo carácter (éthos) a aquello que nos hace decir de los
personajes que actúan que poseen tales o cuales cualidades.
Si entiendo correctamente esta definición, creo que quiere decir que el carácter
no es una disposición congénita, sino adquirida mediante el entrenamiento
y la disciplina. Me inclino por esta interpretación porque es análoga
a la definición de “virtud” que propone en la Ética a Nicómaco,
en la que también resalta el valor de la repetición de los actos
virtuosos, hasta que por hábito se transforman en una disposición permanente
del espíritu. El éthos de un individuo pone de manifiesto la
elección responsable y mantenida a lo largo de su vida, a través de
sus actos. Para Aristóteles, y los antiguos en general, la acción es
la que define a la persona. A partir del carácter de un individuo sus acciones
pueden serle atribuidas con responsabilidad y constituyen algo así como su
'identidad personal'.
Por último, atenderemos a una última idea, que enlaza todo lo que venimos
diciendo, relativa a la estructura del texto escrito. Y es precisamente el
éthos-carácter, permanentemente mantenido a lo largo de la trama
de la tragedia, lo que permite hablar de la citada estructura. Esto es un rasgo de
extraordinario interés, al que prestaremos ahora atención. Para ello
hemos de volver a la idea de re-creación mimética, de la que tratamos
con anterioridad. Platón ya habló de la estructura de la tragedia en
Fedro, diciendo que no era una simple secuencia de parlamentos en boca de
diversos actores, sino una estructura ordenada, de manera que “la combinación
de los elementos se adecuan entre sí, y combinan también con el todo”
(268 d). Aristóteles parece coincidir con su maestro, pero va más
allá en la determinación de la estructura de la tragedia, ya que dice
que “las partes deben estar orgánicamente trabadas como en un ser
viviente” (Cap. 6 y 7 se refiere reiteradamente al tema). Es decir, está
exigiendo a la mímesis que comporta la tragedia algo más que
Platón, que parecía exigir una mera relación extrínseca
entre el todo y las partes. Lo que pide Aristóteles es que los elementos que
componen la tragedia se estructuren sobre nexos de causalidad entre las partes y
de éstas con el todo, como un organismo viviente, relación de analogía
muy querida por el filósofo. Esta idea del “todo orgánico” vuelve a
ponernos en relación con la “acción completa” a la que se refiere la
práxis, que posee un comienzo, un medio y un fin.
¿Qué conclusiones podemos sacar de este primer escrito de teoría
literaria? De la idea de práxis extraemos el imperativo de la unidad.
En primer lugar, unidad de acción, por exigencias de la unidad íntima
de los acontecimientos. La influencia posterior se pondrá de manifiesto en
el teatro neoclásico, por ejemplo, que extrapoló el citado imperativo
a la localización en un lugar y un tiempo determinados. Pero así como
Aristóteles no lo planteó de forma rígida, sino como una sugerencia,
sus seguidores sí lo hicieron y lo convirtieron en el conocido dogma estético
de las llamadas “tres unidades” : de acción, tiempo y lugar.
De los avatares de esta imperativo de la unidad iremos dando cuentas en nuestro estudio.
Podemos adelantar que Faulkner, considerado el padre de la novela moderna, hizo añicos
este presupuesto y que la novela latinoamericana, norteamericana y europea siguió
sus pasos y recreó con delectación la ruptura de las unidades.
En cuanto a la idea del éthos, en las distintas narraciones
elegidos intencionadamente, a partir del siglo XIX hasta la actualidad, no hay nada
parecido a la constitución de un carácter, adquirido mediante esfuerzo
y disciplina; sino que los actores y protagonistas carecen de él, es más,
huyen de él con infinita tozudez. Tomemos como ejemplo extremo el personaje
de Bartleby, el escribiente, de Herman Melville. El primado de la acción
como constitutiva del carácter de la persona, que veíamos tan importantes
en los antiguos, aquí se ha volatilizado. El escribiente se encierra en la
repetición obstinada de la fórmula “preferiría no hacerlo”
y va negándose en primer lugar, a realizar su función, es decir,
escribir; después a moverse de un lugar y finalmente a comer y sencillamente
a vivir.
Así pues, frente a la identidad personal de los personajes de la tragedia
griega, en la mayor parte de los protagonistas de los relatos contemporáneos
se ha producido una disolución del yo, o éste aparece en distintas
manifestaciones o en actitudes diferentes, que muestran caracteres incluso opuestos.
