1. Introducción.

Al comenzar a pensar acerca del posible título de este ensayo, tenía claro uno de los elementos del binomio: el término filosofía había de aparecer en lugar preferente, ya que a esa tarea del filosofar dedico mi vida (profesional, añado, para que no suene a presunción transcendental). Las ideas y los métodos, que me resultan familiares y por los que transito con cierta soltura, son los de la filosofía, los cuales siempre he utilizado como “caja de herramientas” para aplicarlos a cualquier campo del arte o del saber. Tomo prestada la expresión “caja de herramientas” de Foucault, que al hablar de la índole de su trabajo, asignaba este curioso estatuto al libro o la teoría. En un sentido similar, pero lato o libre, reconozco mi deuda con el pensador francés y pretendo usar los conceptos y teorías filosóficas como instrumentos útiles que me permitan reflexionar y desentrañar los entresijos de otros dominios, en este caso, la literatura.
Y ya situada en el amplio territorio de la literatura, faltaba por decidir si sería ese precisamente uno de los términos del título del presente ensayo. Pensé, que quizás podría ser narración. Pero, me surgieron dudas, ya que este término está demasiado próximo a las teorías de la narratología actuales y mi pretensión era situarme en una perspectiva filosófica. Además, el término narración está afectado de polisemia hasta tal punto que sus acepciones pueden ser tan diversas como equívocas. Valgan como ejemplos: “proceso de enunciación narrativa” ; resultado de esa enunciación, es decir “escritura” ; o también “como procedimiento opuesto a la pura descripción”; o incluso como modo literario “en relación distintiva con el modo dramático y el modo lírico”.
Finalmente, me decidí por el término literatura precisamente por su riqueza y pluralidad de acepciones, ya que aspiro a incluir en el presente texto diversos tipos de escritos; como relatos, tragedias, cuentos y novelas breves. Por fin el título quedó así: “ Literatura versus Filosofía, en el que la preposición latina indica la intención de aproximarse a los textos literarios con la intención de verterlos o filtrarlos a través de categorías filosóficas.
De los textos literarios seleccionados, el único factor que deseo tener en consideración es la limitación de su extensión. Por supuesto que la extensión, por sí misma y considerada de manera aislada, no debe ser un factor decisivo para permitir caracterizaciones en un plano teórico. Pero este rasgo de brevedad en las páginas escritas conlleva o arrastra otras limitaciones, que podemos observar en la mayoría de los textos. Estas son las siguientes: un reducido elenco de personajes, que desarrollan la historia en un periodo breve de tiempo y en un espacio determinado. La acción suele ser simple, por ejemplo, un episodio aislado que desencadena la trama. Ello también implica una cierta unicidad entre el tono y la técnica narrativa.
Todo texto narrativo está constituido por una serie de acontecimientos, presididos por ciertas leyes, a lo que llamaremos la lógica de los acontecimientos. Los estructuralistas suelen operar a partir del presupuesto de que la serie de los acontecimientos, que aparecen en un relato, deben responder a las mismas leyes que determinan el comportamiento humano, ya que eso permite que entendamos la lógica interna de un texto narrativo.
Estos rasgos, hechos a vuela pluma, no pretenden ser parámetros universales, y veremos las variaciones, casi en el sentido en que este término lo usan los musicólogos, de “repeticiones con diferencias”, que irán apareciendo al aplicarlas a los textos concretos que estudiaremos.
Así pues, nos ocuparemos de narraciones en las que los cuatro elementos fundamentales que las constituyen: acontecimientos, actores, tiempo y lugar están constreñidos en unas pocas páginas.