El modelo más conocido de esto último es El extraño caso
del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, escrito por Robert Louis Stevenson en 1886, al que
califica de “relato espectral” y en el que cuenta la historia del afable doctor en
medicina Jekyll, el cual, en ocasiones, movido por el interés de fomentar
el conocimiento y aliviar sufrimientos, según cuenta en su confesión
final, ingiere una pócima que lo transforma en un ser brutal y despiadado,
la cara obscura de su yo bondadoso, consciente y racional. Este texto no lo incluiremos
en nuestro Seminario.
Sí estudiaremos a Thomas Bernhard, novelista, poeta, dramaturgo, ensayista
y biógrafo de sí mismo. Una de sus estrategias de estilo es que la
voz del narrador, sus opiniones, no son casi nunca de primera mano, sino que
dice lo que alguien le contó, que, a su vez, lo recibió de un tercero.
En Bernhard no hay identificación ni parcial, ni total con la polifonía
de voces de sus narraciones. Hay un distanciamiento en el continuo cambio de la primera
a la tercera persona, a un “él” que marca la desposesión total, el
grado cero de la identidad, lo que otro descreído, Marcel Duchamp,
llamaba “el horror de indiferencia.”
El último relato que estudiaremos es de la escritora, ensayista y poeta portorriqueña,
residente en Barcelona, Iris Zavala. Propone un juego irónico y distanciado,
que permite una lectura perspectivista, en la que la identidad personal no
tiene cabida. La polifonía narrativa se manifiesta en que en sus escritos
usa la primera persona o la tercera, “todas las personas del verbo”, dice. O, de
repente, “entran en la página” personajes de otros escritos, para darle consejos
amistosos de que recopile y abrevie su discurso. En unos fragmentos autobiográficos,
publicados por la revista Anthropos, da la clave secreta de su concepción
de la escritura, a partir de una coreografía de voces: yo, Zavala, yo/tú,
Zavala/ella, todas las mujeres, cada mujer.
Podríamos pensar que el dictum de Baudelaire: “¡Hay que ser absolutamente
moderno!” es recreado en la literatura (desde el siglo XIX hasta hoy) con lo que
llamaremos la disolución del yo. Sus escritos están al alcance
de todo aquel que también tenga consciencia de que la inocencia en la creencia
de un yo permanente está ya periclitada. Este será el ovillo de
Ariadna de nuestro estudio, que me guiará a través de los distintos
discursos narrativos a los que dedicaré el presente escrito.
1.2 Con y contra Aristóteles ¿Utilidad de los paradigmas?
La literatura es un campo de experimentación fructífero y variado,
en el que se da una doble tendencia. Por una parte, hay una propensión a instalarse
en un “tranquilo reino de leyes estéticas”, en palabras de Eugenio
Trías. Ello nos permitiría hablar de un “estilo de época” (renacentista,
manierista, barroco), con sus peculiaridades formales y compositivas y con su selección
propia de objetos estéticamente relevantes. La tendencia opuesta es la que
podríamos llamar “revolucionaria”, en la que se produce una ruptura
total con los paradigmas o leyes estéticas que han regido en épocas
anteriores. En esos momentos, el artista experimenta su capacidad creadora por subversión
respecto a cualquier ámbito de legalidad. Tomemos el ejemplo de la novela,
que después de su época de esplendor en el siglo XIX, pareciera que
agota su propio género y da lugar a productos nuevos, que rompen con los paradigmas
anteriores. Proust, Kafka y Joyce serían estos revolucionarios a los que me
he referido.
En la época de Aristóteles (384-332 a. J. C.) sólo se consideraban
como “géneros literarios” paradigmáticos lo trágico, lo cómico
y lo épico y, por consiguiente, sólo a ellos dedicó su reflexión
el filósofo. Desde entonces hasta el momento actual se han sucedido avatares
diversos con respecto a los citados géneros, e incluso se ha puesto en cuestión
la idea misma de género como paradigma de clasificación narrativa.
Han aparecido modificaciones, o nuevos tipos dentro de lo trágico, lo cómico
y lo épico. O se han creado géneros nuevos, como la novela, o el relato
corto, o el cuento. También se ha producido la interfecundación y mezcla
de los géneros, en la que las fronteras han desaparecido. Y esta hibridación
de los géneros, que se da de manera preeminente en la contemporaneidad, produce
textos en los que se mezclan el relato autobiográfico con el de ficción,
a la vez que una reflexión sobre la escritura o el ensayo. ¿Será
por exceso de sospecha
y autoreflexión? Y esta hybris ¿destruirá todos los géneros
y autofagocitará a la escritura misma?
Abandonemos ahora la problemática menor de los “géneros” literarios
y centrémonos en los dos conceptos claves aristotélicos de mythos
y éthos. La razón de esta restricción es que continuando
la investigación sobre ellos, creo que podemos intentar responder a la doble
problemática del deseo de permanencia y, a la vez, de cambio en el arte en
general, y en el caso que nos interesa ahora, la literatura. Los tomaremos, pues,
como punto de referencia con respecto al cual se producirían las modificaciones
de los llamados paradigmas.
Paul Ricoeur da indicaciones importantes sobre el mythos-trama en sus transformaciones
en el tiempo. A partir de algunas de sus reflexiones, las conduciré al tema
que ahora nos ocupa, que es el de la necesidad de los paradigmas en arte, que se
siguen en unas épocas determinadas y en otras se intentan derrocar. Se entiende
como paradigma un término general que indicaría unas reglas
de composición que han de seguir las obras. Estas reglas son unos principios
formales o principios de orden, ya sea relativos a los géneros
(trágico, cómico, etc.) o a los tipos más específicos
dentro de tales géneros (tragedia griega, epopeya artúrica, etc.).
En oposición al paradigma tendríamos la obra singular, que sería
capaz de innovación y revolución, alejándose de la norma, o
instaurando en su excelencia singular una norma nueva, aplicada, a veces, más
allá incluso de la literatura. Por ejemplo cuando decimos de un personaje
que es quijotesco, o de un acontecimiento al que calificamos de dantesco.
El mythos-trama aristotélico era un concepto fructífero y flexible.
Pero sus continuadores lo simplificaron y truncaron. De su primer avatar ya dimos
cuenta al referirnos al “dogma de las tres unidades” del teatro neoclásico
(especialmente el francés), y la tradición posterior llevó la
marca de esta primera mutilación. Si aplicamos el paradigma-trama a
toda obra literaria narrativa, no necesariamente dramática, entraña
lo siguiente. Se entiende que la trama lineal permite una fácil comprensión
en la lectura, al poder seguirse el desarrollo de los acontecimientos. Pero esta
primera función pragmática estaría afectada por una limitación,
ya que la urdimbre o argumento ha de tomar una forma cerrada en sí misma,
que se abre con
el llamado planteamiento, que lleva a un punto culminante o nudo, para
desembocar en una conclusión previsible, llamada desenlace, que deriva
del nudo por conexión causal. Esta secuencia se reveló como deficiente
y planteó el problema de que las reglas anquilosadas han de modificarse.
Tomemos, de nuevo, como ejemplo el género novela, ya que ha llevado a cabo
modificaciones importantes, desde su inicio y esplendor, en el siglo XIX, hasta la
actualidad. Creo que uno de los cambios fundamentales ha sido el relativo a la secuencia
temporal. Ha sido abolido dicho encadenamiento tradicional de la trama aristotélica:
planteamiento-nudo-desenlace, y de esta ruptura se derivan unos efectos. Uno de los
más notorios tiene que ver precisamente con la disolución del yo
de los personajes, que se metamorfosean, al aparecer en tiempos distintos y con nombres
y actitudes diferentes. El iniciador de esta revolución literaria fue el citado
Faulkner, en su soberbia novela El ruido y la furia, y sus continuadores la
han llevado a su culminación.
Vamos a poner como modelo de la alteración de la trama temporal la extraordinaria
novela (la única que escribió) de la poeta catalana Maria Mercè
Marçal, La passió segons René Vivien. Ella ha recogido
esta herencia de la transformación del concepto de tiempo y le ha dado su
propia versión, ya que en la novela encontramos una polifonía de
voces, que proyectan su imaginario personal sobre la protagonista, ausente y
muerta. Cada personaje es múltiple y complejo, cuyo ambiente y personalidad
está reconstruido minuciosamente en dos tiempos.
Uno es el de principios del siglo XX, alrededor de 1909, año de la muerte
de Pauline-Renée (dos nombres del mismo personaje, en momentos distintos).
Es el tiempo del Segundo Imperio de Napoleón III, en el que Haussmann desventraba
el viejo París y lo transformaba en la ciudad moderna y cosmopolita de bulevares
y pasajes, por los que los intelectuales hombres y mujeres transitaban al ritmo del
spleen, actitud estética que puso de moda la figura del dandy,
con Baudelaire a la cabeza. Deseo resaltar el hecho inédito de que es
también el tiempo de las llamadas Mujeres de la Rive Gauche , mujeres
editoras, intelectuales y artistas, que llevaron a cabo la tarea consciente de salir
de la marginalidad o “invisibilidad” a la que nos había condenado el mundo
de los hombres. En este ambiente se desarrolla la vida de Pauline M. Tarn, más
conocida por su seudónimo Renée Vivien (Londres 1877- París
1909) poeta lésbica inglesa, que toma París como cuidad de adopción.