Esta fue mi intención primera, cuando hace aproximadamente un año, escribí esta introducción; pero el propio desarrollo del trabajo no me permitió cumplirla del todo. Por ejemplo, pensaba hablar del Quijote sólo para ejemplificar cómo los llamados paradigmas literarios se contradicen a sí mismos; pero a medida que me adentraba en su lectura, arrastrada y fascinada por la sabiduría de su creador, escribí tantas páginas, que serán objeto de dos sesiones del Seminario. Se suele decir que los textos cobran vida por sí mismos, con independencia de la intención de sus autor. Así me aconteció. E igualmente, cuando comencé a indagar sobre la tragedia de Edipo rey, tuve la necesidad de compararlo con su continuación, Edipo en Colono. El resto de los relatos y novelas que se estudiarán sí cumplen con el requisito de su brevedad.

1.1 La Poética de Aristóteles: un referente originario
Recurrir a Aristóteles al hablar de la tragedia griega se considera obligado, ya que su teoría de la kathársis (“purificación”) es inseparable de la idea misma de tragedia, aceptada después por la tradición. Pero no parece tan evidente esta necesidad de volver al teórico de la Poética para hablar de algunos escritos narrativos, que no podríamos incluir en el género dramático. Por este motivo intentaré justificar tales razones, desde mi perspectiva actual, ya que cada época hace su propia lectura de los textos del pasado, comprensión que es relativa a cada intérprete inmerso en su propio devenir histórico.
Del texto aristotélico extraeré dos ideas, que no son las que habitualmente suelen destacarse, y las utilizaré como referentes fundamentales. En primer lugar la idea de p_____, que implica comienzo de una acción, medio y fin o consecuencia; y en segundo lugar el ____ término al que provisionalmente asignaremos el significado de “constitución de un carácter”. Ambos conceptos serán usados como instrumentos (de la “caja de herramientas” foucaultiana) que me servirán como hilos conductores que nos conducirán desde Aristóteles hasta los textos que leeremos, analizaremos, y lo más importante; con los cuales esperamos disfrutar o dolernos con ellos.
Para poder entender los dos conceptos que he elegido de la Poética, habré de recurrir a otras nociones que aparecen en la obra. Seguiré, en consecuencia, la sugerencia de la hermenéutica filosófica de Gadamer, que dice que para la comprensión de un texto, una parte de él no puede entenderse a menos de referirla al texto en general, el cual, a su vez, confiere significación a la parte. Esta operación de la referencia obligada del “todo” a las “partes” fue denominada “círculo hermenéutico”.
Podríamos considerar que el texto aristotélico es el primer estudio en Occidente de teoría literaria (si se me permite el anacronismo). El centro neurálgico es una reflexión sobre la tragedia, y un estudio comparativo con la comedia y la epopeya. Como me interesa aquella, prestemos atención a una definición (simplificada o amañada) de tragedia:
_ ______ de una p_____ ideal, que se hace concreta y se encarna en un _____ o argumento.

Comenzaremos por el primer término de esta definición. Que la poesía, la música, la pintura, la escultura y la danza son mímesis es algo que está presupuesto en la Poética, y con anterioridad en Platón. Ambos la aceptan como lugares comunes de su época. Y no significaba para ellos simple copia de la realidad, sino que al término mímesis le dan un significado más amplio, algo así como reproducción y representación y acaso también 're-creación', en el sentido de que el artista añade algo nuevo a lo copiado, que procede de su propia capacidad creadora.
Ahora ya estamos en disposición de dilucidar qué significa práxis. Volvamos a la definición de la tragedia como mímesis de una práxis ideal, lo cual significa que lo que se imita no es una acción cualquiera o azarosa, sino que lo que se reproduce es una acción de carácter elevado, que se inicia con un propósito determinado y llevada a cabo en busca de un fin. Aristóteles la llama una “acción completa”, que es aquella que tiene “comienzo, medio y fin” . Conviene que destaquemos que la idea de comienzo implica de suyo una “elección” ( p_________ ) consciente y reflexiva y que la acción emprendida sólo llega a su plenitud cuando logra su propósito. Aristóteles, tan amante de comparar a los humanos con los animales, dice en este caso que sólo los animales racionales pueden llevar a cabo la práxis.
Volviendo a nuestra definición, el final de ella destaca que la práxis se encarna en un mythos , en el sentido de “trama” o “argumento”, entendiendo por tal “el entramado de las cosas sucedidas”. La práxis es entendida como una acción ideal, universal o genérica, que constituye la esencia de lo trágico. Estamos todavía a un nivel puramente abstracto ¿Qué es lo que hace que esa esencia universal se encarne en individuos? Precisamente el mythos, entendido por el estagirita como una estructura concreta de hechos y personajes que, en cada caso determinado, convertirán en una realidad individual y siempre distinta la forma (esencia o idea) trágica. Recordemos que Aristóteles, discípulo de Platón, había negado el mundo de las ideas o formas ideales y las había bajado al mundo sensible, el único existente por el que transitamos. Ahora realiza la misma operación, haciendo que la forma trágica (universal) baje a la escena de cada tragedia específica y singular (Edipo, Las troyanas, Hécuba, etc.)
El segundo instrumento de la “caja de herramientas” que emplearemos para comparar las características de la tragedia con los textos que serán objeto de estudio (y eventualmente, fruición o desdicha) es el éthos. Citando a Aristóteles:

Llamo carácter (éthos) a aquello que nos hace decir de los personajes que actúan que poseen tales o cuales cualidades.

Si entiendo correctamente esta definición, creo que quiere decir que el carácter no es una disposición congénita, sino adquirida mediante el entrenamiento y la disciplina. Me inclino por esta interpretación porque es análoga a la definición de “virtud” que propone en la Ética a Nicómaco, en la que también resalta el valor de la repetición de los actos virtuosos, hasta que por hábito se transforman en una disposición permanente del espíritu. El éthos de un individuo pone de manifiesto la elección responsable y mantenida a lo largo de su vida, a través de sus actos. Para Aristóteles, y los antiguos en general, la acción es la que define a la persona. A partir del carácter de un individuo sus acciones pueden serle atribuidas con responsabilidad y constituyen algo así como su 'identidad personal'.
Por último, atenderemos a una última idea, que enlaza todo lo que venimos diciendo, relativa a la estructura del texto escrito. Y es precisamente el éthos-carácter, permanentemente mantenido a lo largo de la trama de la tragedia, lo que permite hablar de la citada estructura. Esto es un rasgo de extraordinario interés, al que prestaremos ahora atención. Para ello hemos de volver a la idea de re-creación mimética, de la que tratamos con anterioridad. Platón ya habló de la estructura de la tragedia en Fedro, diciendo que no era una simple secuencia de parlamentos en boca de diversos actores, sino una estructura ordenada, de manera que “la combinación de los elementos se adecuan entre sí, y combinan también con el todo” (268 d). Aristóteles parece coincidir con su maestro, pero va más allá en la determinación de la estructura de la tragedia, ya que dice que “las partes deben estar orgánicamente trabadas como en un ser viviente” (Cap. 6 y 7 se refiere reiteradamente al tema). Es decir, está exigiendo a la mímesis que comporta la tragedia algo más que Platón, que parecía exigir una mera relación extrínseca entre el todo y las partes. Lo que pide Aristóteles es que los elementos que componen la tragedia se estructuren sobre nexos de causalidad entre las partes y de éstas con el todo, como un organismo viviente, relación de analogía muy querida por el filósofo. Esta idea del “todo orgánico” vuelve a ponernos en relación con la “acción completa” a la que se refiere la práxis, que posee un comienzo, un medio y un fin.