Ella es la inspiradora de la novela, ya que sus versos fascinaron a M. Marçal,
fascinación teñida de afinidades, que la llevaron a investigar durante
diez largos años y cuyo resultado es la novela a ella dedicada.
El otro tiempo en el que se sitúa la novela es alrededor de 1984, en la que
uno de los personajes, la guionista de cine Sara T., también entusiasmada
con la vida y la obra de R. Vivien, comienza sus indagaciones, poniéndose
en contacto con una serie de personas que la conocieron y la amaron. Estos tiempos
no tienen el glamour de aquellos otros finiseculares y de comienzos del siglo
pasado, de los que hablamos antes, y Marçal no tiene necesidad de reconstruirlos.
Porque además, esta tarea ya la ha llevado a término en sus versos,
que hablan de su contemporaneidad.
Nos ocuparemos ahora del segundo concepto aristotélico, el éthos
o carácter, al que tomaremos igualmente como paradigma. Y también
lo ejemplificaré con los cambios que se fueron introduciendo en la novela.
Porque sucedió que la trama, en algunos casos, pasó a ocupar un lugar
secundario y fue el éthos el elemento fundamental. Este cambio dio
lugar a un tipo de género novelesco, precisamente llamado “novela de carácter”.
El recurso que usa, en este caso, la técnica narrativa es profundizar en los
rasgos de personalidad de los protagonistas. Recordemos que Aristóteles consideraba
que el éthos de los personajes de la tragedia comenzaba a fraguarse
en una elección, que se perpetuaba a lo largo de los acontecimientos del drama,
a través de sus acciones responsables.
Un tipo de novela de carácter podía ser la llamada “novela picaresca”,
porque en ella están descritas las profundidades del alma humana de los protagonistas.
En estas novelas no se trata de narrar hechos y aventuras relevantes de personajes
legendarios o héroes (como es el caso de la épica), sino que el pícaro
suele ser un hombre del pueblo, que se las arregla para sobrevivir gracias a su ingenio,
tomado como rasgo de carácter arquetípico.
Pero la novela de carácter que me interesa sobremanera es la que tuvo su esplendor
en el romanticismo, la llamada “novela de formación”, la Bildungsroman.
La traducción de esta palabra, compuesta de bilden, que significa
“formar” y también “edificar”, y roman, “novela”, indica un
tipo de relato en el que el protagonista, a través de una serie de
vicisitudes, va progresando en su formación espiritual hasta alcanzar, en
la etapa de madurez, una concepción cumplida del ser humano y del universo.
Así pues, el personaje literalmente “se hace” a sí mismo, forma y profundiza
en su carácter en el trayecto de su itinerario. En este sentido carácter
y trama se condicionan y enriquecen mutuamente.
Este tipo de “novela de formación” fue muy apreciada por los románticos
y algunos ejemplos lo ilustrarán: Willian Lovel, Titan, Andreas Hartknopf,
y un largo etcétera. Pero la más importante fue sin duda el Wilhelm
Meister de Goethe, cuyo joven protagonista sale de su casa, impulsado por un
deseo de saber y así vive una serie de experiencias diversas, acompañando
a una compañía de teatro, después a un arpista o a la hermosa
Mignon, para acabar 'sentando la cabeza' y trabajando como médico en su pueblo
natal, por el bien de la humanidad. La conquista de su madurez, es decir, de su carácter,
se va produciendo a través de las dudas, las dificultades y las experiencias
del proceso de formación.
Para finalizar, pondré otro ejemplo, Heinrich von Ofterdingen de Novalis,
de la que se han dado opiniones contradictorias sobre si es, o no una novela de formación.
Pero lo que nos interesa ahora es que es, desde luego, una novela de carácter.
¿Por qué? Porque su personaje Heinrich, es desde el principio al fin
del relato un poeta de vocación. Esta vocación se manifiesta en una
predisposición constante para cumplir su objetivo de adquirir formación
para convertirse en poeta. El éthos de un individuo (insisto en el
paradigma propuesto por Aristóteles) se manifiesta en la elección responsable
y mantenida a lo largo de su vida, a través de sus actos. Y nuestro héroe
Heinrich cumple lo dicho, ya que tiene el gran proyecto del nacimiento de un Hombre
Nuevo en una Edad de Oro recuperada. La Poesía será el vehículo
que conduce al conocimiento y la vivencia de realidades, tanto del orden de la naturaleza,
como sobrenaturales.