¿Qué conclusiones podemos sacar de este primer escrito de teoría literaria? De la idea de práxis extraemos el imperativo de la unidad. En primer lugar, unidad de acción, por exigencias de la unidad íntima de los acontecimientos. La influencia posterior se pondrá de manifiesto en el teatro neoclásico, por ejemplo, que extrapoló el citado imperativo a la localización en un lugar y un tiempo determinados. Pero así como Aristóteles no lo planteó de forma rígida, sino como una sugerencia, sus seguidores sí lo hicieron y lo convirtieron en el conocido dogma estético de las llamadas “tres unidades” : de acción, tiempo y lugar.
De los avatares de esta imperativo de la unidad iremos dando cuentas en nuestro estudio. Podemos adelantar que Faulkner, considerado el padre de la novela moderna, hizo añicos este presupuesto y que la novela latinoamericana, norteamericana y europea siguió sus pasos y recreó con delectación la ruptura de las unidades.
En cuanto a la idea del éthos, en las distintas narraciones elegidos intencionadamente, a partir del siglo XIX hasta la actualidad, no hay nada parecido a la constitución de un carácter, adquirido mediante esfuerzo y disciplina; sino que los actores y protagonistas carecen de él, es más, huyen de él con infinita tozudez. Tomemos como ejemplo extremo el personaje de Bartleby, el escribiente, de Herman Melville. El primado de la acción como constitutiva del carácter de la persona, que veíamos tan importantes en los antiguos, aquí se ha volatilizado. El escribiente se encierra en la repetición obstinada de la fórmula “preferiría no hacerlo” y va negándose en primer lugar, a realizar su función, es decir, escribir; después a moverse de un lugar y finalmente a comer y sencillamente a vivir.
Así pues, frente a la identidad personal de los personajes de la tragedia griega, en la mayor parte de los protagonistas de los relatos contemporáneos se ha producido una disolución del yo, o éste aparece en distintas manifestaciones o en actitudes diferentes, que muestran caracteres incluso opuestos.
El modelo más conocido de esto último es El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, escrito por Robert Louis Stevenson en 1886, al que califica de “relato espectral” y en el que cuenta la historia del afable doctor en medicina Jekyll, el cual, en ocasiones, movido por el interés de fomentar el conocimiento y aliviar sufrimientos, según cuenta en su confesión final, ingiere una pócima que lo transforma en un ser brutal y despiadado, la cara obscura de su yo bondadoso, consciente y racional. Este texto no lo incluiremos en nuestro Seminario.
Sí estudiaremos a Thomas Bernhard, novelista, poeta, dramaturgo, ensayista y biógrafo de sí mismo. Una de sus estrategias de estilo es que la voz del narrador, sus opiniones, no son casi nunca de primera mano, sino que dice lo que alguien le contó, que, a su vez, lo recibió de un tercero. En Bernhard no hay identificación ni parcial, ni total con la polifonía de voces de sus narraciones. Hay un distanciamiento en el continuo cambio de la primera a la tercera persona, a un “él” que marca la desposesión total, el grado cero de la identidad, lo que otro descreído, Marcel Duchamp, llamaba “el horror de indiferencia.”
El último relato que estudiaremos es de la escritora, ensayista y poeta portorriqueña, residente en Barcelona, Iris Zavala. Propone un juego irónico y distanciado, que permite una lectura perspectivista, en la que la identidad personal no tiene cabida. La polifonía narrativa se manifiesta en que en sus escritos usa la primera persona o la tercera, “todas las personas del verbo”, dice. O, de repente, “entran en la página” personajes de otros escritos, para darle consejos amistosos de que recopile y abrevie su discurso. En unos fragmentos autobiográficos, publicados por la revista Anthropos, da la clave secreta de su concepción de la escritura, a partir de una coreografía de voces: yo, Zavala, yo/tú, Zavala/ella, todas las mujeres, cada mujer.
Podríamos pensar que el dictum de Baudelaire: “¡Hay que ser absolutamente moderno!” es recreado en la literatura (desde el siglo XIX hasta hoy) con lo que llamaremos la disolución del yo. Sus escritos están al alcance de todo aquel que también tenga consciencia de que la inocencia en la creencia de un yo permanente está ya periclitada. Este será el ovillo de Ariadna de nuestro estudio, que me guiará a través de los distintos discursos narrativos a los que dedicaré el presente escrito.

1.2 Con y contra Aristóteles ¿Utilidad de los paradigmas?
La literatura es un campo de experimentación fructífero y variado, en el que se da una doble tendencia. Por una parte, hay una propensión a instalarse en un “tranquilo reino de leyes estéticas”, en palabras de Eugenio Trías. Ello nos permitiría hablar de un “estilo de época” (renacentista, manierista, barroco), con sus peculiaridades formales y compositivas y con su selección propia de objetos estéticamente relevantes. La tendencia opuesta es la que podríamos llamar “revolucionaria”, en la que se produce una ruptura total con los paradigmas o leyes estéticas que han regido en épocas anteriores. En esos momentos, el artista experimenta su capacidad creadora por subversión respecto a cualquier ámbito de legalidad. Tomemos el ejemplo de la novela, que después de su época de esplendor en el siglo XIX, pareciera que agota su propio género y da lugar a productos nuevos, que rompen con los paradigmas anteriores. Proust, Kafka y Joyce serían estos revolucionarios a los que me he referido.
En la época de Aristóteles (384-332 a. J. C.) sólo se consideraban como “géneros literarios” paradigmáticos lo trágico, lo cómico y lo épico y, por consiguiente, sólo a ellos dedicó su reflexión el filósofo. Desde entonces hasta el momento actual se han sucedido avatares diversos con respecto a los citados géneros, e incluso se ha puesto en cuestión la idea misma de género como paradigma de clasificación narrativa. Han aparecido modificaciones, o nuevos tipos dentro de lo trágico, lo cómico y lo épico. O se han creado géneros nuevos, como la novela, o el relato corto, o el cuento. También se ha producido la interfecundación y mezcla de los géneros, en la que las fronteras han desaparecido. Y esta hibridación de los géneros, que se da de manera preeminente en la contemporaneidad, produce textos en los que se mezclan el relato autobiográfico con el de ficción, a la vez que una reflexión sobre la escritura o el ensayo. ¿Será por exceso de sospecha

y autoreflexión? Y esta hybris ¿destruirá todos los géneros y autofagocitará a la escritura misma?
Abandonemos ahora la problemática menor de los “géneros” literarios y centrémonos en los dos conceptos claves aristotélicos de mythos y éthos. La razón de esta restricción es que continuando la investigación sobre ellos, creo que podemos intentar responder a la doble problemática del deseo de permanencia y, a la vez, de cambio en el arte en general, y en el caso que nos interesa ahora, la literatura. Los tomaremos, pues, como punto de referencia con respecto al cual se producirían las modificaciones de los llamados paradigmas.
Paul Ricoeur da indicaciones importantes sobre el mythos-trama en sus transformaciones en el tiempo. A partir de algunas de sus reflexiones, las conduciré al tema que ahora nos ocupa, que es el de la necesidad de los paradigmas en arte, que se siguen en unas épocas determinadas y en otras se intentan derrocar. Se entiende como paradigma un término general que indicaría unas reglas de composición que han de seguir las obras. Estas reglas son unos principios formales o principios de orden, ya sea relativos a los géneros (trágico, cómico, etc.) o a los tipos más específicos dentro de tales géneros (tragedia griega, epopeya artúrica, etc.). En oposición al paradigma tendríamos la obra singular, que sería capaz de innovación y revolución, alejándose de la norma, o instaurando en su excelencia singular una norma nueva, aplicada, a veces, más allá incluso de la literatura. Por ejemplo cuando decimos de un personaje que es quijotesco, o de un acontecimiento al que calificamos de dantesco.