La novela que comento está inacabada, es una especie de planteamiento general,
que no realizó porque murió a los dos años y esta obra hubiese
exigido una vida entera. Por cartas a sus amigos sabemos que su pretensión
era escribir una Biblia del hombre nuevo, una Enciclopedia y una Historia universal
de la civilización. El texto tiene dos partes; en la primera, “La espera”,
concurrimos al proceso de formación del carácter de Heinrich hasta
el momento en que se siente maduro para la Poesía. En la segunda parte inacabada,
“La consumación”, debía realizar su obra. Al comienzo es un
hombre joven, aún un personaje con visos de realidad, de personalidad no formada,
'informe', lo cual le permite ser muy receptivo y maleable, dispuesto a dejarse influir
por los hombres y las circunstancias que van apareciendo en su periplo por el mundo.
Según sus biógrafos, Hardenburg tenía una idiosincrasia semejante.
En la segunda parte ya no es una figura real, sino un mito, el mito que creó
el propio Novalis de sí mismo y de su éthos de Poeta. Creyó
realizar así su deseo de “vivir poéticamente” en su alter ego Ofterdingen.
Se da el caso, además, de que la trama está en segundo plano y lo que
se privilegia es el carácter del protagonista. En efecto, el hilo argumental
de la novela es escaso: la madre de Heinrich decide ir a visitar a su padre a Ausburgo
y que su hijo de veinte años, que no ha salido nunca de los alrededores de
su ciudad natal Eisenach, le acompañe. Cree que le sentará bien el
viaje a ese hijo suyo del que no entiende sus prolongados estados de melancolía
y ensueño. Así pues, se ponen en camino en compañía de
unos mercaderes, que se convertirán en sus primeros maestros en ese viaje
iniciático que acaba de comenzar en prosecución de su carácter
y vocación poética.
En el trayecto irá teniendo otros encuentros con profesionales y estamentos
diversos, que le ofrecerán sus experiencias y enseñanzas para conocer
ese mundo que pretende desentrañar en su periplo. El más importante
de sus maestros será Klingsor, un Minnesänger (“trovador” o “poeta
del amor”), al que encuentra ya en Ausburgo en casa de su abuelo. Él le confirmará
su vocación de poeta, desde siempre presentida por el joven, y los medios
y altas exigencias para realizarla. Dice a Heinrich: “La poesía quiere ante
todo, que se la practique como un arte riguroso”. Podemos interpretar estas palabras
al modo aristotélico, como la necesidad de que la constitución del
carácter de un individuo se manifieste reiteradamente a través de sus
actos; por ello todas los aventuras y experiencias de Ofterdingen van encaminados
a conseguir el más alto grado de iniciación del protagonista, que le
depararán madurez para su tarea poética.
Que la Bildungsroman cumplió el carácter de paradigma durante
la época romántica es un hecho probado en el campo de la literatura,
pero también extendió su influencia más allá de ella,
concretamente en el territorio de la filosofía, en la Fenomenología
del espírtu de Hegel. Cabe la interpretación de que si tomamos
como protagonista a la conciencia o el espíritu, éste va recorriendo
etapas históricas del pensamiento, desde los griegos hasta la época
de su autor. Y cada período histórico-filosófico está
representado por una figura de conciencia; a saber, el estoico, el
escéptico, el alma bella, la conciencia desventurada, el amo y el enclavo,
etc. Cada una de estas figuras indica un progreso sobre las anteriores, es decir,
el espíritu va realizando un proceso de formación paulatina, aprendiendo
de los errores y añadiendo a tales experiencias, otras nuevas. Hegel lo denomina
progreso dialéctico, a través de los conocidos tres momentos de la
tesis, antítesis y síntesis superadora, guiados por la que llama “astucia
de la razón”, que es una fuerza teleológica interna que determina el
proceso hasta su realización final (el llamado templo del saber). Este determinismo
teleológico hegeliano, que ha sido objeto de alabanzas y críticas y
cuya pertinencia no nos incumbe ahora analizar, si lo trasladamos al territorio de
la literatura, vuelve a situarnos en la perspectiva de la trama o argumento. Dicha
traslación nos llevaría al citado paradigma de la estructura lineal
de la novela, con planteamiento, nudo y desenlace, de cuyos avatares ya he dado ejemplos
y que seguiremos analizando en las páginas que proseguirán. |