El mythos-trama aristotélico era un concepto fructífero y flexible. Pero sus continuadores lo simplificaron y truncaron. De su primer avatar ya dimos cuenta al referirnos al “dogma de las tres unidades” del teatro neoclásico (especialmente el francés), y la tradición posterior llevó la marca de esta primera mutilación. Si aplicamos el paradigma-trama a toda obra literaria narrativa, no necesariamente dramática, entraña lo siguiente. Se entiende que la trama lineal permite una fácil comprensión en la lectura, al poder seguirse el desarrollo de los acontecimientos. Pero esta primera función pragmática estaría afectada por una limitación, ya que la urdimbre o argumento ha de tomar una forma cerrada en sí misma, que se abre con

el llamado planteamiento, que lleva a un punto culminante o nudo, para desembocar en una conclusión previsible, llamada desenlace, que deriva del nudo por conexión causal. Esta secuencia se reveló como deficiente y planteó el problema de que las reglas anquilosadas han de modificarse.
Tomemos, de nuevo, como ejemplo el género novela, ya que ha llevado a cabo modificaciones importantes, desde su inicio y esplendor, en el siglo XIX, hasta la actualidad. Creo que uno de los cambios fundamentales ha sido el relativo a la secuencia temporal. Ha sido abolido dicho encadenamiento tradicional de la trama aristotélica: planteamiento-nudo-desenlace, y de esta ruptura se derivan unos efectos. Uno de los más notorios tiene que ver precisamente con la disolución del yo de los personajes, que se metamorfosean, al aparecer en tiempos distintos y con nombres y actitudes diferentes. El iniciador de esta revolución literaria fue el citado Faulkner, en su soberbia novela El ruido y la furia, y sus continuadores la han llevado a su culminación.
Vamos a poner como modelo de la alteración de la trama temporal la extraordinaria novela (la única que escribió) de la poeta catalana Maria Mercè Marçal, La passió segons René Vivien. Ella ha recogido esta herencia de la transformación del concepto de tiempo y le ha dado su propia versión, ya que en la novela encontramos una polifonía de voces, que proyectan su imaginario personal sobre la protagonista, ausente y muerta. Cada personaje es múltiple y complejo, cuyo ambiente y personalidad está reconstruido minuciosamente en dos tiempos.
Uno es el de principios del siglo XX, alrededor de 1909, año de la muerte de Pauline-Renée (dos nombres del mismo personaje, en momentos distintos). Es el tiempo del Segundo Imperio de Napoleón III, en el que Haussmann desventraba el viejo París y lo transformaba en la ciudad moderna y cosmopolita de bulevares y pasajes, por los que los intelectuales hombres y mujeres transitaban al ritmo del spleen, actitud estética que puso de moda la figura del dandy, con Baudelaire a la cabeza. Deseo resaltar el hecho inédito de que es también el tiempo de las llamadas Mujeres de la Rive Gauche , mujeres editoras, intelectuales y artistas, que llevaron a cabo la tarea consciente de salir de la marginalidad o “invisibilidad” a la que nos había condenado el mundo de los hombres. En este ambiente se desarrolla la vida de Pauline M. Tarn, más conocida por su seudónimo Renée Vivien (Londres 1877- París 1909) poeta lésbica inglesa, que toma París como cuidad de adopción. Ella es la inspiradora de la novela, ya que sus versos fascinaron a M. Marçal, fascinación teñida de afinidades, que la llevaron a investigar durante diez largos años y cuyo resultado es la novela a ella dedicada.
El otro tiempo en el que se sitúa la novela es alrededor de 1984, en la que uno de los personajes, la guionista de cine Sara T., también entusiasmada con la vida y la obra de R. Vivien, comienza sus indagaciones, poniéndose en contacto con una serie de personas que la conocieron y la amaron. Estos tiempos no tienen el glamour de aquellos otros finiseculares y de comienzos del siglo pasado, de los que hablamos antes, y Marçal no tiene necesidad de reconstruirlos. Porque además, esta tarea ya la ha llevado a término en sus versos, que hablan de su contemporaneidad.
Nos ocuparemos ahora del segundo concepto aristotélico, el éthos o carácter, al que tomaremos igualmente como paradigma. Y también lo ejemplificaré con los cambios que se fueron introduciendo en la novela. Porque sucedió que la trama, en algunos casos, pasó a ocupar un lugar secundario y fue el éthos el elemento fundamental. Este cambio dio lugar a un tipo de género novelesco, precisamente llamado “novela de carácter”. El recurso que usa, en este caso, la técnica narrativa es profundizar en los rasgos de personalidad de los protagonistas. Recordemos que Aristóteles consideraba que el éthos de los personajes de la tragedia comenzaba a fraguarse en una elección, que se perpetuaba a lo largo de los acontecimientos del drama, a través de sus acciones responsables.
Un tipo de novela de carácter podía ser la llamada “novela picaresca”, porque en ella están descritas las profundidades del alma humana de los protagonistas. En estas novelas no se trata de narrar hechos y aventuras relevantes de personajes legendarios o héroes (como es el caso de la épica), sino que el pícaro suele ser un hombre del pueblo, que se las arregla para sobrevivir gracias a su ingenio, tomado como rasgo de carácter arquetípico.
Pero la novela de carácter que me interesa sobremanera es la que tuvo su esplendor en el romanticismo, la llamada “novela de formación”, la Bildungsroman. La traducción de esta palabra, compuesta de bilden, que significa “formar” y también “edificar”, y roman, “novela”, indica un tipo de relato en el que el protagonista, a través de una serie de vicisitudes, va progresando en su formación espiritual hasta alcanzar, en la etapa de madurez, una concepción cumplida del ser humano y del universo. Así pues, el personaje literalmente “se hace” a sí mismo, forma y profundiza en su carácter en el trayecto de su itinerario. En este sentido carácter y trama se condicionan y enriquecen mutuamente.
Este tipo de “novela de formación” fue muy apreciada por los románticos y algunos ejemplos lo ilustrarán: Willian Lovel, Titan, Andreas Hartknopf, y un largo etcétera. Pero la más importante fue sin duda el Wilhelm Meister de Goethe, cuyo joven protagonista sale de su casa, impulsado por un deseo de saber y así vive una serie de experiencias diversas, acompañando a una compañía de teatro, después a un arpista o a la hermosa Mignon, para acabar 'sentando la cabeza' y trabajando como médico en su pueblo natal, por el bien de la humanidad. La conquista de su madurez, es decir, de su carácter, se va produciendo a través de las dudas, las dificultades y las experiencias del proceso de formación.
Para finalizar, pondré otro ejemplo, Heinrich von Ofterdingen de Novalis, de la que se han dado opiniones contradictorias sobre si es, o no una novela de formación. Pero lo que nos interesa ahora es que es, desde luego, una novela de carácter. ¿Por qué? Porque su personaje Heinrich, es desde el principio al fin del relato un poeta de vocación. Esta vocación se manifiesta en una predisposición constante para cumplir su objetivo de adquirir formación para convertirse en poeta. El éthos de un individuo (insisto en el paradigma propuesto por Aristóteles) se manifiesta en la elección responsable y mantenida a lo largo de su vida, a través de sus actos. Y nuestro héroe Heinrich cumple lo dicho, ya que tiene el gran proyecto del nacimiento de un Hombre Nuevo en una Edad de Oro recuperada. La Poesía será el vehículo que conduce al conocimiento y la vivencia de realidades, tanto del orden de la naturaleza, como sobrenaturales.
La novela que comento está inacabada, es una especie de planteamiento general, que no realizó porque murió a los dos años y esta obra hubiese exigido una vida entera. Por cartas a sus amigos sabemos que su pretensión era escribir una Biblia del hombre nuevo, una Enciclopedia y una Historia universal de la civilización. El texto tiene dos partes; en la primera, “La espera”, concurrimos al proceso de formación del carácter de Heinrich hasta el momento en que se siente maduro para la Poesía. En la segunda parte inacabada, “La consumación”, debía realizar su obra. Al comienzo es un hombre joven, aún un personaje con visos de realidad, de personalidad no formada, 'informe', lo cual le permite ser muy receptivo y maleable, dispuesto a dejarse influir por los hombres y las circunstancias que van apareciendo en su periplo por el mundo. Según sus biógrafos, Hardenburg tenía una idiosincrasia semejante. En la segunda parte ya no es una figura real, sino un mito, el mito que creó el propio Novalis de sí mismo y de su éthos de Poeta. Creyó realizar así su deseo de “vivir poéticamente” en su alter ego Ofterdingen.
Se da el caso, además, de que la trama está en segundo plano y lo que se privilegia es el carácter del protagonista. En efecto, el hilo argumental de la novela es escaso: la madre de Heinrich decide ir a visitar a su padre a Ausburgo y que su hijo de veinte años, que no ha salido nunca de los alrededores de su ciudad natal Eisenach, le acompañe. Cree que le sentará bien el viaje a ese hijo suyo del que no entiende sus prolongados estados de melancolía y ensueño. Así pues, se ponen en camino en compañía de unos mercaderes, que se convertirán en sus primeros maestros en ese viaje iniciático que acaba de comenzar en prosecución de su carácter y vocación poética.
En el trayecto irá teniendo otros encuentros con profesionales y estamentos diversos, que le ofrecerán sus experiencias y enseñanzas para conocer ese mundo que pretende desentrañar en su periplo. El más importante de sus maestros será Klingsor, un Minnesänger (“trovador” o “poeta del amor”), al que encuentra ya en Ausburgo en casa de su abuelo. Él le confirmará su vocación de poeta, desde siempre presentida por el joven, y los medios y altas exigencias para realizarla. Dice a Heinrich: “La poesía quiere ante todo, que se la practique como un arte riguroso”. Podemos interpretar estas palabras al modo aristotélico, como la necesidad de que la constitución del carácter de un individuo se manifieste reiteradamente a través de sus actos; por ello todas los aventuras y experiencias de Ofterdingen van encaminados a conseguir el más alto grado de iniciación del protagonista, que le depararán madurez para su tarea poética.
Que la Bildungsroman cumplió el carácter de paradigma durante la época romántica es un hecho probado en el campo de la literatura, pero también extendió su influencia más allá de ella, concretamente en el territorio de la filosofía, en la Fenomenología del espírtu de Hegel. Cabe la interpretación de que si tomamos como protagonista a la conciencia o el espíritu, éste va recorriendo etapas históricas del pensamiento, desde los griegos hasta la época de su autor. Y cada período histórico-filosófico está representado por una figura de conciencia; a saber, el estoico, el escéptico, el alma bella, la conciencia desventurada, el amo y el enclavo, etc. Cada una de estas figuras indica un progreso sobre las anteriores, es decir, el espíritu va realizando un proceso de formación paulatina, aprendiendo de los errores y añadiendo a tales experiencias, otras nuevas. Hegel lo denomina progreso dialéctico, a través de los conocidos tres momentos de la tesis, antítesis y síntesis superadora, guiados por la que llama “astucia de la razón”, que es una fuerza teleológica interna que determina el proceso hasta su realización final (el llamado templo del saber). Este determinismo teleológico hegeliano, que ha sido objeto de alabanzas y críticas y cuya pertinencia no nos incumbe ahora analizar, si lo trasladamos al territorio de la literatura, vuelve a situarnos en la perspectiva de la trama o argumento. Dicha traslación nos llevaría al citado paradigma de la estructura lineal de la novela, con planteamiento, nudo y desenlace, de cuyos avatares ya he dado ejemplos y que seguiremos analizando en las páginas que proseguirán.